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Árbol con muchos frutos

mine-hahaSARA MESA | “-¿Y la otra?-pregunté finalmente angustiada.

-¿La otra? Ésa quería escapar. Quiso escalar el muro para salir. No lo sé con certeza. Lo que sí sé es que ni Irma ni Margareta han salido en su vida del parque y que jamás saldrán. Esa es también la razón por la que son tan feas.”

En la genealogía de escritores transgresores, polémicos y anticipados a su tiempo hay que incluir sin duda al alemán Frank Wedekind (1864-1918), uno de los dramaturgos mejor dotados para la creación de personajes femeninos potentes y con personalidad propia, seres vivientes -y sufrientes- que cuentan con un protagonismo real y no se limitan a ser sólo palanca para la acción de sus compañeros masculinos. Creador de Lulú, la mujer rebelde de sus primeras obras que inspiró la ópera de Alban Berg, a Wedekind no le tembló el pulso a la hora de hablar de sexualidad y mujer en sus piezas dramáticas y novelas, hasta el punto de que muchos lo consideran un precursor del feminismo moderno: pienso ahora en una obra de 1910, Franziska, cuya protagonista, parodiando al Fausto de Goethe, vende su alma al diablo para escapar al matrimonio y poder vivir con la misma libertad de la que gozan los hombres.

En Mine-Haha o de la educación física de las niñas, breve novela de 1899, el universo femenino es explorado en el escenario de un internado cuyas normas -herméticas y disciplinadas- no terminan de explicitarse nunca y cuyo centro vital radica en la danza, la gimnasia y otros ejercicios que modelan el cuerpo y la mente de las jóvenes allí confinadas. Wedekind echa mano del viejo recurso del manuscrito encontrado -según el narrador, el de una vecina octogenaria que se había suicidado arrojándose por la ventana y que previamente se lo había entregado a él-, lo que le permite reproducir, por “su singularidad estilística”, la historia de una niña que, tras ser abandonada desde su nacimiento en un extraño orfanato, pasa su infancia en este internado no menos extraño en el que permanecerá hasta la adolescencia.

Narrado en primera persona, el tono es confesional y deliberadamente antipoético, pues la narradora niega tener vocación de escritora: “Puedo asegurar que nada en este mundo me resulta tan odioso como una literata. Una mujer que se gana la vida con el amor es para mí mucho más digna de estima que otra que se rebaja hasta el punto de escribir folletines o incluso libros”. Si vence estos escrúpulos, asegura, es debido a la singularidad de su vida, que detalla con la mirada desconcertada de la niña que fue, ofreciendo con minuciosidad observaciones sobre la rutina del hospicio -horarios, ejercicios, reglas-, pero sin intentar comprender su sentido. Adolescentes que cuidan y controlan a niñas más pequeñas, niñas que según crecen van tomando un poder y una responsabilidad que nadie explica a dónde conduce, prohibiciones y castigos, alumnas que destacan sobre las demás y son seleccionadas para actuar en teatros en el exterior -ese mundo de fuera sólo entrevisto, siempre velado-, amistades y enemistades, liderazgo, competitividad y enamoramientos: la disciplina educativa centrada en el control del cuerpo no carece en este lugar de resonancias oscuras, que quedan sólo insinuadas turbiamente.

Claustrofobia, obediencia y misterio, simbolismo pero también expresionismo formal: Theodor Adorno dijo que esta novela se adelantaba a Kafka y, desde luego, sus ecos llegan hasta Beckett, hasta Camus, hasta autores más recientes como Fleur Jaeggy -pienso irremediablemente en Los hermosos años del castigo-. Se cuenta que Wedekind la escribió en la cárcel mientras cumplía condena por injurias contra el emperador de Austria: quizá este contexto influyó en la aparición de ciertos rasgos propios de la literatura del absurdo que tantos frutos habría de dar en el siglo XX. De la modernidad de la propuesta y la actualidad de su mirada da buena muestra también el hecho de que recientemente se hayan realizado dos versiones cinematográficas inspiradas en ella: Innocence, de Lucile Handzihalilovic, en 2004, y El despertar del amor, de John Irvin, en 2005. Por todo esto, creo que de las catorce razones que Italo Calvino expuso para leer a los clásicos, sin duda la que mejor se ajusta a Mine-Haha es la duodécima: “Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos, pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce enseguida su lugar en la genealogía”. Pues eso, un fructífero árbol genealógico.

Mine-Haha o de la educación física de las niñas (Alpha Decay, 2016) de Frank Wedekind | 83 páginas | 13,90 € | Traducción de Emilio Álvarez

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