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Bien, bárbaro, todo tranquilo, todo tranquilo

9788433998248ANTONIO RIVERO TARAVILLOExiste una rara simetría entre los dos volúmenes de cuentos de la bonaerense Mariana Enriquez publicados entre nosotros por Anagrama. Si en España se ha dado a conocer la autora con notable éxito gracias a Las cosas que perdimos en el fuego (2016), flamante Premio Estado Crítico de Narrativa, Los peligros de fumar en la cama (2017, primera edición argentina en 2009) se trata de una colección que comparte mucho con aquella y se puede decir que constituye su sólido precedente. Ambos libros hablan de fuego (incendio o cigarrillo), ambos se componen de doce cuentos, tienen parecida extensión y, volviendo a sus títulos, enuncian sendos endecasílabos. Como si la experiencia fuera un grado (que lo es), Enriquez mejora la prosodia y el endecasílabo con acentuación en séptima de 2009 pasa a ser de ortodoxa sexta en 2016. (Lo del acento me lleva a preguntarme por qué va sin tilde el apellido de la autora, ¿acaso lo pronuncia su familia como aguda? Y esto a su vez me hace divagar hacia el apellido de su compatriota Sabato, que no debe escribirse con tilde porque aunque se pronuncie sábato responde al apellido italiano que nombra al día que va entre el viernes y el domingo, y no va acentuado en la lengua dantesca.) Por si fuera poco, en la página 95 de cada uno de los dos volúmenes aparece la palabra “siempre”. Y en la 182 de uno y otro, el artículo “la”.

Naturalmente, esto último es casualidad propiciada porque las tales palabras no son raras; de hecho, la segunda es habitualísima. Pero la coincidencia, traída por los pelos a propósito, y cierta obsesión con la tilde y poner los puntos sobre las íes, esta puntillosidad, sirven precisamente para subrayar una idea que me parece cardinal en estos relatos: el paso de lo que parece lógico, normal, explicable, a lo obsesivo, lo antinatural, lo estridente, lo perturbado. En Los peligros de fumar en la cama, como en el libro siguiente (anterior, como dije, en su presentación editorial en Anagrama), los protagonistas suelen ser niñas o muchachas, y abunda el narrador en primera persona, junto con el cultivo de lo que está al límite, del mundo de los fantasmas, de lo espectral y abisal, de la brujería. Incluso a veces –y vuelvo al párrafo anterior– a lo dantesco, pero ya no aplicado al idioma de Dante sino a su Infierno. Tiene un punto anglosajón pasado por lo céltico, como sucedía con Angela Carter y autoras de su línea, como la semisecreta gaditana Pilar Vera (Cámara oscura, 2010) o, por buscar un par de generaciones atrás, cierta Cristina Fernández Cubas. Una escuela, en suma, de la espinosa imaginación.

“El desentierro de la angelita”, primer cuento de la colección, ya indica lo extraño, y el terror tamizado por cierto costumbrismo reaparece en la siguiente pieza, “La Virgen de la tosquera” (una tosquera, palabra con la que no tiene trato el DRAE, es una laguna artificial, un yacimiento de piedra tosca cubierto de agua que puede ocultar pozos peligrosos, en los que periódicamente perecen ahogados chicos como los que protagonizan el cuento). Al terminar esta historia, las chicas, tras haber dejado atrás a una pareja en situación muy comprometida, se montan en un autobús y preguntadas por el conductor responden: “Bien, bárbaro, todo tranquilo, todo tranquilo”, aún con un pie en lo normal y otro en el horror. “El carrito” recrea el viejo tema del maleficio o plaga del que algunos señalados se salvan y como sucede por lo común con lo que escribe Enriquez el terror y lo sobrenatural se codean con lo real y cotidiano (en este caso, el contraste entre un barrio de clase media con la sordidez de las “villas miseria”, más el choque entre dos tipos de borrachos, el servil pero duro con los que están peor que él, y el libre). De un exorcismo incompleto, con truco, por así decir, trata “El aljibe”, en el que hace acto de presencia San La Muerte (hay otras figuras de culto funerario como en el primer relato de Las cosas que perdimos en el fuego que no hay que confundir con la Santa Muerte mexicana). “Rambla triste” se desarrolla en Barcelona y participa, vasos comunicantes, de esos chicos de la calle que pululan por cuentos que se desarrollan en Buenos Aires. No es en mi opinión de los más destacables, salvo por el eco de El ángel exterminador de Buñuel y la imposibilidad de escapar. “El aljibe”, con su balneario solitario, recuerda al pavor del hotel aislado en la nieve de El resplandor (Stephen King es un autor de referencia para Enriquez). También, remite explícitamente a la veta terrorífica de Jane Eyre y, más allá de Charlotte Brontë, de toda la literatura en torno a “la loca del ático”.

“Dónde estás corazón” es para mí uno de los mejores cuentos del volumen, donde logra poner los pelos de punta una parafilia sorprendente pero muy bien expuesta en su atormentado ‘in crescendo’. “Carne”, siendo una exageración, no está lejos de la exageración que es el fetichismo de tantos seguidores de músicos y celebridades, abducidos por sus ídolos y aquí no resignados a ser espectadores pasivos. De las modernas relaciones de chats es “Ni cumpleaños ni bautismos”, donde se hace mención a unas pastillas que llevan el nombre de una serie de poemas no muy conocidos ni inteligibles de W. B. Yeats. Retoma la idea de “la loca del ático” y tiene algunos momentos turbadores. El décimo cuento, “Chicos que faltan”, es un cruce de caminos (‘Crossroads’ es título yeatsiano) entre las leyendas sobre ‘changelings’ de Irlanda, esos niños raptados en cuyo lugar se deja una especie de zoquete medio zombi, y, aunque sutilmente, los hijos de los desaparecidos por la dictadura argentina. Se trata a su vez de uno de los más cinematográficos. La narración que da título al libro no es de mis preferidas, a pesar del lirismo de alguna imagen. Sí queda el listón bastante alto con “Cuando hablábamos con los muertos”, donde el espiritismo toma las riendas del vaso del cuento y lo hace moverse con comunicaciones de ultratumba. Yeats, como tantos, fue adicto a ellas y, más reciente, otro poeta: James Merrill en La luz cambiante en Sandover y en especial en El libro de Efraín, donde cada una de las secciones del libro se abre con una letra capital del alfabeto empleado en la ouija. Aquí son unas adolescentes las que tienen sus experiencias con los difuntos.

No hay temor a encontrar en Los peligros de fumar en la cama expresiones difíciles para el lector español. La lengua –porteña, claro– es precisa, eficaz, ágil, sin barroquismos. El libro tiene dos gazapos, fácilmente subsanables en la segunda edición que merece (como ya tiene segunda Las cosas que perdimos en el fuego): en la página 19 se lee “también le compré una venda tipo más cara para la cara” (lógicamente debe ser “una venda tipo máscara para la cara”); en la 130, donde se emplea la palabra “inhumación” debe decir “exhumación”. Si además se elimina la tilde en “quién se cree qué es Silvia” en la página 27, miel sobre hojuelas (que en un libro como este sugiere, por vía de errata o falta de ortografía, miel sobre ojuelos o, mejor aún, por su temática, mi hiel sobre ojuelos o, directamente, sí, mal de ojo).

Los peligros de fumar en la cama (Anagrama, 2017) de Mariana Enriquez | 208 páginas | 16,90 €   

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