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¡Bien-ha-lla-dos!

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Cosas que siempre quise contarte

Miguel Ríos

Planeta, 2013

ISBN: 978-84-0811-228-0

400 páginas

19,90 €

 

 

Alejandro Luque

Conservo una foto de adolescente, junto a Miguel Ríos, en un hotel de Tarifa. Yo veraneaba con mi familia y él actuaba por aquellos días en Algeciras, de modo que coincidíamos cada tarde en la piscina. El cantante lucía un bañador tipo slip a rayas negras y violetas, como los pantalones que llevaba en el directo de El rock de una noche de verano. He vuelto a ver ese concierto y a admirarme con el despliegue de energía y recursos técnicos, y también a sentir cómo toda aquella parafernalia, que alguna vez fue lo más, acabó padeciendo los estragos de la obsolescencia. Sobre todo el lenguaje: oyes al artista decir “la basca” o “guay del paraguay” y entiendes de golpe la enorme crueldad del paso del tiempo y la fugacidad de las modas.

Es precisamente eso lo que más me interesaba de estas memorias, saber cómo y por qué alguien que fue un ídolo de la modernidad, primero icono hippie y luego uno de los pioneros del rock en un país muy refractario -por no decir alérgico- a esta música, fue arrumbado en el trastero. Entrando ya de lleno en estas páginas, lo primero que cabe agradecer a Miguel Ríos es el mismo esfuerzo de escribirlas, y la voluntad de estilo que acompaña a dicho empeño. Nuestro país sigue desconfiando del género biográfico, ignorante de que la memoria colectiva se construye también con el relato personal.

El granadino hace un repaso a su peripecia personal y artística con bastante franqueza, ego moderado y sobre todo buena mano, que para eso tiene un montón de amigos escritores. El resultado es un libro que se lee muy bien, tanto que no nos hubiera importado que tuviera cien páginas más. La historia del chaval de pueblo, de extracción humilde y pocas luces, que da el salto a la gran ciudad siguiendo su sueño, logra ir más allá del estereotipo y refleja muy bien el espíritu de la época, el paisaje subdesarrollado del tardofranquismo y las precariedades de una industria musical que muy pronto sería devorada por las multinacionales. Lo íntimo y lo público se van entrelazando para narrar el ascenso a los cielos de la fama y la fortuna, desde las ferias rurales a las plazas de toros y los campos de fútbol, sin olvidar su fascinante aventura estadounidense y sus giras latinoamericanas.

También se muestra muy honesto Miguel Ríos confesando que no todo el monte fue orégano, que hubo en su trayectoria pasos en falso y estrepitosos tropezones. Le honra asimismo la continua alusión a los músicos que le escoltaron desde la sombra: algún malpensado creerá que lo hace porque cada nombre citado en un libro es un potencial ejemplar vendido, pero en un panorama musical en el que Madonna esconde a sus intérpretes detrás de un biombo para que no disputen la atención al cuerpo de baile, es de muy bien nacido acordarse de los guitarristas, bajistas y bateristas que han puesto su grano de arena para que uno acabe siendo quien es.

Claro que el libro tiene también pasajes que harán levantar alguna que otra ceja. El autor arremete con todo derecho contra la piratería –y contra los políticos que fueron enormemente laxos a la hora de combatirla–, y alguna colleja le caen también a los promotores sin escrúpulos. En cambio, se muestra bastante indulgente con el tinglado discográfico, esa cueva de Ali Babá cuyo hundimiento casi nadie ha llorado, o con la Sgae, que prácticamente no se menciona, pues Teddy Bautista asoma apenas como músico de Los Canarios y acreditado experto en amplificación, y no como el bandido recaudador que dicen que fue. Oportunidad perdida, porque solo desde una necesaria autocrítica en el seno del ‘music business’ se podrá afrontar con determinación el dificilísimo futuro del sector. Miguel Ríos se ha retirado ya de los escenarios, pero su experiencia y su conocimiento serían sin duda muy valiosos para aportar ideas al respecto.

Otra cosa que hubiera convenido explicar mejor es el progresivo desmantelamiento de los circuitos privados a partir de los 80, cuando ayuntamientos dispuestos a entramparse hasta el delirio asumieron el papel de contratadores y los cachés se dispararon.

Esa otra burbuja parece una suerte de tabú en el ámbito musical, y sin embargo ayuda a explicar muy bien por qué, tras la resaca del 92 y hasta hoy, la música en directo en España sería lo más parecido al paisaje después de una batalla, con sus colinas regadas de cadáveres y sus apretados festivales humeando en el horizonte. Por lo demás, entre estas Cosas que siempre quise contarte encontramos los coqueteos con las drogas, los revolcones con las groupies, la progresiva toma de conciencia política y las pequeñas historias con compañeros de profesión como Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina, Antonio Vega o Enrique Morente.

Vuelvo sobre esa foto en la que aparezco con pelo y unos abdominales como tabletas de chocolate, y ese sonriente Miguel Ríos en evidente buena forma. ¿En qué momento el astro dejó de ser el asombro de la masa y pasó a ser considerado un fenómeno pasado de rosca, un carroza? (Y sí, soy consciente de lo carroza que suena hoy la expresión “carroza”). Tengo dos explicaciones posibles: una es la connatural ingratitud del español, su facilidad para arrojar al cubo de la basura a aquello que apenas ayer veneraba, el mezquino placer que sentimos viendo caer las estatuas de nuestros héroes.

La otra razón podría tener más que ver con la propia actitud del granadino. Sus memorias no esconden que el gran motor de su carrera fue el hambre de éxito, de reconocimiento, de gloria. Para ello dio no pocos bandazos, compaginó su innegable vocación rockera con una indisimulable ansiedad por adivinar por dónde soplaban los vientos, qué tecla convenía pulsar en según qué momento. Es una opción legítima, pero también un obstáculo en la máxima aspiración de un rockero: la autenticidad.

Aunque las comparaciones sean siempre odiosas, también pueden ser elocuentes: comparemos a Miguel Ríos, por ejemplo, con Rosendo Mercado. El primero ha hecho, sin duda, mucho más dinero y popularidad, pero el segundo cuenta con muchos más incondicionales, de esos que alardean de poseer todos sus discos y de seguirlo desde el primer día. Ambos son dos grandes, pero Rosendo siempre prefirió hacer sus propias canciones en vez de escoger posibles pelotazos en el catálogo de una compañía, no cambió de indumentaria cada dos años, no hizo películas con Pili y Mili, nunca habría permitido que transformaran su apellido en Market y nunca se fue de gira con Víctor Manuel y Ana Belén, muy respetables, pero ajenos por completo al rollo rockero. Quiero decir que en la música, como en la literatura o el cine, las elecciones de este tipo abren unas puertas y condenan otras, y hay que ser consciente de lo que podemos dejar en el camino.

Llegamos al final del libro convencidos, sí, de que Miguel Ríos ha sido y es un grande. Que sus concesiones al mercado no empañan, no del todo, sus admirables riesgos y sus muchos méritos. Que hizo significativas aportaciones a la música en televisión, especialmente con aquel memorable ¡Qué noche la de aquel año!. Que fue de los que abrieron el camino para muchos, y aportaron lo suyo para que saliéramos de una vez de la larga noche medieval en la que nos había metido el gallego bajito aquel que tenía tan mala leche. Y que ha tenido el coraje y el arte de dejar su testimonio por escrito, para compartirlo con todos nosotros.

Me detengo, en fin, en la foto de cubierta sobre la mesita de noche: esa imagen de Miguel Ríos caminando por la carretera que inevitablemente nos recuerda su Blues del autobús. De pronto, algo falla. ¿Qué es? Su mano derecha, asiendo la funda de una guitarra… Miguel Ríos no ha tocado jamás la guitarra, él mismo lo confiesa en estas memorias. Y tampoco lo imaginamos, desde luego, haciendo de «pipa» para sus guitarristas. Está, pues, dando el pego, y haciéndolo sin ninguna necesidad aparente, solo porque alguien en la editorial Planeta ha pensado que quedaba mejor, qué sé yo. ¡Cosas del rocanrol!

admin

3 comentarios

  1. Excelente reseña, Sr. Luque, como acostumbra usted a facturarlas. Lo que no entiendo es la alusión a Iván Ferreiro en el penúltimo párrafo. Ahí me pierdo.

  2. Lo siento, Frankie, temía que toda la atención se fuera para el documento gráfico, y mi reseña pasara a muy segundo plano. Pero me echaré una copia en la cartera y os la enseñaré cuando nos veamos por ahí, para que no creáis que es invención… Amigo García, hace falta ser mal pensado… ¡Iván Ferreiro! El viento de la Alpujarra yendo a 150 me lo tiene loco. ¡Un abrazo y tápese el pechito!

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