ALEJANDRO LUQUE | La primera vez que uno visita un oasis –la mía fue en Túnez, unos quince años ha– tal vez sea asaltado por la misma sensación de asombro y decepción que la primera vez que ve el desierto. Demasiados cuentos ilustrados en nuestra infancia nos han ofrecido imágenes de dunas infinitas y elegantes camellos que no siempre se corresponden con la realidad: un desierto puede ser, y con frecuencia es, algo mucho menos estético que eso. Y lo mismo podemos decir de los oasis, que se nos presentan como vergeles, a menudo anticipados por espejismos de tebeo. Y no, no siempre son tal cosa. Eso sí, basta observarlos, hacerse cargo de su carácter extraordinario en medio de la nada, para que la balanza se incline hacia la fascinación.
Jordi Esteva no solo visitó, sino que llegó a habitar alguno de ellos en Egipto. Cabe destacar de antemano que Esteva, barcelonés, es uno de los pocos escritores españoles que ha dedicado buena parte de su atención y de su esfuerzo al mundo mediterráneo. Como Juan Goytisolo, el intelectual patrio comprometido por excelencia con ese costado del mundo, Esteva se tomó la molestia de recorrer muchos kilómetros, de aprender el idioma, de empaparse de la esencia de los pueblos que encontraba en su camino y de pasar a limpio sus descubrimientos en libros fundamentales: Mil y una voces, Los árabes del mar, Socotra, la isla de los genios.
A esta selecta bibliografía pertenece Los oasis de Egipto, que conoció una primera edición en Lunwerg y ahora vuelve a ver la luz, en versión ligeramente ampliada y con reproducciones más cuidadas, gracias a la colaboración de RM y el Museu Egipci de Barcelona. Como ha ocurrido habitualmente en otros libros del autor, la condición de cronista, la de fotógrafo, la de antropólogo y la de escritor confluyen y se ponen al servicio de la obra para permitirnos asomarnos a un mundo al que las agencias turísticas no tienen tan fácil llegar, aunque mejor no darles muchas ideas. Basta enumerar los nombres de los oasis consignados –Siwa, Bahariya, Farafra, Kharga, Dahla– para que la predisposición del lector sea la propia de las grandes aventuras.
Los oasis de Esteva se parecen mucho a los de los libros ilustrados, con sus palmeras datileras y sus manantiales, pero cuidado: “No me interesaba captar ni las dunas ni los espejismos, tampoco los templos faraónicos derruidos en parajes que habrían hecho la delicia de los viajeros románticos”, escribe. “Quería capturar un microcosmos cerrado en el ambiente infinito”. Su propósito no es componer estampas orientalistas, ni el disparador de su cámara se accionaría “si no me hallaba implicado directamente en la escena, y solo lo haría cuando estuviera sucediendo realmente ‘algo’”.
El resultado produce efectos en al menos dos planos, el paisajístico, con esa plasticidad tremenda que tienen las pistas de arena o las ciudades expuestas a todas las inclemencias, algunas de las cuales saben lo que es ser arrasadas por la furia de la Madre Naturaleza; y humano, mostrando cómo es el rostro y la vida de los uahatíes, los habitantes de los oasis. La palabra agua adquiere un significado distinto en medio de las rutinas diarias, la recolección y prensado de los dátiles y otras frutas, el desempeño de los oficios artesanales, desde la herrería a la cocción de ladrillos de adobe, también las horas de juegos y los relatos inmemoriales alrededor del fuego.
Esteva es consciente de que se mueve en un territorio histórico y mítico de enorme fuerza: imposible ignorar, por ejemplo, que ese erial por el que un chaval espolea a su pollino fue el lugar que se tragó a los 50.000 soldados que Cambyses envió a destruir el Templo del Oráculo de Amón; o que esa cisterna donde chapotean unos chavales date de tiempos de los romanos. Pero, al mismo tiempo, sabe que la lucha del cronista es contra el tiempo que todo lo devora. Es muy probable que desde el año 1995, en que salió de imprenta por primera vez este libro, muchas de las cosas que vemos en estas imágenes de generoso formato hayan desaparecido ya, y que de sus habitantes no queden acaso sino las instantáneas de Esteva, de un valor testimonial muy considerable. La religión, sin ir más lejos, que asomaba como algo anecdótico en la cotidianidad de estos seres, ha ido al parecer imponiéndose poco a poco, en su vertiente más rígida de producto de importación.
No menos valiosos son los textos que acompañan las fotografías, algunos de carácter más divulgativo y otros, como los dedicados al camellero Mansur o al infortunado músico Am Anwar, que podrían pasar por excelentes relatos de ficción, de no ser porque su tono y sus detalles rezuman realidad por los cuatro costados de la página. La única objeción al respecto es que el lector se queda con ganas de más, a pesar de que la nueva edición ha incorporado más textos y diez imágenes inéditas.
El autor, que tuvo algunos problemas con la ley egipcia en su momento, no volvería a hollar aquellos oasis. Tampoco sería fácil hacerlo hoy, con la zona sumida en una enorme inestabilidad, por lo que la contemplación de estas fotografías tiene algo de último consuelo. Los libros también sirven para volver a esos sitios a los que ya no se puede volver.
Publicado previamente en la revista M’Sur.
Los oasis de Egipto (RM + Museu Egipci de Barcelona, 2019) | Jordi Esteva | 196 pág. | 40 euros