ILYA U. TOPPER | Imagine que usted es joven, hijo de un trabajador muy modesto de un barrio muy humilde, pero tiene buenas notas en el colegio, termina bachillerato con un excelente nivel y obtiene un trabajo de auxiliar en la Departamento de Archivos del ministerio. Ingresa, como es normal, en el octavo nivel, contado desde arriba. Por supuesto, si muestra buenas aptitudes, irá ascendiendo en algún momento. Mientras tanto, puede hacer dos cosas: intentar labrarse una modesta pero agradable existencia con su sueldo de funcionario, casarse con su amor de adolescencia y alegrarse de que ha salido de la pobreza. O puede aspirar a más. A mucho más. A lo máximo.
Lo máximo, eso queda claro desde la primera página, es el sillón en el que está sentado el director general: nivel 1. El despacho. El destino.
Si a usted esto le sugiere cierta reminiscencia a El súbdito, aquella obra maestra de Mann, no, ese no, el otro, el bueno, Heinrich Mann, no va muy desencaminado, pero las diferencias son muchas más que las similitudes. El Diederich Heßling de Mann es un oportunista que quiere alcanzar el poder y la gloria, escalando puestos en el entramado de las redes sociales (entonces no digitales sino estudiantiles, académicas, de taberna) de la derecha nacionalista, haciendo zancadillas a quien deba y pisoteando a quien convenga. Uzmán Bayyumi no es así.
En comparación con Heßling, el Bayyumi de Naguib Mahfuz, funcionario en El Cairo en alguna parte a mediados del siglo XX, es un alma cándida. Quiere ascender, sí, pero estrictamente dentro del marco del funcionariado, y solo utilizará sus méritos propios: aprende inglés y francés, hace traducciones para sus superiores, les escribe discursos, se saca el título de Derecho, se convierte en un funcionario apreciado por su capacidad de trabajo, su estilo, sus aciertos. No se mete en política nunca, salvo para dar la razón a quienes tengan una opinión. Lameculos con sus superiores es un rato, pero no se aprovecha de nadie (quizás porque en el mar gris de funcionarios tampoco hay nadie del que pudiera aprovecharse para destacar). No traiciona a quienes tiene alrededor. Solo se traiciona a sí mismo.
Siete años tarda Uzmán Bayyumi para acceder del octavo grado al séptimo; hagan ustedes el cálculo. Pero nunca flaquea. La meta está ahí, y en ella pone todo su empeño, dejando por el camino cualquier cosa que pudiera despistarle. Sobre todo el amor. El sexo no: para eso está Qadriyya, prostituta, y la copa de vino espantosa que toma en la habitación con ella, año tras año. Quizás Qadriyya sea su única amiga. Una amistad de pago.
Esta relación de sexo y vino desde luego no impide que Uzmán Bayyumi sea un hombre profundamente creyente que acude a la mezquita todas las veces que haga falta para mostrar a todos su devoción y su vida recta. ¿Un hipócrita? Quizás ni eso: él mismo se ha creído su papel.
Donde flojea la novela es en su linealidad: aquí solo hay un personaje, un protagonista; los secundarios, salvo Qadriyya, tienen un perfil esquemático, en algún caso casi se podrían confundir. Mahfuz no ha escrito una obra de matices sociológicas, y mucho menos de crítica social o sátira, sino algo más similar a una nouvelle, un relato largo centrado en un solo punto: el ascenso. Y la pregunta hasta dónde uno debe sacrificar la propia vida por una ambición, a qué se puede renunciar con tal de no renunciar a la victoria.
Esa grisura de los secundarios suscita otra pregunta: ¿cuál sería esa otra vida a la que renuncia Uzmán Bayyumi? ¿Cuál es la felicidad que los demás viven y él no? Mahfuz no plantea esta cuestión, no coloca un contraplano consciente; quizás pensaba que la propia habitación de sus lectores egipcios daba abasto.
Y solo hacia el final hay unos párrafos sobre el sistema de funcionariado como bien supremo, una idea que tiene una larga tradición en Egipto, desde los faraones, pero solo aparece tangencialmente aquí: Bayyumi no tiene el espírituo (prusiano se llamaba antes) de obrar para el bien común de la nación, incluso si eso implica oponerse a sus superiores. Bayyumi solo quiere ser una ruedecita en el mecanismo. Pero una ruedecita grande. Es una ambición abstracta.
No hace falta que les cuente el final.
Aprovecho el espacio para un llamamiento general al muy respetable gremio de los ilustradores de portada: ¿Es necesario colocar un minarete con celosías a una obra que transcurre casi íntegramente en los adustos salones y pasillos de un archivo ministerial —aparte de una muy austera habitación de soltero y un casa de putas— solo para dejar claro que estamos en Egipto? Tengan en cuenta que Mahfuz dejó medio centenar de obras… Desde luego, es habitual: no hay prácticamente ninguna novela de Orhan Pamuk que no presente alguna mezquita de Estambul en portada, (aunque afortunada ya no se ha repetido lo de poner dunas de desierto para ubicar una novela situada entre los riscos nevados de Anatolia). Seguro que ocurre en todas partes, desde luego; no me sorprendería encontrarme una edición rusa de Pedro Páramo con un dibujo azteca en la portada. Pero desde hace año y medio ya sabemos el término exacto para el concepto Mal de muchos: pandemia.
Un señor muy respetable (Gallo Nero, 2021) | Naguib Mahfuz | 208 páginas | 19,00 euros | Traducción: María Luisa Prieto