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Apocalipsina, vía tópica

ILYA U. TOPPER | Se tragó una pastilla de metamorfosina y medio puñado de cápsulas con el nombre comercial de Máquina del Tiempo. Era una tarde calurosa de un día demencial…

Así empieza ‘La metamorfosis’, una de las piezas de Cuentos con mecanismo de relojería de Faruk Sehic (Bihac, Bosnia, 1970), y nos inclinamos a pensar que en la vida real, todos los demás relatos del libro también empezaron así. Me explico: no es raro entre los literatos escribir bajo el efecto de alguna droga, del clásico alcohol para arriba. Conozco incluso a lectores que aseguran ser capaces de determinar mediante un análisis estilístico cuál fue el estupefaciente preferido de un autor.

Yo no llego a tanto: carezco de la necesaria experiencia. Pero la lectura de estos Cuentos… me produce más la sensación de una conversación con alguien que está teniendo un viaje —en alguna ocasión, un mal viaje— que un trabajo literario con precisión de mecanismo de relojería. “Los actores y actrices porno en cuyos orificios podían caber hasta columnas enteras de refugiados, con sus pertenencias, ganado, chiquillos llorando en las mantillas de los caballos…”. Onírico puede ser una palabra para imágenes que se asocian sin ton ni son, y sin que tengan ninguna función concreta en el desarrollo narrativo de un texto; alucinación también.

Sí, el sexo, bajos sus diversas formas —polvo entre amantes, revistas porno, pajas, o incluso su sublimación en forma de solo mirar a una adolescente en el tren— es un elemento constante en estos relatos, más o menos como la aparición de algún reloj caro. Este último detalle es artificial: lo añadió el autor en varios cuentos a última hora para darle cierta coherencia a un conjunto de relatos publicados en gran parte por encargo en diversas revistas durante una década larga, como el propio Sehic aclara en un imprudente posfacio.

Lo que no es artificial es el tono apocalíptico —preapocalíptico, dice el subtítulo del libro— que comparten casi todos los relatos. En algunos de forma explícita, como en ‘El triunfo del olvido’, que habla de un chico que ha quedado solo en una ciudad, un mundo, donde no queda ningún humano. En otros solo insinuado mediante palabras que hacen referencia a seres raros: luminooides, medooides mayoneseros. En alguno, la sensación apocalíptica se sugiere simplemente por secuencias inconexas de imágenes, engarzadas en un ambiente a priori cotidiano —un autobús que recorre Sarajevo— pero sin sentido, sin acción ni argumento, asociando conceptos que invertidos tendrían el mismo sentido: ninguno. Y finalmente hay varios donde el apocalipsis es más cercano, personal, humano: despertarse en un camión con los ojos vendados para ser llevado, junto a decenas de otros, a un prado donde sonarán disparos. Una furgoneta que recorre calles nocturnas y se lleva al azar a transeúntes que acabarán en algún sótano con un interrogatorio que tampoco lleva a ninguna parte, ni pretende averiguar nada, simplemente es un paso para presentar otras figuras, memorias, batallas.

Esto son los Balcanes, por supuesto: imposible sustraerse a escenas de guerra, detención, ejecuciones. Inevitable encontrarse una pieza (‘El rey de las mierdas’) que describa una paja en la letrina de un refugio de milicianos en primera línea del frente, bajo la artillería. Si usted y yo hubiéramos vivido eso, estimado lector, también nos parecería preferible el apocalipsis. Así que quizás no sean las drogas, llega uno a pensar, quizás lo que haya dejado sumergidos en un muy largo mal viaje a toda una generación balcánica, sus escritores incluidos, sea la guerra.

La guerra es  una materia prima, la sangre derramada es tinta para los escritores, pero no todo el mundo la instila sobre la hoja en blanco con la misma maestría que Zoran Malkoc, capaz de dibujar una risa de cadáveres. Faruk Sehic parece haberse quedado en un intento algo forzado de salpicar el papel un poco al azar, a ver qué sucede. Y no sucede mucho. No sucede prácticamente nada en ninguno de los cuentos, salvando el primero, donde al menos hay un diálogo, un polvo y un cigarrillo después, y ‘El tiempo vuela’, donde el reloj tiene función narrativa y las primeras páginas describen un suceso realista —un soldado que le quita el reloj a un abuelo ejecutado poco antes por milicianos irregulares junto a su nieto— antes de acabar, también, entre visiones repartidas un poco al azar de Roma a Ciudad del Cabo. No, no es un apocalipsis en vena. Si es droga, es por vía tópica.

Hablo de esta colección: no he tenido oportunidad aún de leer otras obras de Sehic, aunque a varios jurados les debió de convencer su primera novela, Las aguas tranquilas del Una (2011). Al igual que su poemario Mis ríos (2014). No es del todo de descartar, desde luego, que Faruk Sehic sea un buen escritor y lo que le haya subido a la cabeza no sean las pastillas ni la pólvora inhalada, sino las llamadas de los editores dispuestos a dar salida a cualquier cuento de encargo publicado alguna vez en una revista. No se preocupe de la calidad —le dirían—, una vez que un escritor es famoso, el mercado funciona como un reloj.

Cuentos con mecanismo de relojería  (La Huerta Grande, 2020)  |  Faruk Sehic | 140  páginas | 17,10 euros | Traducción: Miguel Ángel Andreu

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