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Aprender a decir «nosotras»

El agua que falta I

 

El agua que falta

Noelia Pena

Caballo de Troya, 2014

ISBN: 978-84-15451-44-0

192 páginas

13,90 €

 

 

 

Carolina León

Uno de los fenotipos que más alimentan últimamente mi imaginario -y alguno de mis escritos- es el hombre de mediana edad (eufemismo para decir que pasas los cuarenta), con un empleo que soluciona ampliamente su subsistencia (aún existe aunque no lo creas), sin pareja, sin hijos, que es capaz de decirte que no tiene tiempo para dar un paseo o escribirte un mensaje, porque su trabajo lo es todo. Como decía aquella canción de Juana Molina, “come solo, vive solo, lo hace todo soooolo”. Te dice eso sin pestañear, mientras tú completas la jornada habiendo atendido a los tres trabajos que simultaneas para sumar algo parecido a un salario, llevaste y recogiste niños del colegio, contestaste sus preguntas mientras planeabas la cena, fuiste a la compra y tuviste tiempo de pasar la aspiradora. Y a lo mejor hasta de escribir algún que otro e-mail de amor. Mientras pensabas. No es fácil pensar. Pensar es la palabra que hace girar este libro. Pensar con la confianza en que el pensamiento es el generador del espacio común que aún somos capaces de habitar. Para tomar la palabra, para salirse de uno mismo, pensar con el cuerpo, pensar para producir desplazamientos en lo real. Ese “real” que a veces acogota. Ese “real” que nos mantiene tensos y aislados unos de otros, unas de otras. Pensar después de actuar y pensar a la vez que nos insertamos con el cuerpo en el mundo. Con nuestra insignificancia, con nuestra vulnerabilidad. Pero “nuestra”.

Insignificancia y vulnerabilidad con las que ya no es posible derivar por el día, por los espacios de lo cotidiano, por el mercado y los túneles del transporte público sin encarrilar tu dolor o tu preocupación personal en un afuera compartido. En el magma de lo “común”. Es el “agua que falta”, que está ahí, que ha de ser nombrada, que es hora de sacar de su privado sentido, porque en algún punto de la historia se nos sustrajo la palabra “política”. Pero en otro “despertamos”. O al menos el “nosotros” del que Noelia Pena se hace voz y desde el que redacta este libro de textos para el pensamiento –con fragmentos, sueños, breves relatos, fábulas y reflexiones, sentencias de una frase, una especie de “libro del desasosiego” para los tiempos que vivimos, formulado contra el aislamiento y a favor de elaborar pensamiento para combatir la desidia, la apatía, el miedo. Para producir mundo.

«Conocí» a Noelia hace años. Conocí, en verdad, a su ‘alter ego’ @anfigorey, de quien no sabía ni nombre, ni situación, ni sexo, y desde entonces su forma de abrir la palabra y tomar el pensamiento ha acompañado mis propias reflexiones. Me “ha dado voz”. Mucho antes de este libro he aprendido a pensar con ella, así como con otros. Y, en consonancia con cómo se deja ver -cómo se “revela” en su pensamiento, tanto en twitter como en el blog que escribe para el periódico Diagonal-, El agua que falta es un libro de entera generosidad. Sea o no “lícito” pensar desde el “nosotros”, la apuesta es diluir la identidad en busca de un discurso que sea lo más distinto posible a la “derrota” (“Derrota es pensar que no queda nada por decir”), y así, ella abre todo el tiempo la mano, desarrolla reflexiones sin certezas ni palabras grandilocuentes, y se hace sitio en la inabarcable zona gris de lo que “dejamos de decir” para hacerse con la voz: “Repito que «no sé cómo se empieza a hablar«. Pero sé que somos muchas las que arañamos tiempo y arañamos vida, en nuestros sótanos, dentro de nuestra tripa. Y hablaremos. No seremos devoradas por el miedo”.

Ella sabe que no es un problema de “conciencia” de ese nosotros, que “estamos desvelados”, que es un proceso degeneradamente largo de sustracción del mundo, y que podríamos continuar para siempre en el baile de la impotencia si no empezamos a tomar la palabra. “Nuestras luchas siempre son más inmediatas”, afirma, pues de nada sirve indignarse día sí día también por recortes consecutivos si has decidido seguir siendo un mierda con tu entorno inmediato. Y, a pesar de la urgencia, Pena sabe que no nos hace ningún bien correr y perder el poco aliento que tenemos en quince minutos. “Un espacio y unos tiempos propios son las condiciones para pensar”. Se puede continuar viviendo como aquel fenotipo del principio, por supuesto, pero este “nosotros” ya nos hemos fugado. Y no es escapismo ni hedonismo (aunque pueda serlo en un nuevo sentido): “La fuga no puede situarnos en un afuera -imposible en un capitalimo definitivamente globalizado- pero sí quizá permitirnos alcanzar una distancia desde dentro”.

A pesar del tono algo melancólico que flota por todo el libro -quizá la cosa gallega- es un libro de un optimismo vírico, como el que llega cuando se abren todas las ventanas de una casa cerrada; y también es uno que, por otro lado, no quiere escribir invisibilizando lo que nos ata, lo que nos consume. “Era difícil confiar en que todo iba a salir bien cuando había que limpiar a fondo el horno”. Si una pensadora es capaz de hablar de la muerte, del amor, de bichos o limpieza doméstica, de relaciones de pareja y de miedo al cáncer, mientras nos abre las ventanas, ésa es una que a mí me merece la pena leer.

El desenlace en realidad fue, pienso en silencio mientras sonrío, haber empezado a hablar.

Y, entre las muchas citas igual de reveladoras, me la hago favorita. Porque yo también me he encontrado pensando en silencio con una sonrisa -como estoy ahora mismo escribiendo esta reseña-, dándole sopapos al miedo y la parálisis. Ésa es toda la certeza que se puede encontrar en su pensamiento y no es poca: ser palanca. Y ésa es la que cabría esperar de todo pensamiento (no diré “útil” para no ganarme alguna regañina, sí diré “necesario”). Es imperativo rebuscar fuera de los caminos transitados y las disciplinas acomodaticias (también la disciplina del miedo lo es) para abrir la boca e introducir la palabra: “No es necesario contraargumentar ni contestar por más tiempo a preguntas retóricas”, basta ya de estar en contra, basta de repetir argumentos culposos, lamentos de cocodrilo, gestos vacíos. Empezar a estar al lado, unos de otros, en ese “nosotros” que toca rellenar de significación y, en fin, dibujar con tímidos, inseguros aleteos ese “agua que falta”, que nadie nos la va a venir a dar.

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