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As time goes by

190111 La mujer que vendía el tiempo

EDUARDO CRUZ ACILLONA | Hubo un tiempo en que no existía el tiempo. Al menos como lo conocemos actualmente. El sol salía, el sol se ponía y en ese intervalo sucedía la vida. Salvo los días nublados, que no me imagino cómo podían organizarse…

Hubo un tiempo, y de hecho seguimos en ello, en que el tiempo existe pero nos falta. No tenemos tiempo para todo y siempre estamos corriendo o dejando las cosas a medio hacer. Tenemos relojes en los campanarios de las iglesias, en las marquesinas de los autobuses, en las luminosas cruces verdes de las farmacias, en las pantallas de información, en la muñeca, en el móvil, en la pantalla del ordenador… El tiempo nos rodea por todas partes pero nos faltan horas. Y los relojes de los escaparates de las joyerías tampoco ayudan mucho: todos marcan las diez y diez…

Y ya para centrarnos, hubo un tiempo en que la gente compraba el tiempo. Más exactamente, compraba la precisión de la hora. Y había quien se la vendía. Como Ruth Belville (1853 – 1943), que a principios del siglo pasado heredó el negocio de su padre, consistente en sincronizar su reloj con la hora del Real Observatorio de Londres (la conocida como “hora de Greenwich”), al que acudía puntualmente todas las semanas, para, posteriormente, vender esa precisión a su cartera de clientes.

Nuria Sierra se cruzó con la historia de esta mujer en el artículo de una revista y la hizo suya. Ubicó su argumento en el año 1940, justo durante el periodo de la II Guerra Mundial en la que Alemania bombardeaba diariamente Londres. Un escenario convulso, incierto, que le sirve a la autora para centrarse en la microhistoria de una mujer luchadora, emprendedora en un escenario hostil por doble motivo. El más obvio, la guerra y la huIda de la gente de la ciudad, algunos de ellos clientes suyos. Y el otro, tan terrible para ella como el primero, la aparición de nuevas tecnologías que hacen que su negocio ya no sea tal.

A pesar de tratarse de una novela breve, son muchos los elementos y los centros de atención que se conjugan en el libro. Tantos que lo fácil sería desbarrar y acabar siendo superado por la querencia a magnificar el escenario bélico convirtiendo la novela en algo que no debería ser. Porque el éxito de La mujer que vendía tiempo (I Premio de Novela Breve Escritura Creativa Clara Obligado) reside en focalizar la atención en la protagonista sin hacer que el ruido de las bombas nos distraiga, algo que podríamos resumir con la ayuda de Humphrey Bogart: “Los alemanes vestían de gris. Tú, de azul”.

La novela habla del amor propio, de sentimientos, de coraje, de fidelidades, de creencias éticas, no religiosas, de lealtad, de cómo las trabas que te pone la vida pueden convertirse en oportunidades. Y lo hace con delicadeza, con ternura. A veces provoca una sonrisa, otras, un sabor amargo o un gesto de contrariedad. Todo es pausado, como un majestuoso reloj de carillón, y a la vez frenético, como un cronómetro de competición. Lo poético se mezcla con lo preciso, lo convulso con lo esperanzador. Y de todo ello resulta un texto apasionante, arrebatador y de mil lecturas diferentes, a cual más interesante.

Ante el final abierto de la novela, uno levanta la vista de la última página y quiere buscar con la mirada a la autora para preguntarle si ya está escribiendo la segunda parte o, en caso negativo, a qué demonios está esperando. Porque Ruth Belville, la Ruth Belville que, partiendo de la realidad ha ficcionado Nuria Sierra, es uno de esos personajes que se queda contigo para siempre, como esos bonitos recuerdos que ni el tiempo es capaz de borrar.

La mujer que vendía el tiempo (Delirios del Taller, 2018) | Nuria Sierra Cruzado | 112 pags. | 12€

admin

4 comentarios

  1. Ahora tengo una pregunta para usted….
    Dice la reseña que la novela transcurre en 1940, en un momento en el que la protagonista, Ruth Belville (1853-1943) lucha por mantener su negocio frente a «la guerra y la huida de la gente de la ciudad, algunos de ellos clientes suyos» y «la aparición de nuevas tecnologías que hacen que su negocio ya no sea tal».
    Veamos: en 1940, Ruth Belville tiene 87 años, y más que luchar por mantener un negocio debería haberse jubilado. Pero aunque no lo hiciera: el negocio de vender a los clientes la precisión de un reloj, sincronizándolo con un reloj central, es de la segunda mitad del siglo XIX y se debió de perder en la I Guerra Mundial, cuando ya había cronómetros en todas partes. A partir de 1924, la BBC emite su señal de hora (bip bip bip bip bip biiiiip), y en los años 30 cualquier explorador en medio de Mongolia sabe sincronizar su reloj con las señales de Berlín, París, Tiflis y Buenos Aires. Pensar que en 1940 aún hubiera clientes para comprar ‘tiempo’ suena a total anacronismo.
    Salvo que sea verdad, claro: a veces la verdad es anacrónica. ¿Ha visto el reseñista alguna señal de que, contra todo pronóstico, la historia de Bellville se haya ubicado en el siglo correcto?

  2. Querido Ilya:

    Este reseñaste entiende que la autora ha sacado a un personaje de la realidad para llevárselo a la ficción, descartando la novela histórica y dejando aquello tan manido de “basado en hechos reales” para los telediarios (y no todos)

    La Ruth de la novela no tiene la misma edad que la real, obviamente. Y este reseñaste entiende que ubicarla en plena actividad laboral en 1940 responde a la intención de la autora de enfrentarla a (a semejanza de la actualidad) la llegada de las nuevas tecnologías. De hecho, a ellas se refiere citando a la BBC que mencionas. Aún así, cierto es que en ese año aún quedaban nostálgicos que seguían manteniendo el servicio que ofrecían los Belville. Sabe usted tan bien cómo yo lo dados que son los británicos a mantener antiguas costumbres (la reina Isabel II, el té de las cinco….)

    Por último, a este reseñista le consta que la Ruth Belville real, a sus 87 años, seguía yendo a poner su reloj en hora al Observatorio de Londres una vez por semana.

  3. El argumento de la reina Isabel, como antigua costumbre, me ha convencido… No, no conocía a los británicos hasta ese punto. Y claro que es lícito, y hasta poético, cambiar un personaje de siglo; lo que me pregunto es si todavía encaja la ubicación tecnológica. Pero vista la Reina, pues me lo creo, sí. Gracias.

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