ALEJANDRO LUQUE | En 1981, Rafael Argullol se dio a conocer como narrador con Lampedusa, una novela breve que recientemente ha sido rescatada por Acantilado. Ambientada en la isla del mismo nombre, a modo de microcosmos mediterráneo, la historia podía haber tenido lugar en cualquier otro espacio aislado que estuviera bañado por aguas afines. No había apenas detalles que subrayaran que se trataba de este punto perdido al sur de Sicilia, pero sí se intuía una clara intención de apoyarse en la fuerza y sonoridad del topónimo.
Es curioso comprobar cómo los nombres se resignifican, adquieren nueva carga semántica, se impregnan de matices. Han pasado 35 años desde que aquella obra vio la luz, y llega a las librerías un nuevo texto breve también titulado Lampedusa. En este tiempo, la isla se ha convertido en símbolo: del drama de miles de africanos que tratan de cambiar de vida, de la impotencia –cuando no de la negligencia– de Europa. A Leonardo Carracci, el protagonista de la novelita de Argullol, ya no podemos imaginarlo entregado a sus meditaciones existenciales. Día sí, día no, sus reflexiones se verían perturbadas por la llegada de una nueva embarcación llena de parias deshidratados.
La isla, siendo la misma, ha cambiado. Pero, ¿y nuestra mirada sobre ella? Maylis de Kerangal, joven promesa de las letras francesas –solo su obra Nacimiento de un puente ha sido traducida a ocho idiomas y ganó los premios Médicis, Franz Hessel y Von Rezzori– ha querido compartir la suya. Y el resultado, debo confesarlo, me ha sumido en la perplejidad.
Nadie dijo que fuera fácil: si la literatura se ha ocupado tan poco de esta cuestión de los inmigrantes, no es porque no de juego. Es por la dificultad de abordar una tragedia de tamaña magnitud sin caer en la frivolidad o en el patetismo. Por el reto supremo que supone hacer arte a partir del horror, pero desde la barrera, escribiendo desde el confortable despacho con aire acondicionado, sin sentir la humedad filtrándose en los huesos, el hacinamiento, el combustible abrasador que corre por las bodegas. Sintiendo en cada línea que las palabras son insuficientes, incapaces de reflejar la realidad y mucho menos de cambiarla. Sintiendo también, quizás, la dificultad de escribir sobre algo que se nos hace lejano, ajeno, ante lo cual cada vez nos resulta más difícil estremecernos, porque todos estos años de periódicos naufragios y cifras de ahogados y de supervivientes han entumecido nuestra sensibilidad.
Eso parece De Kerangal en su relato: una sensibilidad entumecida. No es culpa suya, claro, sino de un mecanismo psicológico y social que nos protege. Oye por la radio la noticia de que 350 personas se han ahogado tratando de llegar a Lampedusa, y piensa en Burt Lancaster. Donde la rabia, la indignación, la humana compasión no encuentran asidero, allí comparece la fría cultura: el escritor Lampedusa, Visconti, Lancaster, El nadador de Frank Perry. Nacer en la isla de Nueva York y morir en Sicilia, el príncipe y el emigrante, el naufragio de la familia Salina y el de las pateras. La cultura como anestésico, se supone. Juegos para distraerse del estupor.
“Exploro es nombre, lo contorneo, lo sopeso y lo descompongo, y al final oigo en él ese topónimo, esas cuatro sílabas que hacen surgir un espacio, catalizan el sol y la historia, la sequedad, la pólvora, la guerra, el oro y la púrpura, el deterioro, algo arcaico y lánguido. Ese nombre que ya es un relato”. Ese es el tono de esta «novela canto», como ambiguamente se la ha denominado. ¿Pero qué cuenta, qué canta? Difícil saberlo. Apenas alcanzamos a ubicarnos en esa noche de café y de indolencia y de malas noticias donde la autora nos invita a tomar asiento, cuando nos vemos –con ella, obviamente– leyendo a Chatwin en un tren que atraviesa Siberia. Y luego saltamos a Colón y el descubrimiento de América. No me pregunten por qué, el entretenimiento de las asociaciones es así. Puede incluso que De Kerangal creyera que la llevaban a alguna parte.
No seguiré con ellas: la obra es corta, algo más de 60 páginas, se lee en un suspiro. Yo trato de dilucidar hasta qué punto este librito es, en contra de sus intenciones, un buen ejemplo del ensimismamiento de la intelectualidad europea –“Me da la sensación de que existe como un lugar en un no-lugar, emergida cual guijarro inalterable contra el espacio líquido…”–, y hasta qué punto dicho ensimismamiento, que es ensimismamiento productivo, ensimismamiento creador, traspasa las fronteras de la moralidad. Abstraerse en los nombres y en las cartografías para no ver a las personas. Puede que De Kerangal sintiera todo lo contrario, que estaba entregándose, como se ha dicho en algún medio, a un ejercicio de flagelación moral. Pero si es tal cosa, el resultado es un ejercicio retórico, indoloro. Es, como aquel de Sancho Panza, un castigo de cinturón descargado sobre las rocas.
Para ese viaje, tal vez hubiera sido mejor hacer lo que casi todo el mundo: mirar para otro lado, pasar rápido la página de Sucesos y abandonarse a la de Deportes.
Lampedusa (Anagrama, 2016) de Maylis de Kerangal | 64 páginas | 11,90 € | Traducción de Javier Albiñana