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Abrir puertas

9788416495238CORADINO VEGA | Decía Elvis Costello que contar la música es como bailar la arquitectura, algo imposible. Pero Jesús Ruiz Mantilla, con su mezcla de curiosidad apasionada y experiencia ajena a la pedantería, lo ha venido haciendo durante veinte años en El País. El resultado es este libro contagioso que combina el ensayo divulgativo con el reportaje y la entrevista, un volumen que no sólo rinde cuenta de la evolución y el panorama actual de lo que aún se llama música clásica, sino que además es un baño de proximidad, una excelente invitación a quien nunca se haya sentido atraído por este género. De una forma que recuerda a la de Alex Ross en Escucha esto, Ruiz Mantilla, que comparte con el norteamericano cierto objetivo de apertura y ventilación, nos empieza contando cómo fue el inicio de su amor por la música, las referencias de las que más ha aprendido a la hora de escribir sobre este arte y cómo su gusto responde únicamente a la ley de lo ecléctico. No en vano, a quien rehúye del fanatismo estético le resulta más fácil integrar la neurociencia con la historia, las manifestaciones populares con la supuesta alta cultura o el pitagorismo con la crónica de actualidad, a la hora de escribir sobre un tipo de música esclerotizada a base de elitismo, petulancia de los entendidos e inflexible contumacia purista.    

Para abrirnos el apetito de ese “aire sonoro”, como define la música Barenboim, Ruiz Mantilla establece un paralelismo entre el nacimiento del piano y la evolución de las sonatas de Mozart, nos transmite su afición por Chopin en contrapunto compatible con el precursor del fenómeno fan que fue Liszt, recuerda que el tiempo de Mahler quizás tenga menos que ver con el suyo que con el presente, reflexiona sobre la modernidad casi involuntaria de Janáček, o sitúa ante el espejo la furia transgresora de Boulez junto a las reconciliaciones de Philip Glass. Pero Contar la música es, sobre todo, un diálogo con los intérpretes que su autor ha conocido de primera mano: un retrato fascinante de directores como Abbado, Muti, Harnoncourt, Mehta, Rattle, Gergiev o Mariss Jansons; de pianistas como Brendel, Pollini, Zimerman, Sokolov o Maria João Pires; de Anne-Sophie Mutter o Rostropovich; del precursor que fue Ataúlfo Argenta a los también españoles Javier Perianes, Rosa Torres-Pardo o Josep Pons. Cada uno de ellos, a su manera personalizada con sus arrebatos de lucidez o capricho, con sus desvaríos o sabia serenidad, con su capacidad de ofrecer un ángulo distinto o reflexionar sobre su oficio desde la ambición o la modestia, no sólo ayudan a que comprendamos mejor a lo que se dedican con la pasión de quien hace lo que le gusta mucho, sino que también nos dejan un reguero de observaciones que iluminan la dedicación a cualquier otro arte, clarifican un poco el barullo del presente y amplían, desde su versatilidad, las posibilidades infinitas del mundo.

El apego por el poder de Karajan o los flirteos con Putin de Gergiev contrastan, por ejemplo, con el idealismo atemperado de Abbado, la exuberancia casi cómica de Zubin Mehta o la desilusión tras la utopía de la combativa a la vez que frágil Pires. A quienes se dejan seducir desde su posición de privilegio por el exotismo revolucionario es preciso contraponer la experiencia del exilio de Rostropovich, los dos años en un campo de trabajo de Maisky o los orígenes de Lang Lang. La arrogancia efectiva, desprejuiciada y quizás saludable de los músicos más jóvenes, como la generación española del 85 o Yuja Wang, tiene como precedente inmediato la solidez humilde, agradecida y racional del ingenio de Perianes. “¿A mí qué me ha aportado la edad? Inseguridad”, confiesa sorprendentemente Riccardo Muti, que se atrevió a retar en directo a Berlusconi en un símbolo de la resistencia contra el maltrato lamentable de la cultura y la educación que tan bien ha ejercitado aquí el populismo de nuestros últimos gobiernos. Relatando su experiencia al frente del West-Eastern Divan, dice Barenboim de un conflicto que podría extrapolarse con cautela, y de forma muy parcial, a este momento español regido por el maximalismo, la charlotada y la laxitud: “No buscamos un consenso político, que todos compartan una misma línea, pero sí curiosidad hacia el otro y apertura mental para entendernos sobre todo cuando no estamos de acuerdo con el adversario. Eso no existe en la región, allí sólo impera la terquedad”. Si un israelí y un palestino, sentados frente a un atril, son capaces de tocar una sinfonía de Mahler, luego no pueden venir las autoridades y atreverse a decirles que no pueden vivir juntos. “Quienes las han pasado canutas entienden el valor de la vida”, dice Mariss Jansons, nacido en el gueto de Riga y que casi murió de un infarto en mitad de un concierto; y al referirse a los supervivientes de los campos de Siberia que después fueron expoliados, añade que eran gente sin quejas, personas sin rastro de rencor ni venganza a quienes la experiencia hizo tan fuertes que descartaron la maldad para el resto de sus vidas. “Todo debe ser lo más sencillo posible, pero no más”, dice Brendel parafraseando a Einstein. “Para la profundidad necesitas tiempo”, dice Sokolov. “El objetivo de nuestro arte debe ser lo verdadero, no la perfección”, dice Maria João Pires.

Mahler es toda una vacuna contra la senectud y el anquilosamiento de la música clásica, cuya decadencia llegó a causa del rigorismo de los aspectos rituales más del gusto de un público minoritario de cabezas blancas, así como del rechazo de la mayoría que busca más la evasión que el esfuerzo. Y es curioso que la savia nueva, el aire fresco, la alegría y la revitalización de un panorama cada vez más cadavérico hayan venido, en buena medida, de extremos tan alejados como el West-Eastern Divan, el proyecto que idearon Barenboim y Edward Said para juntar en una misma orquesta a jóvenes israelíes, palestinos y andaluces; el icono global en que, por su talento y una habilidad para el marketing y la tecnología insólita desde Karajan, se ha convertido Lang Lang (la cabeza más visible de un país en el que 40 millones de niños estudian piano); o el Sistema de Orquestas que creó hace cuarenta años en Venezuela José Antonio Abreu y del que salió Dudamel. Resulta estremecedora la historia de la relación que Lang Lang mantuvo con su padre, conmueven las escenas narradas por Ruiz Mantilla cuando pasó con los chicos del Divan unos días de verano en su centro de Pilas, pero quizás el fenómeno más impactante sea el empeño silencioso de Abreu —más allá de la palabrería demagógica y las buenas intenciones— por salvar a cientos de niños de la droga, la marginalidad y la delincuencia: esa bofetada a las mentes más resignadas y pesimistas que ha hecho posible que, en un país que en los últimos diez años ha incrementado su precariedad hasta rozar el 50 % de población por debajo del umbral de la pobreza, la cultura para los pobres no sea una cultura pobre, sino todo lo contrario.

La Sinfónica Simón Bolívar es el máximo escalafón de una red de orquestas repartida por toda Venezuela que supone no sólo un acto de rebeldía en su desinhibición contra la educación musical caduca y elitista, sino una apuesta heroica por el trabajo colectivo en lugar de por el fomento del esfuerzo en solitario, una forma de que quienes no se sienten nada encuentren sentido a su vida, un instrumento de integración social que trasciende de la música como mero disfrute al situarla en el terreno de los valores. Por esto mismo a Barenboim no le faltan detractores en Israel. Pero quizás nadie haya hecho más por tender puentes y hacer de la música clásica un mecanismo de salvación que esa especie de santo que es Abreu y su “pequeño saltamontes”, Gustavo Dudamel, quienes en los últimos años han soportado además las acusaciones de silencio pragmático tanto por los opositores como los hinchas del chavismo, cuyos presidentes no sólo se encargaron de negar el contexto de violencia y calamidad del que provenían los muchachos de estas orquestas venezolanas, sino que encontraron una manera de lavar su imagen internacional apoyándolas con el celo de quien quiere hacer suyo el logro ajeno. “Su música me recuerda a veces cuando el cielo está muy negro en invierno y de repente empiezan a aparecer rayitos de sol”, dice refiriéndose a Mahler una violonchelista de 9 años, una de esas chicas que no sabían quiénes eran aquellos señores llamados Claudio o Simon que iban a veces a enseñarles o dirigirles en verano. A Mahler interpretaron precisamente en el Festival de Salzburgo de 2013, y no sólo provocaron las lágrimas de la nieta del autor de La canción de la Tierra, sino más de diez minutos de aplausos y un baño de humildad para las grandes orquestas profesionales. Y es que Dudamel —que comparte con Rattle rizos anárquicos, sonrisa franca, desenfado, luz y determinación por derribar clichés—, con su ritmo explosivo y su vocación sincera de entregar con entusiasmo a la música aquello que vivió desde la infancia, se ha propuesto abrir las puertas de la música clásica, agrandar su público y compartir su belleza, su capacidad de mejorarnos y mejorar el mundo. A su manera, libros tan adictivos como el de Ruiz Mantilla o los de Alex Ross, o la teleserie Mozart in the Jungle, contribuyen también a abrir puertas e invitar a que todo el mundo pase, escuche y vea: 

Contar la música (Galaxia Gutenberg, 2015), de Jesús Ruiz Mantilla399 páginas | 19,90 €

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