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Archipiélago gulag

descargaContra toda esperanza

Nadiezhda Mandelstam

Acantilado, 2012

ISBN: 978-84-15689-10-2

643 páginas

29 €

Traducción de Lydia Kúper

Prólogo de Joseph Brodsky

 

_visd_00BBJPG00R8JEl vértigo

Evgenia Ginzburg

Galaxia Gutenberg, 2012

ISBN: 978-84-8109-950-8

864 páginas

17,50 €

Traducción de Fernando Gutiérrez y Enrique Sordo

Prólogo de Antonio Muñoz Molina

 

 

Coradino Vega

En los últimos años, tanto el holocausto como en menor medida el gulag se han convertido en materia fértil para la literatura. Pero quizás habría que preguntarse por la legitimidad de quien utiliza esa temática con una finalidad no muy distante del oportunismo de la naturaleza que sea. Puede que no haya nada más necesario que el testimonio de quienes padecieron los horrores del siglo XX, ni tan insincero como otra ficción sobre las atrocidades nazis o las deportaciones soviéticas. Mientras los primeros nunca serán suficientes, da la sensación de que las segundas empiezan a sobrar de alguna manera. Pues ¿qué sentido tiene acudir a la ficción cuando el relato real aporta la hondura y riqueza que sólo están al alcance del testigo directo? La novela no tiene por qué acaparar el monopolio de la interpretación del mundo. En muchos casos además, ni siquiera es el medio más adecuado. Para lo que realmente sirve el talento narrativo de Evgenia Ginzburg o la claridad de la prosa de Nadiezhda Mandelstam,adquirida según Joseph Brodsky a base de memorizar los poemas de su marido, es para resaltar la profunda verdad que contienen sus libros. La ficción empieza donde terminan las posibilidades de contar de otro modo: la grandeza de Vida y destino reside en la experiencia inmediata reelaborada por Vasili Grossman pero también en la forma en que nos transporta a la cámara de gas en el momento en el que se abren los grifos.

Si Contra toda esperanza articula la memoria como sustituta del amor de su autora por el poeta Osip Mandelstam, El vértigo recuerda para que el olvido no se convierta en el cómplice más eficaz de los verdugos. Si Nadiezhda Mandelstam basa temerariamente su falta de modestia en la justificada superioridad moral que le otorga la magnitud de su dolor unida a la convicción férrea en la noción de bien y las “leyes de la humanidad”, la confesión de Evgenia Ginzburg es —como dice Muñoz Molina de modo clarividente— la lenta toma de conciencia de alguien que ha ido aprendiendo algo a través del sufrimiento, que va alcanzando sucesivas moradas de saber y desengaño, y en la que el sentimiento de vergüenza y responsabilidad personal precede a la lucidez de su descubrimiento. Cuando la detuvieron en 1937, en medio del paroxismo de la represión masiva llevada a la práctica implacablemente por Yezhov, Evgenia Ginzburg era una joven profesora de literatura en la Universidad de Kazán, miembro del consejo editor de la revista Tartaria Roja y militante comunista que, hasta ese momento, no había tenido la menor duda sobre la justeza y la legitimidad del poder establecido. Para esa fecha, en cambio, habituada a llevar una vida casi vagabunda debido al poema sobre Stalin que leyó su esposo a un círculo reducido de amigos y que, tres años atrás, le había costado la primera detención y el destierro del que apenas acababan de volver, Nadiezhda Mandelstam sabía que esa clase privilegiada a la que pertenecía Evgenia Ginzburg era tan responsable, por la justificación de lo que fuese en aras del materialismo dialéctico, como quienes ordenaban o apretaban el gatillo: “La gente que construía lo nuevo se esforzaba frenéticamente por demostrar que todas las leyes, como la de ‘no matarás’, por ejemplo, eran pura hipocresía y mentira”. Convertido en un paria, a Osip Mandelstam lo siguieron acusando de intelectual blandengue, escritor burgués, ideólogo de las clases a extinguir; de ser un “extravagante pasado de moda, que no comprendía su época ni sus tendencias fundamentales” —si no un peligroso terrorista contrarrevolucionario y un enemigo del pueblo— por usar palabras caducas y tener una concepción de la vida superada. Cuando una de las mujeres normales con las que se encontrará en la cárcel, tan alejadas de su “pequeño y cerrado mundo de intelectuales del partido” y en cuyos relatos ella vería reflejado su papel tanto de víctima como de culpable, le pregunta qué hacer, Evgenia Ginzburg reconocerá la demagogia mística de la educación que también ha recibido y le aconsejará seguir la voz de “lo que convencionalmente llamamos conciencia”. Nadiezhda Mandelstam tiene claro desde bien pronto que quienes no estaban con ellos estaban contra ellos, que primero llega la detención y luego el motivo, que lo que llamaban “nosotros” cambiaba continuamente; pero también que el lamento de los viejos leninistas escondía la responsabilidad que tuvieron en lo que vino luego; y que aunque se requiera un esfuerzo enorme para cerrar los ojos, la ceguera de la mayoría de sus coetáneos fue voluntaria. Evgenia Ginzburg, sin embargo, no deja de asombrarse ante la falta de lógica de la pervertida causa general que persigue a sus camaradas con especial saña; cuando intenta publicar el primer volumen de sus memorias, escribe un prefacio en el que alaba el resultado del XXº Congreso del PCUS y se cuadra, aparentemente, ante la ortodoxia pre-estalinista; pero en el segundo volumen, escrito con un laconismo más amargo y despojado de toda censura interior, se preguntará cómo no supo ver lo que simplemente estaba delante de sus ojos.

El retrato que hace de sí misma Evgenia Ginzburg puede resultar antipático si se lee literalmente y no se atiende a las circunstancias del momento. Como Nadiezdha Mandelstam, Evgenia empezó a escribir sus memorias a finales de los cincuenta, después de dieciocho años confinada en sucesivas cárceles y campos de trabajo; como Contra toda esperanza, sus libros sólo se publicarían en el extranjero durante la década de los sesenta y jamás llegaría a verlos editados en su idioma; pero, a diferencia de Nadiezhda Mandelstam, cuya obstinada indiferencia por la bomba que supondría su texto entre la ‘intelligentsia’ de Moscú tiene algo casi de heroísmo sobrehumano, a Evgenia Ginzburg nunca le abandonó del todo el miedo ni su sentimiento de culpa. Nadiezhda Mandelstam impugna frontalmente el concepto de necesidad histórica: “¿Necesidad histórica? ¿Pero qué necesidad? Cuando todos los pueblos sigan nuestro camino, sabrán que la libertad sí que es una necesidad”. Consciente de que el tren del progreso se detenía en el campo de concentración o la cámara de gas, la suya es una visión de la historia a la luz de la conciencia y la cultura. Su dura invectiva contra el marxismo, contra la opinión pública que defiende al fuerte sobre el débil, contra el miedo colectivo (tan “vulgar, torturante y salvaje”), el silencio y los escritores cómplices en la estela de Gorki, parece la extensión natural de la sinceridad incapaz de disimulo que condujo a Osip Mandelstam a la muerte. Ni se complace ni resulta injusta cuando habla de los repetidos intentos de Bujarin por protegerles, del egocentrismo autosuficiente de Pasternak, de la habilidad por mantenerse a flote de Ehrenburg o de la amistad incondicional y duradera de Ajmátova. Su desprecio recae con ferocidad y justo rencor contra los vulgares soplones que poblaban aquel mundo demencial en el que unos veían delatores por todas partes y otros temían que los tomaran por tales. Nunca mitifica. Describe las luces y las sombras. Ni siquiera se muestra lo indulgente que se podría pensar cuando habla sin reparos de las dudas o de la inútil claudicación tardía de su marido: “El hombre que sabía que de los ladrillos del futuro no se podría construir el presente se reconciliaba de antemano con el inevitable final y el exterminio”.

Su tarea es completar el deseo de Osip Mandelstam, que no quiso morir sin dejar un claro testimonio de cuanto sucedía ante su vista. Y, para ello, se empeña en contar la experiencia de quienes se encuentran al otro lado del cristal, transparente pero impenetrable, que les separa de la vida. Su marido le preguntaba con frecuencia: “¿Pero por qué se te ha metido en la cabeza que debes ser feliz?”. Y, por más difícil que le resulte, Nadiezhda Mandelstam acaba comprendiendo que debe renunciar a la esperanza, esperar la muerte con un ansia vitalista que exprima cada momento con intensidad y no perder la dignidad humana. El intento de suicidio de Osip Mandelstam fue la prueba evidente de la patología psíquica que puede producir, en un temperamento hipersensible, vulnerable y nervioso, el choque con lo irracional; porque la idea de prescindir de la vida voluntariamente siempre había obtenido de él un brusco rechazo: “¡Qué sabes tú de lo que aún puede ocurrir! La vida es un don al que nadie tiene derecho a renunciar. La primera obligación es vivir”. De esta forma, Contra toda esperanza acaba revelándose como un testimonio cargado de rabia pero estremecedoramente luminoso. Nadiezhda Mandelstam arremete contra la asunción colectiva en la que también se incluye, rechaza con firmeza aquella “moral de salvajes” incompatible con el amor a la poesía, ahonda en las condiciones de miseria de un país rendido al dogma falso de la igualdad, y desmonta cada una de las mentiras deliberadas que el Estado construyó respecto a Occidente. La duda o la entrega vienen menos por el miedo o el soborno que por la palabra “revolución”, de la que nadie quería quedarse al margen: “¿Cómo se explica que los ilimitados soberanos del país, que prometían organizar el paraíso en la tierra, costase lo que costase, cegaran a tal punto a sus contemporáneos?”. A lo que añade: “¿Y por qué tendrá que sufrir tanto la gente por la búsqueda de formas más perfectas de vida social? Todos aquellos que ansiaban proporcionar felicidad a los hombres, sólo les causaron inmensos males”. Osip Mandelstam no creía en el reino milenario de lo nuevo y no había llegado a la revolución con las manos vacías: sus pilares eran la cultura judeocristiana y la justicia social heredera de un humanismo que comprendía también la resistencia del individuo a diluirse en la masa, la defensa de la libertad de pensamiento y la no justificación del asesinato para provecho y gloria de la estructura social (“Ahora resulta que vivimos en una superestructura, Nadiezhda”). A pesar de su concepción cristiana del mundo, Mandelstam temía al Dios del Antiguo Testamento, porque le recordaba al poder absoluto que tenía tan cerca, y siguió siendo acmeísta en su apego a la tierra y desconfianza en la metafísica. Tras el periodo de silencio que concluyó en el viaje a Armenia que le facilitó Bujarin, convencido de que al final la vida le ganaría la partida al determinismo materialista, sus relaciones con la época se convirtieron en la principal fuerza motriz de su experiencia y su obra. El sentimiento de desgracia fue incapaz de vencer su exacerbada afirmación de la vida, y puede que su alegría salvaje e inexplicable de poeta enjaulado fuese una reacción al presentimiento del infortunio. El corazón de Osip Mandelstam no soportó la brutal carga de su vida ni su desenfrenado carácter, y se detuvo en el mismo campo de tránsito a Kolimà, cerca de Vladivostok, por el que meses después pasaría una Evgenia Ginzburg que, a pesar del frío y del hambre, compartió con los Mandelstam el amor por la poesía, la capacidad de resistencia y cierto irreductible vitalismo.

En su madurez, Evgenia Ginzburg tampoco podía comprender cómo se podía equiparar el valor de la vida humana, particular y concreta, a las abstracciones que fueran; se negaba a concebir lo bueno sólo como lo útil para el Estado o el proletariado. Decidida a aprender con la práctica lo que no aprendió con la teoría, se plantea como objetivo vivir, vivir con los dientes apretados, soportando en silencio, y de la amalgama que forman su experiencia y su dolor brota una sabiduría comprensiva y conmovedora. Por mucho que se repita la misma pregunta que se hizo Primo Levi, cómo vivir después de aquello, El vértigo trasciende el testimonio del superviviente para convertirse en un alegato contra el terror, en un emocionante canto a la vida y en una petición desgarradora de perdón que, por más que borre la línea entre verdugos y víctimas (comprendiendo a “todos aquellos que han hecho el mal por falta de reflexión, por cobardía, por avaricia, por crueldad o ignorancia”), choca una y otra vez con la propia conciencia sin remedio. En el capítulo titulado “Mea culpa”, recapitula así el que fue su mayor sufrimiento: “Porque no sólo mata el que asesta el golpe, sino los que han avivado su odio. De uno u otro modo. Repitiendo irreflexivamente peligrosas fórmulas teóricas. Levantando en silencio la mano derecha. Escribiendo cobardemente una verdad a medias. Mea culpa… Y creo, cada vez más, que dieciocho años de infierno en la tierra no bastan para una culpa como ésta”. Sin embargo, al terminar de leer este libro tan sobrecogedor y valioso, uno no puede dejar de pensar que si alguien mereció el perdón que ella otorgó a los oficiales del antiguo NKVD a los que dio clases cuando comenzó el deshielo, fue en especial Evgenia Ginzburg. El vértigo, como Contra toda esperanza, es una profunda lección de amor concreto por los seres humanos, de comportamiento en las condiciones más extremas, de esa rara rebeldía de quien no tiene nada que ganar y sí mucho que perder, tan distinta a la de quien se torna rebelde cuando lo hacen muchos a su alrededor, o a la de quien sabe perfectamente cómo situarse a favor del espíritu de su tiempo. Su aprendizaje moral va mucho más allá que su tema literario.

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