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Al Village Vanguard desde el Mardi Gras

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Historia del jazz

Ted Gioia

Turner, 2012. Colección «Noema»

ISBN: 978-84-7506-548-9

606 páginas

34,90 €

Traducción de Paul Silles

 

 

Coradino Vega

Mientras el pionero cornetista Bix Beiderbecke fue expulsado del instituto y apenas aprendió a leer música, el reformatorio pulió el talento natural de Louis Armstrong y lo salvó de una brillante carrera como delincuente. Por su parte, el virtuosismo armónico del pianista de jazz más reconocido por los pianistas de jazz de todos los tiempos, cristalizó cuando Art Tatum se había vuelto prácticamente ciego. En el periodo dorado de las ‘big bands’ en las que no debía sobresalir ningún individualismo, Fletcher Henderson contó entre otros con Coleman Hawkins, Lester Young, Ben Webster o Benny Carter al saxo, y con Roy Eldridge y el propio Armstrong a la trompeta. Atildado, reservado pero no distante, con una expresión impecable hasta en las evasivas, educado hasta la ostentación, elitista pese a sus tendencias populistas y dado siempre a los cumplidos, las frases grandilocuentes y las respuestas más mesuradas ante las preguntas peor intencionadas, Duke Ellington fue un autodidacta que comprendió mejor el jazz que lo que hubiera podido enseñarle cualquier libro de texto, anticipó la mordacidad de Theolonius Monk o Cecil Taylor desde su preferencia por lo insólito, e hizo más que nadie, con la sola excepción quizás de George Gershwin, para equiparar la música popular a la música culta. Cuando Benny Goodman iba a empezar su célebre primer concierto en el Carnegie Hall y le preguntaron “¿Cuánto tiempo quieres para el intermedio?”, contestó: “Ni idea. ¿Cuánto tiempo tiene Toscanini?”. Más tarde, haría un esfuerzo contranatura para asimilar el bebop pero, vencido por aquella fuerza juvenil que le era ajena, reconoció: “Es sólo ruido. Sus intérpretes no son verdaderos músicos, sólo lo fingen”, poniéndose a la altura de Armstrong, que dijo a su vez: “Todos esos acordes extraños no significan nada, no hay ninguna melodía que se pueda recordar ni ningún ritmo que se pueda bailar”. Posiblemente no ha habido cantante con una capacidad mayor para dar hondura al contenido lírico de una canción mediante su expresividad oscura cargada de sensualidad que Billie Holiday, cuya cuenta bancaria arrojaba el saldo de setenta centavos en el momento de su muerte, pero en cuya pierna los encargados del hospital que atendieron su cadáver hallaron setecientos cincuenta dólares sujetos con esparadrapo como la mejor metáfora de una superviviente constantemente traicionada por sus allegados. Los ademanes excéntricos y la jerga al hablar de su compañero Lester Young debían más el mecanismo de defensa de un hombre sensible y tímido que al supuesto afán de modernidad que celebraron en él los escritores de la generación ‘beat’. Charlie Parker fue un niño mimado y consentido por una madre que le adoraba y que, al enterarse de su muerte, dijo desconsolada: “Ese chico era lo único por lo que yo trabajaba, lo único por lo que vivía”; a los dieciséis años ya se había casado, su mujer estaba encinta y trabajaba como músico profesional; tiempo después, tras una desafortunada grabación en Los Ángeles, Parker deambuló por el vestíbulo de su hotel desnudo, por la noche incendió su habitación al quedarse dormido fumando, la policía lo arrestó por la fuerza y acabó en el State Hospital de Camarillo. El día de su muerte, sin conocer la fecha de nacimiento del paciente que acababa de fallecer, el médico estimó que aquel cuerpo debía de tener entre cincuenta y sesenta años cuando, en realidad, ‘Bird’ sólo tenía treinta y cuatro. Dizzy Gillespie, en cambio, fue criado por una madre indiferente y un padre que les pegaba todos los domingos por la mañana. Charles Mingus creció junto a una madrastra devota, partidaria de la flagelación espiritual, y un padre también violento que simplemente repartía palizas terrenales; en 1958, intentó ingresar en el hospital mental de Bellevue llamando ingenuamente a su puerta y, aunque sólo buscaba consejo, lo encerraron enseguida. Educado en un ambiente acomodado de St. Louis, Miles Davis dio siempre la impresión de una dureza callejera más propia de los barrios bajos; automarginado por vocación, llegó a estudiar en la Juilliard; consolidado como puntal del bebop, abandonó radicalmente su estilo para convertirse en el padre de una música de perfiles suaves que nada tenía que ver con su carácter. A pesar de que eran dos pianistas muy distintos, Monk y Bud Powell se admiraban mutuamente, fueron amigos y compartieron la tendencia al enigma, la reserva y el desequilibrio psicológico; tras una extraña actuación en un club de Boston, Monk se quedó sentado en su banqueta, inmóvil e impasible, durante más de veinte minutos, hasta mucho después de que sus músicos hubieran abandonado el escenario. En lugar de acceder a proyectos musicales comprensibles para el oído de un público más amplio, Ornette Coleman trabajó como mozo de ascensores en unos grandes almacenes y Cecil Taylor como lavaplatos incluso tras conseguir la fama.

De estas y otras semblanzas biográficas se nutre la monumental Historia del jazz de Ted Gioia reeditada con poco esmero corrector por Turner, un libro que añade su erudición y entusiasmo divulgativo a una contextualización rigurosa explicada con una claridad compatible para el experto y el aficionado. Consciente de las dificultades que entraña sistematizar una música tan anárquica, Gioia trata de huir de las generalizaciones y el trazo grueso, de la rigidez de las categorías que siempre se fijan a posteriori, tomando como metodología la desmitificación —como hace por ejemplo al abordar la vida de Billie Holiday—, la ecuanimidad ante las fricciones de estilos y, de una manera que recuerda en parte a la de Alex Ross, un enfoque de la música lo suficientemente amplio para trascender sus difusas separaciones internas sin prescindir nunca de los referentes históricos, socioeconómicos e incluso tecnológicos. No resulta fácil delimitar las fronteras del blues originario respecto al ragtime o la herencia de las danzas de esclavos que, en el siglo XIX, se representaban en la Congo Square de Nueva Orleans. Pero sin duda la africanización de la música popular americana interpretada en principio por los negros de las clases inferiores bebe tanto de los rituales tribales transportados en barco al Nuevo Mundo como del crisol de elementos franceses, españoles, caribeños y criollos inherentes a los bailes de máscaras del Mardi Gras. La música y los relatos tradicionales resistieron mejor a la emigración que la familia, el hogar y las posesiones. Y junto a la improvisación rítmica —no ha habido música que haya sabido sacar mejor su detritus de la vida cotidiana que esta que convertía a los compositores clásicos de la época, en cuanto a polifonía de percusión, en neófitos comparados con cualquier intérprete callejero—, los himnos y cánticos espirituales quedan marcados por la congoja de la pérdida y un lamento sin autocompasión por la dureza del trabajo, pero también por la ilusión liberadora de lo que pudiera hacerse a partir de ese momento.

Sin títuloTed Gioia dedica el primer capítulo a rastrear con demora las huellas de la prehistoria del jazz para detenerse luego en los tres grandes centros de su nacimiento. Las bandas de metal tocaban en cualquier acto funerario o festivo en la Nueva Orleans de principios de siglo XX, y la música sucedía como correlato de la exuberancia decadente de la ciudad en barcos de vapor, burdeles e iglesias baptistas. Pronto la expansión del ferrocarril, la Gran Depresión, la radio y el segregacionismo sureño alimentaron la diáspora negra y trasladaron el protagonismo al Chicago de los años veinte, donde Louis Armstrong, con su cálido vitalismo capaz de transformar un canto fúnebre en una oda a la alegría, se convirtió en el regicida que puso fin al jazz de Nueva Orleans inaugurando la era del solista. Pero a finales de la década del veinte el centro gravitatorio había vuelto a cambiar de tierra de promisión y ahora eran las ‘house rent parties’ de Harlem, en su condición de símbolo de la precariedad, las que albergaban los primeros gérmenes de combos en incómoda tregua con ese otro Harlem erigido en enclave de la mayoría de edad afroamericana y la autosuficiencia cultural de los intelectuales de la raza oprimida. De esas sesiones, a ritmo de boogie-woogie y ‘stride’, datan los combates masculinos por una exhibición de la superioridad técnica que configuraría en parte la estética altanera de los instrumentistas de jazz que celebra lo eterno en los aspectos más intensos del presente. Por entonces surge el candoroso estilo vocal de Ella Fitzgerald, la maestría de Tatum o las pautas para tocar el saxo tenor que fija Coleman Hawkins. El Cotton Club se convertiría en el Carnegie Hall para quienes no podían actuar en el Carnegie Hall. Mientras, con el fin de la ley seca, en el centro de Manhattan, las salas de baile, el espíritu de Tin Pan Alley, los musicales de Broadway y los espectáculos de ‘varietés’ anuncian el periodo de esplendor de las ‘big bands’ y del swing, un estilo populista con pocas pretensiones intelectuales. Más accesible que las pinturas de paisajes de Duke Ellington, el rotundo éxito de Benny Goodman —cuya infancia en las calles de Chicago recuerda a la de Saul Bellow y cuya fama prefiguraría los estrellatos del rock— supuso la consagración de una edad de oro en la que fue posible alcanzar el máximo nivel artístico sin perjuicio de la comercialidad antes de que, como en la historia de cualquier arte, empezaran a sucederse las tendencias progresivas y regresivas a ritmo de conflagraciones. Por aquel tiempo, Kansas City se había convertido en el precedente de Las Vegas amparando a toda clase de mafiosos y espíritus disolutos y, antes de que el alcalde Tom Pendergart fuera condenado por evasión tributaria, supuso la cuna de un modo de tocar jazz cuyo máximo exponente fue Count Basie pero también de la fluidez, el fraseo alegre y sereno, el estilo camerístico y la creatividad introvertida de Lester Young.

A diferencia de lo que pudiera pensar el lector que se adentra con posterioridad en la evolución de la literatura, la pintura o la música, las corrientes no se suceden nunca a golpe de rupturas bruscas. Ni los antepasados fueron tan poco modernos como sus sucesores se empeñan en demostrar, ni las vanguardias parten por lo general de cero. El bebop buscó la experimentación con vehemencia, pronto se convirtió en la primera representación ‘underground’, dio forma musical a la ideología de la modernidad, pero la mayoría de ‘beboppers’ se habían educado a base de ‘standards’ en el seno de las ‘big bands’. El nuevo estilo que surgió en torno a los clubs de la Calle 52 contrapuso la figura de culto al consumo de masas y, en una época en que la aceptación del jazz estaba barriendo los Estados Unidos, la última generación de músicos negros anterior a la aprobación de la Ley de Derechos Civiles se alejó cada vez más, con sus rápidas líneas improvisatorias y su complejo e incisivo sonido de queja, del ‘mainstream’ de la cultura popular. Hay mucho de ‘épater le bourgeois’ en esa especie de desafío a la limitación social de los afroamericanos, pero la economía de medios de Charlie Parker bebe en principio tanto de la de Young, como su posterior energía concentrada y cortante se nutre, en su empeño de crear “una música culta con la carga emocional de un grito de guerra”, de su admirado Stravinsky. La nómina del quinteto que actuó bajo sus órdenes en el memorable concierto en el Massey Hall de Toronto en 1953 quizás sólo pueda ser equiparada a la que, años después, grabaría Kind of Blue con Miles Davis. Pero, sin duda, tras el divorcio con el swing y la desintegración de las bandas de formato grande, a partir de los años cincuenta el jazz empezó a quedar relegado a los ‘outsiders’, bohemios, ‘beatniks’ y jóvenes que acudían a los clubs urbanos por las noches, hasta convertirse en la subcultura minoritaria que es en la actualidad. Con no poca insistencia, a esa desintegración paulatina contribuiría la crítica especializada que, como sucederá con intransigente frecuencia a partir de los sesenta, se mostró recelosa, cuando no despreciativa, respecto a la naturaleza artística de cualquier músico que obtuviera un amplio número de seguidores entre el público profano.

El primer paso para la deflagración con la que cierra Ted Gioia este libro apasionante, que puede servir tanto de introducción como de vademécum, partió de las reacciones al bebop. Junto a los intentos de retorno a Nueva Orleans, del noneto que formó Miles Davis tras sus colaboraciones con ‘Bird’ surgió el denominado ‘cool’ perfeccionado por el Modern Jazz Quartet y exportado a la costa oeste por Stan Getz, Gerry Mulligan o Chet Baker. Las luchas entre los seguidores de un estilo y otro fueron tan virulentas y fratricidas como las de cualquier rama del arte. “La fragmentación ha sido la constante maldición —disfrazada de bendición— del siglo XX”, dice Gioia. Y añade: “Después de todo, ésta fue una época que comenzó con los físicos enfrentados por la idea de que la continuidad fuese sólo una probabilidad estadística —una premisa que artistas de todo tipo adoptaron con rapidez—. ‘Estos fragmentos he reunido ante mis ruinas’, proclama Eliot hacia el final de La tierra baldía. ‘No lo puedo hacer coherente’, anuncia Pound hacia el final de sus monumentales Cantos. Estas aseveraciones, con su relativo fatalismo, podrían constituir también el lema del programa estético del jazz moderno. De hecho, Mingus fue lo más parecido que tuvo el jazz a un Ezra Pound”. En medio de ese caos, sobresalen los vaivenes de Davis, la energía entre despiadada y mística de John Coltrane o los islotes de talento original que fueron Bill Evans y el propio Charles Mingus. No es de extrañar que un alma sensible como Sonny Rollins, cuya autocrítica excesiva y baja autoestima le impidieron apreciar el valor del flujo de consciencia joyceano que parecía emanar de su saxo, se replegara en largos periodos de silencio y desaparición. Las dudas sobre sí mismo de Rollins eran en muchos sentidos las ansiedades que sentía toda una generación en su lucha por abrirse camino entre ese pandemónium. Algunos buscaban aún más, un movimiento transfigurador, la inminente “gran novedad”, pero el jazz parecía por el contrario condenado a la pluralidad —si es que realmente puede hablarse de condena y no de bendición—, a una situación en la que las “grandes novedades” habrían de llegar e irse a un ritmo vertiginoso: hard bop, soul jazz, funky, jazz eléctrico, flirteos con el sonido Motown, jazz rock, fusiones de todo tipo, pastiches paródicos posmodernos a lo John Zorn.

Sin embargo, como en cualquier otro arte también, quienes conciben la historia sólo como la sucesión de progresos más o menos auténticos vieron en el ‘free jazz’ y en sus paralelismos con el ‘bop’ el anhelado “siguiente paso”. La libertad fue un término de fuertes implicaciones políticas a principios de los sesenta, no la palabra vacía de los fundadores de la patria; de hecho, resultaría difícil hallar un concepto más explosivo, más rebosante de profundos significados y emociones durante los años que siguieron a la desobediencia civil de Rosa Park. Más allá de de la liberación de las estructuras musicales y las formas compositivas, no se puede entender el ‘free jazz’ sin tener en cuenta ese intenso cambio cultural de la sociedad americana. Pero convertir esa música en lo que un crítico denominó, con la encendida retórica marxista tan de moda por esa época, el “voto de ‘no confianza’ en la civilización occidental y el sueño americano”, la relega a un papel secundario, utilitario, valorada más por lo que simbolizaba que por lo que realmente fue. Siempre había existido en el jazz un trasfondo de testimonio político. La atonalidad había aparecido mucho antes de que los radicales torbellinos emocionales de Ornette Coleman y la genialidad obsesiva de Taylor la volvieran la cuestión crucial. Y como con toda expresión que haga del ruido y la furia su seña identitaria, no tardó en aparecer el mesías que prometiera la recuperación del paraíso perdido. El neotradicionalismo encontró a su guardián, a su apóstol, a su propagador, promotor y mejor publicista en la figura precoz de Wynton Marsalis, cuyo cerrojazo al frente del Lincoln Center evoca demasiado la recurrente idea, una vez más, del final de la historia.

El enfrentamiento con la tradición del jazz —bien con respeto, como Marsalis y compañía, bien a la manera irreverente de Zorn— parece ser el dilema del que no puede escapar el improvisador del presente. Según Gioia, es la tarea más grande a la que se ha de enfrentar cualquier artista de jazz que llega en el avanzado estadio de evolución que ha alcanzado su música. Como quienes aparecen tarde en una fiesta después de que se hayan comido la mejor comida, tienen que conformarse con las migajas. No todos los días surge un Keith Jarrett. Construir un estilo nuevo a partir de esos pedazos puede ser un reto demasiado grande hasta para los que tengan más talento. Pero ¿debemos exigir esa revolución permanente? ¿Es válida la arraigada expectativa de que la música debe ser siempre progresista, siempre mirando hacia delante, siempre haciendo cosas nuevas? ¿No es suficiente con que sea buena? Y si los músicos nuevos se contentan sólo con emular, ¿no será mejor escuchar a Armstrong, Parker o Ellington que a ellos? Esas cuestiones, como es evidente, no son sólo relevantes para el mundo del jazz. A mí en cambio me inquietan poco. Lo que sí me preocupa es que la tendencia del momento imponga lapsos de atención cada vez más breves y uno pueda perderse las maravillas de éstos:

 

admin

4 comentarios

  1. Creo que no hay mejor texto para explicar, en primera persona además, la evolución del jazz por Nueva Orleans-Chicago-Nueva York que «Really the blues» de Mezz Mezzrow. Si no lo has leído, te lo recomiendo encarecidamente, porque da una perspectiva muy auténtica de la cuestión.

    Al margen de lo anterior, creo que das con la clave en tu reflexión final, válida no solo para el jazz sino para la música popular en general. Hace tiempo que las fórmulas se agotaron. Pienso que es mucho mejor rebuscar entre las grabaciones clásicas (que son inagotables) que repetir patrones, una y otra vez, revestidos de una supuesta «modernidad».

    Apabullante reseña, como casi siempre.

  2. Hombre, yo me limito a formular la pregunta que ni siquiera Ted Gioia se atreve a responder. No sé si está todo inventado o no pero, como en la literatura, me parece que la salida tiene más que ver con la mirada intransferible del artista al margen de la moda que con la confusión entre novedad y originalidad. La primera surge a cada dos por tres y dura muy poco; en cambio la segunda, aunque sea más difícil, surgirá siempre, creo yo, por mucho que tenga que soportar la comparación con todos los clásicos bajo el sol. Muchas gracias, Fran.

    • Totalmente de acuerdo, amigo Cora, con una pequeña matización: que yo he dicho que las fórmulas están agotadas, no que todo esté inventado. Ya sabemos que con solo tres acordes se han hecho (y se seguirán haciendo) canciones ‘pop’ maravillosas. Las combinaciones son inagotables… 😉

  3. Desde el inicio de las grabaciones musicales y su difusión vivimos una tendencia a la «museificación» de la música hasta entonces inédita. ¿Cómo competir con Mozart o Ellington?. Afortunadamente en música lo nuevo sale cada vez que se toca. Cuando las condiciones sociales cambien y el peso de la industria no arrastre al público a la tradición, sin duda saldrán los genios.

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