ELENA MARQUÉS | Lo confieso: Hasta ayer, como quien dice, no conocía la existencia de Sergi Pàmies. Tampoco de este libro. He llegado a ellos por dos motivos muy simples. Después de sumergirme en otra colección de relatos que me ha reconciliado (nunca he estado peleada con él; solo es por crear suspense) con el género (no diré que el libro era de Eloy Tizón, para no condicionar ni que nadie piense que voy a dedicarme a las comparaciones odiosas), y, sobre todo, urgida por la brevedad. Tras un agosto de textos largos que no siempre me han reportado satisfacciones dignas de recensión, buscaba algo ligero; a ser posible, amable. Y mira por dónde.
Y eso que las dos citas iniciales que abren el volumen, sobre el amor y el tiempo, me auguraban unas honduras que en septiembre no estaba dispuesta a atravesar. Pero es que, claro, ¿qué otras cosas más importantes hay para el hombre que sentirse querido y entender lo lejos que está de la eternidad?
A las dos serán las tres, título tan comercial como sugerente, reúne diez cuentos de apariencia autobiográfica que, desde aquí lo digo, me han sabido a poco. Escritos con agilidad y unos destellos de humor-retranca o más bien, como comentamos precisamente hace poco en una tertulia, con el deseo de evitar esa obligada solemnidad que parece innata a la literatura, cuenta anécdotas propias, pasadas por la necesaria argucia de la ficción, con la solvencia que dan los años de oficio y la campechanía que, por entrevistas y demás parafernalia autoral, intuyo en el padre de la criatura.
Porque sin conocer, repito, a Sergi Pàmies, periodista, traductor y escritor de larga trayectoria con muchos premios a sus espaldas, me ha parecido estar compartiendo mesa con un humilde compañero de letras (al menos, como expresa en el relato «Tres periodistas», su modestia es verosímil) capaz de convertir en historia cualquier anécdota cotidiana, de mezclar realidad y ficción con sincera naturalidad, sin trucos especialmente llamativos, pero con una gracia innata y una prosa tan fértil y tan limpia que resulta apta para cualquier lector.
Que nadie piense que esa sencillez lingüística y esa claridad sintáctica convierten sus textos en algo simple o incluso banal. Ya nos han explicado por activa y por pasiva lo complicado que es conquistar esa destreza, lograr que el lector se deslice sobre la mansedumbre de una piscina y no tenga que pelear contra las olas del Atlántico. Sin embargo, sabemos que bajo la clara lámina de agua de esos textos pulcros y sencillos sigue habiendo toneladas de líquido, mucha prospección psicológica, un excelente retrato del mundo, cantidad de observaciones que podrían introducirse, por qué no, en un libro de aforismos («Si las ilusiones ópticas modifican la percepción de lo que vemos, las ilusiones vividas mantienen la consciencia»; «un elogio suele ser la antesala de una adversativa»; «la intimidación es una forma de educación»). Pero todo, como digo, con una frescura y unos «hallazgos» creativos (lo subrayo porque últimamente la palabra se usa demasiado, y no sé por qué empieza a tocarme las narices reseñeras), una adjetivación hipnótica y una imaginación neológica (o sea, que inventa unas palabras que te cagas) que consiguen que los tiritos nos lleguen a la manera marypoppiana: con su poco de azúcar. La necesaria para no empalagar.
Por supuesto, ha contribuido al disfrute del libro el tono empleado en todo él; el uso de una primera persona que parece dirigirse a nosotros directamente; los guiños a la vida literaria y a la rebotica de la creación, que en ocasiones puede resultar hartiblemente egocéntrica pero no es el caso; la cercanía y honestidad del narrador, tras el que se adivina un hombre-autor autoficcional que parece tener poco que esconder y que se muestra en sus diversas facetas. Como escritor principiante apabullado por la presencia de Vázquez Montalbán. Tal que padre emprendiendo un viaje-aventura por la Provenza. Cual conferenciante desganado en un taller de escritura. Contemplando la magia de un pebetero olímpico consciente de que la flecha siempre pasa por encima. Retratando, en definitiva, una vida que podía ser la de cualquiera, con una juventud atrapada por la música (quién no ha tenido inclinaciones guitarrísticas), unos amigos poco juiciosos, familia más o menos funcional, hechos reales, como el atentado de las Ramblas en agosto de 2017, que solo pueden ser tratados con la sensibilidad de quien se frena para no sacar provecho de lo que nunca debería haber ocurrido.
Una última confesión. Pretendía hacer esta reseña «imitando» el estilo del libro reseñado. Conseguir con estas líneas una continuación de un volumen que me ha parecido demasiado corto. Intercalar alguna anécdota, como, por ejemplo, aquella vez que coincidí con Pàmies en la presentación de un libro suyo con mi gato en una mochila para perturbarlo y encenderle el sentimiento de culpa; pero después me he convencido de que no iba a rozar ni por asomo el objetivo. Así que aquí lo dejo. Tengo que seguir cumpliendo con mis obligaciones laborales, tan inútiles como escribir una crónica sobre la estrechez de las aceras y con la maldita y realísima sensación de que a las dos seguirán siendo las dos porque la vida solo es literatura hasta cierto punto.
A las dos serán las tres (Anagrama, 2024) | Sergi Pàmies | 136 páginas | 16,90 euros