ROSARIO PÉREZ CABAÑA | El humor es una mancha en nuestro expediente de seres animales; mientras más inmaculados, menos humanos. Así que démonos al humor y a la mancha. Pero se me ocurre pensar en el color del humor. Quién nos puede asegurar que aquel cadalso con pararrayos ideado por Lichtenberg, aquel invento menos cruel que una vulgar guillotina tuviese un solo color, un color limpio y puro; que aquella sutil ironía no fuese, pongamos, un claro atisbo de humor negro. (Tal vez ayude en algo el hecho de que André Breton la incluyera en su célebre Antología). Pero por qué esa negritud solo puede despertar en nosotros sentimientos negativos (oscuros, por supuesto) si todo el mundo sabe que el negro no es un color. Sí, claro, el humor del dolor, de la compasión, de la repulsa; pero por qué no del entusiasmo de un amarillo eléctrico, del gozo de matices rojizos, del descojone de blancura deslumbrante. Todo este luminoso descolor compone la contumaz mancha que encontramos, entre otras muchas cosas, en este libro. Esto y la agudeza como apasionante ajuste de cuentas entre nosotros los lectores y nuestro conocimiento del mundo, el real y el ficticio.
En 2002 se publicaba un volumen de cuentos titulado El bombero de Pompeya, del linense Miguel Ángel García Argüez, editado por la Fundación Municipal de Cultura del Ayuntamiento de Cádiz. Aunque la tirada fue corta y la distribución escasa, el libro pasó a formar parte de esa extraña fantasmogoría que supone el libro de culto. Quince años más tarde, la editorial sevillana Libros de la Herida ha decidido facilitarnos la tarea de tenerlo entre las manos. Otra cosa más que agradecerle a la labor de esta editorial gestionada por los escritores David Eloy Rodríguez y José María Gómez Valero.
García Argüez es autor de dos novelas, Los búhos (2003) y Carne de gato (2010); del libro de relatos Un Paseo por las tripas del elefante (2011); de los poemarios Ecce Woman (2001), La Venus del Gran Poder (2004), Cambio de agujas (2005), Los días del maíz (2010) y Danza caníbal (2012); así como de varios ensayos y obras de teatro. Además de todo esto, es compositor para diversas bandas de rock; impulsor del proyecto Arwez, que aúna poesía, videoarte y pop-rock; miembro del colectivo La Palabra Itinerante, y reconocido letrista para el Carnaval de Cádiz. Es uno de estos autores que dominan el arte del coro. Tiene la facultad de conocer el sonido de cada voz y afinar en todas. Y como él y sus editores saben muy bien, «quien canta, su mal espanta».
Este El Bombero de Pompeya renacido de las llamas vuelve siendo otro, tal como explica el propio escritor en los «Breves apuntes del autor a esta edición». Algunos relatos iniciales han caído y otros se han incorporado; los que permanecen han sido cuidadosamente remozados para que el conjunto siga manteniendo la combustión original. El resultado: quince historias en cuya ruptura del tejido temporal, en la mixtura del mito y de la historia, en el diálogo entre cultura y subcultura (tan ligado a la narrativa posmoderna de las últimas décadas del siglo XX) radica precisamente su intemporalidad. Todo sigue sonando aquí y ahora y allí y entonces.
Que los mitos están vivos es algo que nos recordaba Michel Tournier, a quien tengo muy presente en la lectura de El bombero de Pompeya. Los mitos también aquí regresan pervertidos en un delirio casi ucrónico del que todos, ellos y nosotros, salimos ilesos. Vean si no: un Aquiles adicto al caballo (por supuesto de Troya, que es el mejor, como todo el mundo sabe) y que oye la oracular letra de Shaman’s Blues de The Doors mientras decide desdecir (o no) la historia; un Noé abatido por las adversidades, principalmente, el anuncio inminente de la llegada de un anticiclón en plena construcción del arca; un Batman con párkinson recluido en un geriátrico repleto de superhéroes vencidos por el tiempo, el mayor de los villanos; un desmitificado general Custer, a quien no le apetecía «morir con las botas puestas»; la magnífica historia de la humanidad en clave de amor, protagonizada por una pareja que transmigra por los milenios para terminar sabiendo tan solo que La historia del mundo es una gran historia de amor. Una historia de amor sin final feliz, que es el único final para la Humanidad»; o, claro está, el bombero de Pompeya enamorado que abandona su puesto (especie de doppelgänger del joven becario de otro mundo que investiga las ruinas de la mítica ciudad) porque «el amor no entiende de peligros» para nadie, en ningún lugar ni en ningún tiempo. En definitiva, un caleidoscopio desde donde nada es lo que parece, como los dioses juguetones mandan. Cruces de tiempos, planos paralelos, juegos narrativos y lingüísticos entretejidos para esa cosa que tiene cierta buena literatura: el disfrute, el gusto, el deleite, la divina incuria, el estarse. Hablo de literatura, es sencillo. Y estas letras complacen.
Salimos ilesos, decía, porque este delirio va desgranando un mundo peculiar donde lo imposible se vuelve hecho a partir de referencias literarias e históricas contrafactuales, sí; y lo hace con una mezcla de registros idiomáticos donde confluyen la lengua del barrio y el abigarrado tono épico en las mismas bocas, sí; y caemos en la risa, en la emoción, en el puñetazo en el estómago, sí. Pero, ojo, sin dejarnos rozar por el achatado sentimentalismo ni por el chiste, sino más bien por ese lúcido espacio de comunicación que es el choteo, esa tabla a la que sociedades abatidas suelen agarrarse para resistir, como señalara Jorge Mañach en el delicioso estudio que le dedicó a este mecanismo lingüístico de resistencia. Algo que García Argüez domina con la elegancia, la gracia y la sabiduría de quien (permítanme recordarles) camina todos los días las calles de Cádiz.
Y, para colmo, las visiones apocalíticas de la desolación del mundo en clave tragicómica, con visiones como esta de un «mundo maltrecho, lacerado de penumbra, acribillado a balazos, retorcido de sombras, devorado en un costado, deshecho de hemorragias oscuras, aguantando en pie orgullosamente, adornado con estatuas sin brazos, sin piernas, con los rostros resquebrajados de horror caliente aún, lejanos prohombres muertos, imágenes heladas, caballos decapitados, ángeles sin alas, la geometría del frío, la rotunda arquitectura de la devastación, rememorando con tristeza y suciedad lejanos días de gloria, el Gran Arco Triunfal».
Y es que entrar en El bombero de Pompeya es entrar en una biblioteca (elijan si en la de Alejandría, en la de Babel o en la del barrio). Porque hay libros dentro y porque el silencio no nos impide oír el rumor de lugares remotos. Compruébenlo, verán cómo pueden oír perfectamente ecualizados a Sonic Youth en el desierto bíblico de Mesopotamia. ¿Qué más os puedo decir? Lean y oigan.
Publicado originariamente en Los Diablos Azules de Infolibre.
El bombero de Pompeya (Libros de la Herida, 2017), de Miguel Ángel García Argüez | 200 páginas | 15 euros