ELENA MARQUÉS | Mientras inicio esta reseña, estoy pensando en que llevo unos días sumergida en uno de los peores libros que he leído en mi vida. No, no, no se trata de este del que voy a hablar ahora, sino de una novela ya antigua, de un personajillo famoso, que «tuvo la fortuna» de quedar finalista en uno de los premios más ambicionados por todos los que se dedican a esto de juntar palabras.
Y he dedicado ese tiempo, entiéndaseme bien, con espíritu ambicioso, con deseo de analizarlo a conciencia para averiguar los mecanismos del éxito. Para saber qué hay que hacer para alcanzarlo con un bodrio como ese. Pero no hay que darle muchas vueltas al asunto. No todo lo que se vende es algo digno, no todos los escritores buscan trascender, marcarnos con sus páginas, dejar la arborescencia del rayo en nuestra piel, en nuestras entrañas lectoras. Juan Manuel Gil, sí.
Descubrí al almeriense con su novela Trigo limpio, con la que disfruté mucho, y eso me condujo a una anterior en la que de nuevo seguía unas pautas narrativas semejantes, lo que parecía su modus operandi pero quién sabe. Un mundo centrado en la literatura, en la creación, en mezclar esta con la realidad porque, al fin y al cabo, todo es literatura, todo pasa por el filtro de la ficción, y ni siquiera lo que nos acaba de ocurrir hace un rato es absolutamente real o tiene una sola manera de contarse.
Así que, como esas películas que te advierten blanco sobre negro en los primeros fotogramas que la trama es absolutamente original, y que cualquier parecido con la realidad de lo que allí suceda es pura coincidencia, La flor del rayo nos avisa desde la cita inicial, de Vila-Matas, de que todo todito lo que habremos de leer es pura invención. Que no es ni siquiera eso que ha dado en bautizarse autoficción. Aunque el narrador-protagonista se llame como el autor y sea escritor y haya ganado el Premio Biblioteca Breve. Aunque viva en Almería y tenga en los libros su refugio y hable del temible bloqueo ante la pantalla y reconozcamos en su voz y su interés por la parodia y las elucubraciones metaliterarias al autor de Un hombre bajo el agua o Mi padre y yo. Un western.
Creo que por ese guiño conocido, explotado con anterioridad, pero no por ello menos interesante, he disfrutado tanto de la investigación giliana en busca de un nuevo argumento. Porque a quienes pretendemos escribir nos gusta hablar con insistencia y devoción sobre el oficio, descubrir y describir las obsesiones de vivir en una realidad paralela, ahora que está tan de moda el concepto del multiverso. No sé si también justificar los sacrificios que supone, los abandonos que podemos sufrir de nuestro entorno (padres, pareja, amigos si los hubiere), la falta de comprensión por lo que hacemos. Dejar de vivir para vivir, aunque parezca un sindiós. Porque la vocación es lo que tiene. Mucho amor, pero, sobre todo, mucha soledad.
La historia es bien sencilla. Un escritor llamado Juan Manuel Gil, paseando con su perro, se topa con una imagen muy literaria. Una ambulancia que se marcha. Un hombre que llora ante una puerta. La escena lo conduce a bregar con unos ingredientes sobre los que cualquiera podría escribir una historia. Una casa. Un jardín. Una mujer. Un niño. Un pozo. Elementos simbólicos donde los haya, prometedores. A eso se añade el hecho de que el nombre del personaje coincide con el del autor, que contribuye a lograr lo que uno busca en la literatura y no siempre es fácil de conseguir: verdad, veracidad y verosimilitud, que, teniendo la misma raíz léxica, no significan lo mismo.
Otro gran aporte del escritor almeriense es siempre la naturalidad y fluidez de sus diálogos. Buena parte del libro es una reproducción de palabras pronunciadas, como un guion de cine o un texto teatral. Un hombre hablando con su entorno. Pero es que la investigación de los protagonistas de Gil está hecha muy a menudo de entrevistas y preguntas. Es así como asistimos al nacimiento de la novela y a ciertos descubrimientos que quizás no nos gusten demasiado.
Y es que el narrador-protagonista que se nos dibuja es capaz de saltarse todas las reglas por conseguir lo que quiere: grabar las conversaciones con su terapeuta, perder una casa y una pareja, desligarse de la realidad, no distinguir sus límites, lo que no deja de ser una especie de locura o enfermedad quijotesca, y eso me lleva a pensar que esa parodia que es este libro no deja de ser sino una herramienta eficaz para, desde el humor, cierta caricatura y el siempre útil y difícil de manejar instrumento de la risa, trufado con hermosos flashes líricos, hablar de cosas profundas, trascendentes, importantes en la vida. Porque verba volant, scripta manent, y cualquier anécdota, transformada en literatura, cobra luz y queda para siempre. Como la flor del rayo en la piel. Algo que no se ve con claridad pero que existe.
Quizás, aunque parezca banal lo que voy a decir para ir terminando, por eso se ha elegido para la cubierta la imagen de Travis-Boludo, el perro del narrador, ese ser simple que le sirve para, a través de su correa, mantenerse unido a la realidad. Él lo acompaña en sus paseos de aproximación, permanece vigilante en la oscuridad del jardín durante las conversaciones con la mujer. Sencillamente vive. Todo lo contrario que ese tipo ensimismado que lo acompaña, empeñado en ver hombres llorando donde no los hay, destapar pozos dentro de casas y jardines que parecen «un recuerdo que alguien olvidó aquí». Quedaría por preguntarnos qué existencia es más plena, si la que llevamos en el día a día o la que inventamos. Tal como están las cosas, prefiero no indagar demasiado.
La flor del rayo (Seix Barral, 2023) | Juan Manuel Gil | 416 páginas | 20 euros |