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Arañazos

JORGE ANDREU | Las doce y media de la mañana. Pido un café donde siempre me dedico a la lectura. «Me propongo escribir un cuento sin que se note que soy mujer» (pág. 165), dice el único relato que me queda, y entonces pasa.

Me resulta impensable que ciertos críticos, para rechazar la literatura de los últimos años escrita por mujeres, recurran al simple hecho de que son mujeres las que escriben con la temática de siempre, sin que ninguno de ellos se haya metido quizás a leer un solo libro para comprobar si hay fuerza dentro. Porque a veces la hay, a veces, como en todo, sin que esa supuesta condición femenina condicionante de un resultado determine el tema o el tono. No, hay mucha potencia en el libro ganador del 57º Premio de Libros de Cuentos Fundación MonteLeón, Cárceles de azúcar, cuya autora, Xenia García (Sevilla, 1975), también se hizo casi de manera simultánea con el XXIII Premio de Novela Fernando Quiñones el año pasado por su obra Kudryavka. Perra de pelo rizado. Ahí es nada. Ambas piezas complementarias son una muestra del zarpazo que supone la literatura de la autora sevillana para el lector, una tunda de arañazos inesperados que sobrevienen para dejar cicatriz.

Y es que el tono de Cárceles de azúcar es el de una voz que no se conforma con el mundo, que lucha por someter a sus personajes a la evidencia de sus propias debilidades y a la duda de hasta qué punto eran virtudes lo que así consideraban. Ser un hombre como Dios manda, llevar tacones, someterse o no a un jefe, cuidar de nuestros mayores, jugar con una muñeca, son situaciones a las que se enfrentan sus personajes en este despliegue de caminos que se abren hacia lugares remotos, hacia tiempos remotos, para luego volver a cruzarse. Es un tono agresivo el que predomina en esta colección dividida en dos secciones de nueve cuentos cada una, simbólicamente tituladas «Ceros» y «Unos», en una reflexión contra una realidad de clasificaciones binarias.

Abre la colección una conversación donde la propia Xenia interviene como parte (binaria) del proceso en una aparente improvisación dialogada que da como resultado un cuento de lo más espontáneo donde la realidad y la ficción se funden y se confunden. A través de esa reflexión el lector se adentra en las vidas de personajes comunes a los otros relatos que se enfrentan a la dureza de los juicios y las apariencias. El dominio de la técnica narrativa, a veces en segunda persona −el segundo cuento, «Hay veces que sí pero no», es una buena muestra de ello−, hace que la autora trace una biografía de cada personaje decidido a llevar la contraria a la sociedad. También brilla la primera persona en buena parte de los relatos («Laocoonte», «Cárceles de azúcar», la secuencia dividida en cuatro estaciones de «Caída libre» o el espléndido «Kudryavka») con una aparente sencillez que convierte la lectura en una verdadera experiencia estética donde uno se siente vapuleado en cada pieza. Hasta que el relato conclusivo y su marco narrativo, donde todo vuelve a juntarse, proyectan una imagen completa como la de un cuadro cuyo deleite se duplica por analizar la propia composición.

Mención aparte merece, a mi juicio, la «Caída libre» que vertebra el libro de cabo a rabo. Dividido en cuatro estaciones, aparece insinuándose entre otros relatos para formar un relato largo que parece cerrado al final de cada parte y que adquiere un nuevo sentido conforme avanza en paralelo al resto del volumen. Tanto es así que una segunda lectura del primer “movimiento” de esta especie de sinfonía ya no ofrece el mismo significado una vez leídos los cuatro. Y no es precisamente un relato de los que hablan de los beneficios de ser madre, como parece apuntar cierto sector de la crítica que achaca esta temática a lo que han llamado literatura “femenina”, adjetivo o apellido que sirve más de menosprecio que de calificativo.

Tampoco el tremendo relato «Kudryavka», muy por encima de todos, sobre esa niña que es fea y lo sabe, y tiene la ambición de jugar con una muñeca en un país desolado, el de una casa llena de hermanos. Conexión directa con su novela pero como una muestra en pequeño, se trata de uno de los cuentos más logrados de la colección. Esta niña Pepa vive un seis de enero que condicionará su vida y la de otros personajes que aparecerán más tarde. No quiero desvelar, sólo destacar que este discurso de niña enfadada con el mundo, en una rabia justificada, es una pieza excelente para leer en voz alta, y suena como el rock más agresivo, dureza y belleza simultáneas que contagian.

Estamos, por tanto, ante una muestra de un ejercicio vertiginoso de estilo, donde se juega con la literatura para hacer literatura, se juega con el personaje para dejar asomar los complejos y las verdades más afiladas, se juega con el lector para hacer que el tiempo no pase.

Porque desde el momento en que abro el libro para bucear en el último relato, transcurren los minutos sin notarse y el café que me ha servido la camarera se enfría. Niño, el café, ha dicho hace un momento. Son las doce y cincuenta y cinco. No sé qué vale más, que me llame niño o que se enfríe el café, pero mientras tanto siento que dentro del libro el tiempo no ha pasado. Y esa es en arte la señal decisiva.

Cárceles de azúcar (Eolas Ediciones, 2022) | Xenia García | 190 páginas | 16 euros

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