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Bang bang (y bang bang)

9788416358090ILYA U. TOPPER | Manuel Leguineche los llamaba La tribu: esa turbia grey de reporteros que se reunían cada tanto en algún rincón del planeta, atraído por el ruido de los morteros al estallar. En Beirut. En Kabul. En Sarajevo. Porque las ondas expansivas de las bombas son las que hacen girar las rotativas y convierten la sangre en tinta de titulares.  En Bengasi. En Alepo.

Con algo menos de cariño, una colega mía los llama Los bang bang: esa estirpe de enviados especiales –hoy la mayoría ‘freelance’ que temen más la rebaja de tarifas que las ráfagas de kalashnikov– que se congregan en el frente y pugnan por ir todavía un paso más adelante, lo más cerca posible de la línea de fuego, a ver si cae algún premio fotográfico o de reportero. Tomando en sentido literal aquel adagio de Robert Capa de no estar lo suficientemente cerca.

El problema es que el sonido de los disparos ensordece y las explosiones nublan la vista. Nos llegan cifras de muertos, gritos de heridos, lágrimas de madres, drama humano, más drama, drama. Y nadie se para a explicar qué está pasando aquí. Nadie puede pararse, porque esa estirpe de reporteros cae sobre el campo de batalla cual paracaidistas: saben mucho de trincheras, han visto mil veces heridos y muertos, se mueven entre los tiroteos con la seguridad de veteranos soldados. Sin tener ni zorra del país en el que están. Nunca lo han visto antes, y probablemente dejen de verlo cuando amainen las tiroteos. No hablan el idioma local. Dependen de traductores, si pueden pagarlos, o de los pocos locales que hablen inglés. Pueden poseer todas las virtudes del periodista (rigor, objetividad, honradez, perspicacia, estilo sencillo y brillante): la información que nos transmiten siempre será limitada. Por desconocimiento.

Jon Lee Anderson es, qué duda cabe, uno de los mejores reporteros de esta estirpe, dotado de todas las cualidades mencionadas. No cuestiono que sus libros sobre Latinoamérica sean magistrales. Pero en Crónicas de un país que ya no existe: Libia, de Gadafi al colapso, se nos revela como un paracaidista más. El mejor, seguramente, pero un bang bang. Cuando aterriza en Bengasi, en febrero de 2011, días después de que estalla la rebelión contra Gadafi, es obvio que es su primera vez en Libia:  puede describir el entusiasmo de los jóvenes revolucionarios, pero no puede contarnos si la sociedad ha cambiado. Desconoce cómo fue antes. Se limitará a lo inmediato. Lo que más se repite son frases del tipo “El mortero cayó a una decena de metros de donde estábamos” y “Empezaron a disparar al aire en señal del celebración”.

El reportero observa pero ¿busca entender? Sabemos que la expansión de la ideología islamista es uno de los factores clave que han llevado las «Revoluciones» árabes hacia guerras civiles sin cuartel. Y sabemos cuál es la primera señal del islamismo en cualquier sociedad: el lugar otorgado a la mujer en la sociedad (y especial el que se otorga a su pelo). He contado las veces que aparecen mujeres libias en estas crónicas: tras una breve cita, en la primera, de “una de las nuevas líderes voluntarias” de Bengasi, Iman Bugaighis, hay que esperar treinta páginas para que “un grupo de jóvenes muchachas con pañuelos en la cabeza” pasee “entonando canciones revolucionarias” en Bengasi. Otras 80 páginas más tarde se menciona el asesinato de Salwa Bugaighis, hermana de Iman, abogada y activista. Y ya. Si uno se descuida, podría pensar que la nueva Libia es un país donde no existen mujeres.

¿Existían antes? ¿Cómo de islamista era la sociedad libia bajo Gadafi? Era una excepción la alcaldesa Huda Ben Amer que dirigía Bengasi hasta el mismo día de la rebelión? ¿Cambió el estatus de las mujeres después? ¿Desaparecieron de las calles? Son preguntas fundamentales si queremos entender el cambio acaecido en la sociedad libia.

No son sólo las mujeres: los retratos humanos más detallados que dibuja Anderson son los de libios que llevaban décadas como emigrantes en Estados Unidos y han vuelto ahora para participar en la rebelión. (Es un rasgo habitual entre los reporteros que dependen de la anglofonía). También el triste destino de los colegas de la «tribu», muertos en tiroteos en el frente, ocupa cierto espacio en estas crónicas. Pero buscarán en vano una sola referencia a las tribus de Libia que, según se ha dicho, determinaron enormemente las lealtades en esta guerra civil. Es posible que no fuera cierto: hay mucho analista aficionado a las explicaciones orientalizantes a las que la palabra «tribu» otorga su valor exótico, pero en tal caso, el periodista habría hecho bien en refutarlo, contarnos por qué algunos se levantaron contra Gadafi y otros no. Porque eso de que Gadafi únicamente disponía de mercenarios, como dicen los rebeldes, eso espero que no se lo haya creído usted, lector.

No mejora el conjunto el hecho de aquí nos encontramos ante una fiel selección de las crónicas enviadas por Anderson desde el frente a los medios con los que colabora (imaginamos que principalmente, o quizás únicamente, The New Yorker). ¿Selección? Quizás esta edición simplemente reúna todas las crónicas. Eso explicaría por qué numerosos sucesos y entrecomillados aparecen dos veces: primero en un reportaje breve, y más tarde en otro extenso. El combatiente que murió en la página 40 vuelve a estar vivo en la 70 para morir nuevamente en la 90: parece que entre febrero y mayo de 2011, la mejor historia conseguida por el reportero es la de un emigrante libio retornado cuyo hijo se va al frente.

Es a partir de la segunda mitad del libro, y el segundo viaje a Libia, cuando la mirada del reportero se vuelve un poco más analítica, menciona factores geopolíticos: el apoyo de Arabia Saudí y Egipto al bando de Tobruk, el “no islamista” (¿o quizás sería más correcto “menos islamista?”) y el de Qatar y Turquía al de Trípoli, que cuenta con las milicias islamistas radicales. Es decir, lo que usted pudo leer en su diario habitual. Por qué unos países apoyan a unos y otros, a otros, cómo se materializa ese apoyo, cuáles son los intereses ocultos o abiertos, por qué el Daesh (ISIL) hace su aparición en Libia, si tiene respaldo en la población, y con qué motivo, de dónde saca dinero y municiones, de todo eso nada sabremos. Anderson llega donde todos, y ya. O incluso menos: nada se dice de por qué la población amazigh de las montañas de Nafusa y de la ciudad de Zuara, fervientemente laica, se haya aliado con el Gobierno islamista de Trípoli, y no con Tobruk.

Esta impresión no se quita siquiera en la última veintena de páginas, en teoría la más interesante del libro, porque aquí, el reportero se siente cara a cara con el general Khalifa Haftar y con sus contrincantes en Trípoli y toma nota de sus opiniones, es decir, su propaganda de guerra. Pero confrontar versiones de propaganda no es lo mismo que establecer hechos. ¿Realmente un grupo islamista mató a 270 abogados, jueces y activistas en Bengasi en verano de 2014, como asegura Haftar, o es mentira, como alegan sus enemigos? Parece ser que el  periodista no ha tenido tiempo de hablar con testigos, de reunir datos, de investigar. No se puede, cuando uno es paracaidista, cuando uno desconoce el país y el idioma y tiene pocos días para reunir titulares.

Así está la profesión, y Anderson será el mejor, pero no llega a desmentir, con este trabajo en concreto, ese otro adagio que dice que las noticias de ayer sirven para envolver bocadillos. Para que valga la pena ponerlas en la estantería en formato de libro, hace falta un tipo distinto de periodismo. Un periodismo que entienda a Capa de otra manera: no se trata de estar más cerca de las balas, sino de quienes disparan.

Crónicas de un país que ya no existe. Libia, de Gadafi al colapso (Sexto Piso, 2015), de Jon Lee Anderson200 páginas | 21 € | Traducción de Gabriel Pasquini

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