Javier Lucini
Mono Azul Editora, 2009
ISBN: 978-84-936469-6-7
496 páginas
20 €
Manolo Haro
El pasado año la Academia sueca volvía a trastocar cábalas y augurios en torno al Nobel de Literatura otorgando esta distinción a una autora, Herta Müller, en cuya obra los académicos valoraron su “capacidad para describir el paisaje de los desposeídos”. Leí En las tierras bajas, donde se ofrecen estampas de episodios ambientados en la Rumanía de Ceaucescu ligados espacialmente a los alrededores de Timisoara. La justicia poética que se le supone a este tipo de decisiones por parte de la Academia tiene más que ver con un ajuste de cuentas con la historia (no precisamente literaria) que con lo eminentemente artístico. Todo esto viene a cuento porque, tras la lectura de Apacherías del salvaje oeste de Javier Lucini, no he podido evitar pensar en unos desposeídos (los Apaches y demás tribus) que apenas cuentan con voces directas y vibrantes que hagan justicia a tantos desmanes. Este extraño, hermoso y atrevido volumen publicado por Mono Azul Editora viene a saldar cuentas con el pasado de una cultura ágrafa, con escasísimas huellas que se alejen del edulcoramiento, de la falsa épica y de las lecturas sesgadas, brindando además una excepcional forma de acercarse a la historia de los Apaches.
El origen de la obra está en la traducción que el propio autor realizó de las Memorias de Gerónimo. Salvar del olvido un momento histórico que, como el mismo jefe apache sospechaba, era el canto del cisne de su cultura. Salvarlo para que la voces no se apagaran y los jóvenes no terminaran (como así lo hicieron) sucumbiendo en la lucha. No había otro propósito por parte del apache cuando las dictó. Lucini se agarra a este cabo y a su vasto conocimiento de la historia apache para construir una obra poligenérica con una prosa ágil que serpentea entre la condición de diario, libro de entrevistas, apuntes de viaje, novela flotante, poema épico de los vencidos o vademécum de nómada. Pero sólo cabe un estado del alma para cruzar esta noche apache: la ironía. Que nadie recale en estas aguas con el prejuicio de que se topará con una crónica plúmbea de un exterminio. Muy al contrario: las anécdotas, las notas del periplo americano del propio escritor, las referecias cinematográficas, literarias, pictóricas e históricas iluminarán una lectura que les aseguro gozosa.
A la manera de Magris en su obra El Danubio, vamos recuperando datos que ayudan a construir un relato polifónico en el que hablan exterminados, usurpadores y exterminadores. Ante todo, hay que tener en cuenta que la búsqueda de vestigios apaches no puede resultar tan fácil como mirar en la historia cultural de ese bastión de la memoria centroeuropea que es el Imperio Austro-húngaro. Tal vez por ese motivo, la narración de Apacherías ha de fragmentarse y mirar dentro de las tipis, de las reservas, de los fuertes, de las películas, de los libros, y así dar una imagen poliédrica y a su vez veraz de todo lo que sufrió este pueblo.
El anecdotario de los exterminadores recoge testimonios de sus vilezas: frases como la escrita por el General Sherman en una carta: “Mientras más indios matemos este año, menos tendremos que matar el año que viene”; o el afán reservista del General Miles, que internó a los niños apaches en una escuela de Pennsylvania, despojándolos de su lengua, de sus tradiciones y de sus familias, para que no se convirtieran en “los Gerónimos de mañana”, además de meter a sus progenitores en un vagón hacia un campo de concentración en Florida; o el exterminio de cuatro millones de búfalos en 1874 ordenado por Philip H. Sheridan, para así eliminar la fuente de sustento de “los enemigos malos”.
El uso que se le ha dado a los habitantes del “Meridiano de sangre”, como Cormac Mccarthy dio en llamar al territorio ocupado por estos indios, campa por las despejadas veredas del respeto y de la reivindicación, así como por los sinuosos andurriales de la falsificación y la banalidad. En el primer grupo podríamos colocar al pintor Frederic S. Remington, a los escritores José Martí (defensor de “esa raza esbelta y áurea”), E. Rice Burroughs (primer reivindicador de Gerónimo) y Elmore Leornard (sus historias de apaches eran desechadas por las editoriales por ser demasiado respetuosas con los indios); también al actor Marlon Brando (envió a una joven india en su nombre para recoger un Oscar, aduciendo que no podía aceptarlo por “el tratamiento actual de los indios americanos por la industria del cine […], así como por los recientes acontecimientos de Wounded Knee”, un oscuro hito dentro de la represión de este pueblo). Bastante alejados de éstos desfilaría Buffalo Bill, que con su Wild West Show logró introducir los estertores de un mundo en peligro de extinción en la cultura del espectáculo. Sin ir más lejos, el primer capítulo de sus memorias iba introducido por el epígrafe “Cómo maté a mi primer indio”. Entre otras tropelías realizadas en el cine, Javier Lucini rescata dos anécdotas. La primera haría sonreír al veleidoso Maupassant: en la adaptación de Bola de Sebo, es decir, La Diligencia de Ford, los propios navajos se opusieron a que los apaches hicieran de ellos mismos. La otra cuenta como en la película Shalako, grabada en Almería, tuvieron que echar mano de unos gitanos flacos y mal encarados, ya que los indios de la reserva habían engordado tanto que no habrían logrado dar la talla.
Otro dato amargo de la crónica irónico-sentimental del exterminio lo pone la efectividad con la que gobiernos democráticos han ido aplicando su “política de terminación”, en un afán continuista tras la estela de los generales citados más arriba. De ahí las reservas, la pérdida de identidad, las prohibiciones, la instalación de casinos y tabernas para suavizar la caída hacia la desculturación y la alienación, la presencia del síndrome de alcoholismo fetal, etc.
Creo que los editores de Mono Azul tendrían que cuidar a Javier Lucini. Su trabajo presenta una originalidad y una profundidad desacostumbrada. Le debo unas horas de gran disfrute. Él mismo cuenta que los indios sólo le otorgaban el nombre a un niño tras la primera sonrisa; era en ese momento cuando comenzaba a haber alguien. Vaya por delante mi agradecimiento al autor por todas las sonrisas que me ha regalado.
El origen de la obra está en la traducción que el propio autor realizó de las Memorias de Gerónimo. Salvar del olvido un momento histórico que, como el mismo jefe apache sospechaba, era el canto del cisne de su cultura. Salvarlo para que la voces no se apagaran y los jóvenes no terminaran (como así lo hicieron) sucumbiendo en la lucha. No había otro propósito por parte del apache cuando las dictó. Lucini se agarra a este cabo y a su vasto conocimiento de la historia apache para construir una obra poligenérica con una prosa ágil que serpentea entre la condición de diario, libro de entrevistas, apuntes de viaje, novela flotante, poema épico de los vencidos o vademécum de nómada. Pero sólo cabe un estado del alma para cruzar esta noche apache: la ironía. Que nadie recale en estas aguas con el prejuicio de que se topará con una crónica plúmbea de un exterminio. Muy al contrario: las anécdotas, las notas del periplo americano del propio escritor, las referecias cinematográficas, literarias, pictóricas e históricas iluminarán una lectura que les aseguro gozosa.
A la manera de Magris en su obra El Danubio, vamos recuperando datos que ayudan a construir un relato polifónico en el que hablan exterminados, usurpadores y exterminadores. Ante todo, hay que tener en cuenta que la búsqueda de vestigios apaches no puede resultar tan fácil como mirar en la historia cultural de ese bastión de la memoria centroeuropea que es el Imperio Austro-húngaro. Tal vez por ese motivo, la narración de Apacherías ha de fragmentarse y mirar dentro de las tipis, de las reservas, de los fuertes, de las películas, de los libros, y así dar una imagen poliédrica y a su vez veraz de todo lo que sufrió este pueblo.
El anecdotario de los exterminadores recoge testimonios de sus vilezas: frases como la escrita por el General Sherman en una carta: “Mientras más indios matemos este año, menos tendremos que matar el año que viene”; o el afán reservista del General Miles, que internó a los niños apaches en una escuela de Pennsylvania, despojándolos de su lengua, de sus tradiciones y de sus familias, para que no se convirtieran en “los Gerónimos de mañana”, además de meter a sus progenitores en un vagón hacia un campo de concentración en Florida; o el exterminio de cuatro millones de búfalos en 1874 ordenado por Philip H. Sheridan, para así eliminar la fuente de sustento de “los enemigos malos”.
El uso que se le ha dado a los habitantes del “Meridiano de sangre”, como Cormac Mccarthy dio en llamar al territorio ocupado por estos indios, campa por las despejadas veredas del respeto y de la reivindicación, así como por los sinuosos andurriales de la falsificación y la banalidad. En el primer grupo podríamos colocar al pintor Frederic S. Remington, a los escritores José Martí (defensor de “esa raza esbelta y áurea”), E. Rice Burroughs (primer reivindicador de Gerónimo) y Elmore Leornard (sus historias de apaches eran desechadas por las editoriales por ser demasiado respetuosas con los indios); también al actor Marlon Brando (envió a una joven india en su nombre para recoger un Oscar, aduciendo que no podía aceptarlo por “el tratamiento actual de los indios americanos por la industria del cine […], así como por los recientes acontecimientos de Wounded Knee”, un oscuro hito dentro de la represión de este pueblo). Bastante alejados de éstos desfilaría Buffalo Bill, que con su Wild West Show logró introducir los estertores de un mundo en peligro de extinción en la cultura del espectáculo. Sin ir más lejos, el primer capítulo de sus memorias iba introducido por el epígrafe “Cómo maté a mi primer indio”. Entre otras tropelías realizadas en el cine, Javier Lucini rescata dos anécdotas. La primera haría sonreír al veleidoso Maupassant: en la adaptación de Bola de Sebo, es decir, La Diligencia de Ford, los propios navajos se opusieron a que los apaches hicieran de ellos mismos. La otra cuenta como en la película Shalako, grabada en Almería, tuvieron que echar mano de unos gitanos flacos y mal encarados, ya que los indios de la reserva habían engordado tanto que no habrían logrado dar la talla.
Otro dato amargo de la crónica irónico-sentimental del exterminio lo pone la efectividad con la que gobiernos democráticos han ido aplicando su “política de terminación”, en un afán continuista tras la estela de los generales citados más arriba. De ahí las reservas, la pérdida de identidad, las prohibiciones, la instalación de casinos y tabernas para suavizar la caída hacia la desculturación y la alienación, la presencia del síndrome de alcoholismo fetal, etc.
Creo que los editores de Mono Azul tendrían que cuidar a Javier Lucini. Su trabajo presenta una originalidad y una profundidad desacostumbrada. Le debo unas horas de gran disfrute. Él mismo cuenta que los indios sólo le otorgaban el nombre a un niño tras la primera sonrisa; era en ese momento cuando comenzaba a haber alguien. Vaya por delante mi agradecimiento al autor por todas las sonrisas que me ha regalado.
POST SCRIPTUM: Quiero imaginar a Lucini en el Encuentro Nacional de Poesía Cowboy de Elko (Nevada) de febrero. El correo de aquel mundo llega con cuentagotas hasta el septentrión y, a veces, es bueno esperar a la puerta de la tienda al mensajero. Salud.
Cuando se pone tanto empeño en un libro a nuestro entender fundamental, es glorioso y gratificante leer críticas como la escrita por Manolo Haro en el día de Hoy. De seguro que saliendo de un tipi o de una taberna llena de vaqueros en Elko, hoy Lucini, el apache madrileño que nos convoca en ocasiones, habrá salido con una sonrisa de oreja a oreja con ganas de tomarse una cerveza y lo que haga falta por Gerónimo sobre todo, por él y por sus caballos, que aunque no lo creamos son también los nuestros.
Estimado amigo: como nos gustan las historias que rayan en fronteras que ya no existen. El hombre destruye más que el tiempo. Nos vemos en Nevada.