Coradino Vega
EFEMÉRIDES. No tengo mucha voluntad para eludir el reclamo de los aniversarios literarios. Sin embargo, a veces me alegro. Gracias a Alejandro Luque tuve la excusa perfecta, a principios de año, para volver a Antonio Machado. No leía Juan de Mairena desde el último curso de instituto y, dos décadas después, me llegó todavía más hondo. Hay autores a los que uno se adhiere por afinidad íntima, por una identificación personal que, en lugar de disminuir, acrecienta con el tiempo aquello a lo que querríamos parecernos. Es todo lo contrario de lo que, por ejemplo, me pasa con Wagner, de quien amo su música y detesto su temperamento. Pero si por alguna celebración se caracterizó 2014 fue sin duda por el centenario de la Gran Guerra. El Especial que le dedicó Estado Crítico me permitió adentrarme plenamente en una obra fabulosa que había empezado muchas veces sin terminarla: El mundo de ayer de Stefan Zweig, que es una confesión y un alegato y un canto de pérdida que de algún modo imperdonable parece que no deja nunca de estar vigente. También llevaba muchos años sin leer a Marguerite Duras cuando vi que se cumplían cien años de su nacimiento. Esa misma noche releí Escribir con admiración y una punta de recelo, y después me estremecí incondicionalmente con El dolor, el relato en el que Duras cuenta los días de espera y angustia previos a la liberación de Dachau del que fuera su marido en 1944, Robert Antelme. En cuanto al Nobel de 2014, tras recordar poco de Un pedigrí y En el café de la juventud perdida, creo que no fue hasta la reciente lectura de Dora Bruder cuando comprendí de verdad la maestría de Patrick Modiano.
JUNTARSE CON CRÍTICOS. Reseñar es a veces un placer y a veces un fastidio. Si escribo para Estado Crítico no es para salvaguardar la esencia de ningún criterio, sino porque me gusta mucho escribir sobre lo que me gusta mucho. Lo que no me resulta atractivo lo dejo y lo olvido rápidamente. Pero como me afecta quedar mal con la gente que quiero y no sé mentir bien, al final me acabo los títulos a los que me comprometo. De otra forma no creo que hubiera terminado la última novela de Salter, La escucha oblicua sobre John Cage, un ensayo rarísimo de John Gray o las interminables —y más bien deleznables— memorias de Iliá Ehrenburg. En mi caso, la lectura siempre ha partido del azar, del olfato o los estados de ánimo, pero ahora depende sobre todo de los correos de Fran G. Matute (en adelante FGM). De no ser por su insistencia no creo que hubiese escrito nunca sobre Bolaño. Una tarde, en la librería Palas, me convenció para que escribiera una reseña para la revista Buensalvaje. Allí mismo, decidimos que la haría sobre El cerebro de Andrew de Doctorow. El texto no podía superar los 3.500 caracteres; espero que sea la última vez que me pide algo parecido. De entre los textos publicados, no obstante, la mayor satisfacción del año fue averiguar que mi amor por Chéjov crece de modo inversamente proporcional a mi afición por Dostoievski. Por lo que baste Mi vida para rebatir lo que, a tenor de estas cosas, me dijo una vez Daniel Ruiz García: “Quillo, mamón, a ti la literatura sólo te da disgustos”.
VERANO. Quizás por mi trabajo, conservo de cuando era estudiante la cualidad de promesa y tiempo suspendido de los meses de vacaciones. Reservo libros y programo lecturas que nunca cumplo, pues luego me gusta dejarme llevar y que la indolencia vaya marcando los ritmos. Este verano tuve la suerte de descubrir, gracias a las recomendaciones de José María Moraga y Manolo Haro, dos libros magníficos: Donde dejé mi alma, de Jérôme Ferrari, que es una novela de lenguaje exigente y complejidad de personajes subyugante; y Pero hermoso, el primor de mezcla de retrato y ficción de Geoff Dyer por el que desfila mi querido Lester Young, entre otros ‘jazzmen’. Sin embargo Ravel no modificó la impresión que me dio 14: sigo pensando que la literatura de Echenoz, o al menos hasta donde yo he leído, es tan superficial como fácil. Para aclararme la confusión política del momento recurrí de nuevo a Tony Judt, que para mí es tanto un ejemplo de rigor intelectual como un referente ético. Pasado imperfecto no sólo esclarece el doble rasero moral de los intelectuales franceses después de la Segunda Guerra Mundial, también es un buen ejercicio para comprender las compatibilidades de parte de la intelectualidad presente: una vacuna para combatir las contradicciones entre lo que se dice y lo que se hace, el acto de masoquismo basado en desdeñar el mundo del que se es producto y beneficiario. Su reverso perfecto es El peso de la responsabilidad, un ensayo absorbente en el que Judt rescata a Léon Blum, Albert Camus y Raymond Aron de la tendencia general a situarse en la dirección del viento de la época, tres ‘outsiders’ que se atrevieron a nadar a contracorriente a sabiendas de que su postura les condenaría a la soledad y al desprecio de sus compañeros de viaje. Tony Judt hizo que volviera a El primer hombre y, una vez más, quedé deslumbrado. En ella está todo Camus. Aun inacabada, es su mejor novela. Para qué tantas ideas. Ahí están el sol y el cielo y el mar de Argelia, y la pobreza, y la verdad de esa madre algo sorda, ignorante, depresiva y tierna; aquella verdad que tanto atormentaba a Camus por haberla abandonado en nombre de las exaltaciones de su tiempo. Ahí está todo su amor por la vida, su rabia y su furor; su hondura moral y su trascendencia. Camus no se parece en nada a los escritores de su generación porque tiene alma; porque tiene un corazón demasiado grande, rebelde, honesto. No hay novela francesa contemporánea que parta de ese sentimiento, de esa vitalidad, de ese amor profesado al maestro que proporcionó al niño una salida de la miseria, una ventana para descubrir el mundo. Tampoco hay muchos libros que a mí me emocionen más. Pero la lectura de Tony Judt me llevó también a El cero y el infinito, de Arthur Koestler, una novela de tesis bien urdida en la que se desgranan los mecanismos psicológicos que, en pleno estalinismo, llevaron a justificar lo injustificable. Sin embargo, las mañanas del verano las pasé sumergido en La historia del arte de E. H. Gombrich, deteniéndome en cada imagen, aprendiendo a observar mejor, a no dar lo conocido por sabido, en un plan diletante, gozoso y sin rumbo que luego me condujo a otras lecturas del mismo autor, de Robert Hughes y de Giulio Carlo Argan. En verano sólo me impongo una obligación: leer una novela extensa, clásica, una de esas cimas que parece que no podrán jamás superarse. Y si el año pasado le tocó a Ulises, éste pude acabar por fin En busca del tiempo perdido. En Le temps retrouvé todo lo minuciosamente narrado en los seis volúmenes anteriores estalla con una fuerza y una pertinencia exorbitantes. Tres personajes sobresalen del inmenso mosaico de voces que es la obra en su conjunto. El barón De Charlus se muestra en toda su decadencia y lucidez, con esa habilidad de Proust para abordar la homosexualidad fenomenológicamente. Es como si el París a oscuras, amenazado por los bombardeos y los zepelines, revelase su cara de Sodoma y Gomorra con la intensidad, entre cómica y desatada, de los azotes que recibe Charlus en el hotel de Jupien. Al mismo tiempo, asombra la preocupación de Proust por analizar los aspectos de la guerra; su distanciamiento crítico del patrioterismo y la estupidez; su confirmación certera de que, como decía Esquilo, la verdad es la primera víctima de las contiendas. El otro personaje emergente es Saint-Loup, que adquiere un grado conmovedor de heroísmo y grandeza y debilidad humana, con esa fisonomía de pájaro que recuerda a la de uno de esos rockeros que se hacen más jóvenes de forma artificial conforme cumplen años. Y por último está la conciencia rotunda del narrador, cuando tras pisar los adoquines desnivelados de la calle entra en la biblioteca de los Guermantes y comprende no sólo los estragos que provocan los años, sino también cuál va a ser el propósito de su obra, y convierte la novela en el mejor ensayo de estética que yo he leído nunca, desde su defensa de la analogía de los detalles y reminiscencias para situarse fuera del tiempo, hasta su ataque a las modas del momento con su reflexión aguijoneante sobre la “literatura de notificaciones” y las inteligencias relativas que, en cada época, tienen la facilidad de acrecentar reputaciones y concentrar menosprecios. En ese punto, la novela alcanza una altura de miras y una condición incontestable de obra maestra que hace que miremos la vida y la literatura de modo distinto, que consideremos casi todo lo demás como algo inferior en comparación con lo que se atreve a levantar En busca del tiempo perdido.
COETÁNEOS. Yo no me perdonaba no haber leído aún Cuatro por cuatro, de Sara Mesa, una novela que es en sí una realidad paralela, una extraña indagación del abuso de poder, un despliegue de inventiva y de exploración del lenguaje, y una lección para quienes en literatura desconfiamos de los contextos abstractos. Como tampoco me perdonaba no haber encontrado tiempo para la primera novela de Miguel Ángel Ortiz, Fuera de juego, que es una historia que rezuma ternura y verdad, y que me gustó tanto que a continuación corrí a leer La inmensa minoría, en la que los ecos de Marsé toman el relevo de los de Delibes. Miguel Ángel Ortiz narra con una frescura y una ausencia de prejuicios muy poco habitual, pero sobre todo tiene la urgencia de contar cosas porque tiene muchas cosas que contar y parece que no quiere que se le escapen. Me divertí mucho releyendo Deudas vencidas, de Recaredo Veredas, y a menudo pienso en el tino casi anticipador con el que satirizó a algunos de sus personajes. También releí con mucha atención La trabajadora, de Elvira Navarro. Sin embargo, no fui capaz de terminar Divorcio en el aire, de Gonzalo Torné, quizás porque no supe conectar con su narrador y su lenguaje. En cuanto a La ciudad invencible, de Fernanda Trías, me dejó frío a pesar de su desgarrado lirismo, como un hueco carente de materia, y me hizo pensar en lo que tiene de común cierta narrativa hispanoamericana actual con la que se hace a este lado del Atlántico: la precariedad psicológica como trasunto del victimismo de mi generación, o ser síntoma antes que diagnóstico.
OTROS. Allá donde no alcanza la novela ni el ensayo, llega la poesía. Tras los monstruos de la historia que habitan la obra del gran Charles Simic, descubrí con fervor la serena contemplación de Denise Levertov. Pero también disfruté con asombro de Tiempo y materiales de Robert Hass, con sus asociaciones inauditas y su fina observación de la naturaleza y el arte; o del misticismo terreno de Louise Glück, de un poemario tan lacerante y curativo como El iris salvaje; o de la insólita ausencia de lógica de los poemas que forman Tormenta de uno de Mark Strand; o de la sabiduría irónica que conservó hasta el final Wislawa Szymborska. Además leí Noches azules, de Joan Didion, y su relato translúcido y descarnado de la fragilidad y el dolor me produjo un escalofrío que sólo atemperaron las pretensiones artísticas y el glamur de una vida que me resultó vano. Leí, sacudido otra vez por la lucidez inmediata de Chaves Nogales, La agonía de Francia. Leí Contrapunto de Don DeLillo con un deleite igual al que me producen la música de Thelonious Monk o las Variaciones Goldberg. Leí libros sobre Paul Klee y Cézanne. Releí El Sur tras la muerte de Adelaida García Morales y me pareció más triste y profundo que nunca. Leí el luminoso diario de Mihail Sebastian y algunos ensayos de Norman Manea. Leí exámenes de mis alumnos, redacciones, cuentos infantiles cada noche, prospectos de medicamentos, facturas de gas, periódicos deportivos, la revista del corazón y de tendencias en que en buena medida se ha convertido El País. Leí la lluvia de correos que me envió FGM y no recuerdo ninguno cuyo tono no me alegrara la tarde o la mañana. Volví a leer por tercera o cuarta vez el librito que escribió Zweig antes de morir sobre Montaigne y traté de grabarme en el cerebro: “No hago nada que no me guste”. Y aunque estoy convencido de que no seré capaz de llevarlo a la práctica, tampoco está mal tenerlo como esperanza.
Je, a mí me falta todavía «El tiempo recobrado», pero este verano me leí por fin Albertine desaparecida/la fugitiva. Ay, y me leí el primero en 2006 🙁
Pues es el mejor de todos, no te quepa duda. Yo empecé a leer En busca del tiempo perdido cuando estaba en la universidad, siempre en verano, en aquella edición de Alianza traducida al principio por Pedro Salinas y a la que se le despegaban las páginas. Me parece que llegué hasta la mitad de Sodoma y Gomorra. Después, la que por entonces era mi novia me regaló la magnífica edición de Valdemar y empecé otra vez por el principio. La obra es una pasada, una lectura que requiere hacer un paréntesis sin prisa en medio del ajetreo cotidiano: varios veranos consecutivos o una convalecencia como la de La montaña mágica…
Yo me leí el primero en la de Salinas, también; los siguientes en la de Carlos Manzano. De los que he leído hasta la fecha -siendo como es, en realidad, una única novela dividida en varios volúmenes o así la veo yo- el que más me impactó fue A la sombra de las muchachas en flor que leí, si no recuerdo mal, entre la ida y la vuelta de un viaje en autobús a Córdoba.
El verano que viene toca El tiempo recobrado.
Saludos!
Por alusiones: digo yo que te alegrarían todos mis correos menos en el que puse que te tenías que ajustar a 3.500 caracteres, no? 😉
Es que con ese espacio más que una reseña te sale un whatsapp… Pero viniendo de ti me alegra cualquier cosa, hasta los marrones… Va siendo hora de decir en público que sin FGM ya no existiría Estado Crítico