Thomas Frank
Alpha Decay, 2011. Colección «Héroes modernos»
ISBN: 978-84-92837-11-3
440 páginas
25 €
Traducción de Mónica Sumoy y Juan Carlos Castillón
Fran G. Matute
El eterno dilema: ¿Qué fue antes? ¿La gallina o el huevo? Sobre este incómodo concepto pivota este inquebrantable y espléndido ensayo de Thomas Frank, titulado La conquista de lo cool (1997). ¿Fue la revolución de la contracultura norteamericana de los años sesenta la que cambió el mundo o fue un producto más de la cultura de masas creada por el capitalismo? Thomas Frank parece decantarse más hacia la segunda opción. Fueron las agencias de publicidad de Madison Avenue las que inocularon en la población las ansias del inconformismo consumista; fue el sistema capitalista el que ideó todo el imaginario colectivo asociado al movimiento ‘hippy’. Una vez más, fue el individuo el que se dejó engatusar por los cantos de sirena corporativistas. Si eres un soñador, un hijo de la era de Acuario, un idealista, un woodstockniano… no te va a gustar leer este fantástico y completo estudio sobre las relaciones entre la publicidad, la cultura y el consumismo de los años 60. Si alguna vez creíste que aquélla fue la época de la auténtica revolución, ha venido Thomas Frank a joderte el invento.
La conquista de lo cool parte de la hipótesis de que los años de la contracultura no fueron sino una reacción al capitalismo más anquilosado y marmóreo. Ese que se impuso durante los años de esplendor del ‘American Way of Life’ y que tan bien retrató en sus novelas Richard Yates y en sus películas Douglas Sirk. Porque no era oro todo lo que relucía en aquéllos barrios residenciales cortados bajo el mismo patrón, con sus utilitarios fabricados en serie, esas espléndidas esposas de calendario, esos trabajadores de traje gris y sombrero de ala ancha. El capitalismo se volvió aburrido y la abundancia tornó en conformismo y homogeneización. Precisamente contra aquélla uniformidad impuesta surgió ese halo de individualismo anticonsumista, de aparente ruptura con el sistema, que posteriormente se denominó -en su acepción más amplia- «contracultura» pero que, en su fuero interno (o al menos así lo contempla Thomas Frank en su análisis), no era sino una forma de personalizar el ansia consumista. De tener cosas que no tienen los demás. De diferenciarse. De ser único. Y esa ansiedad por «individualizarse» fue captada por las agencias de publicidad más avezadas y desarrollada con enorme éxito en sus campañas.
Así, bajo esta premisa, Frank desgrana el funcionamiento de las agencias de publicidad más éxitosas de Madison Avenue (J. Walter Thompson; Doyle, Dane, Bernbach; Wells, Rich, Greene…) y destaca la personalidad de sus principales y excéntricos ejecutivos creativos (Bill Bernbach, Jerry Della Femina, George Lois, David Ogilvy…), su visión del negocio de la cultura y su acierto en identificar, de una forma absolutamente distinta a como estaban funcionando las empresas hasta entonces, las necesidades más básicas de estos «rebeldes» del sistema. Pretende con ello Thomas Frank poner en evidencia que los cambios que se pusieron de manifiesto durante la década de los sesenta en todos los ámbitos de la cultura (desde el cine, pasando por la moda, la música, el arte o la literatura) también hicieron mella en uno de los actores más importantes -si no el que más- del sistema capitalista: las empresas. Pero no se me asusten, pues éste no es un ensayo de corte empresarial sino sociológico. Algo así como más Harper’s Bazaar y menos Harvard. Afirma Frank, por tanto, que las grandes compañías, sujetas a reglas de funcionamiento tan estrictas como efectivas, comenzaban a perder su contacto con la realidad. Tenían que adaptarse a los tiempos que corrían. Entender a la juventud, a los «inconformistas». Y la única extremidad de la anquilosada estructura corporativista que supo no sólo adaptarse sino adelantarse al cambio fue el marketing.
Baste recordar que en 1960, uno de los grandes economistas y teóricos de la publicidad del pasado siglo, Theodore Levitt, escribió su celebérrimo artículo «Marketing Myopia» (que sorprendentemente no es citado por Frank en todo el ensayo, quizás por ese prurito sociológico al que hacíamos referencia con anterioridad), que introdujo un cambio radical en la concepción del producto por parte de las empresas, y su forma de presentarlo al mercado. La «miopía» a la que hacía referencia Levitt era la que sufría la industria en aquél momento que, en términos generales, únicamente se orientaba hacia el producto en lugar de hacia las necesidades del cliente/consumidor, cuyas prioridades básicas estaban claramente cambiando a principios de los años sesenta. En este sentido, afirma Frank en su ensayo que:
«Afortunadamente la revolución contra el conformismo no fue una rebelión contra el consumismo o la institución de la publicidad. De hecho, (…) los mejores anuncios (…) no sólo nacían del nuevo rechazo a los convencionalismos sino que lo habían provocado e incluso ‘anticipado’. La sociedad de masas era ahora el objetivo de una sublevación generalizada y lo alternativo se estaba convirtiendo en un estilo cultural muy extendido, pero mientras estuviese atenta y abrazase la crítica de la sociedad de masas, Madison Avenue podía cabalgar sobre la ola del malestar hasta alcanzar nuevas cimas de prosperidad. En el fondo, la contracultura no era sino una rama de la misma revolución (…).»
Es, por tanto, vía las agencias de publicidad, que la contracultura llegó también al mundo empresarial y gracias a ellas se consiguió desarrollar una imponente campaña de «consumismo diferenciador» que conformó gran parte de los símbolos contraculturales que hoy día se asocian, por ejemplo, con el movimiento ‘hippie’ (léase, la furgoneta Volkswagen o la Generación Pepsi). Es, precisamente, a través de un minucioso estudio de las grandes áreas de consumo norteamericanas del momento (la industria automovilística, el tabaco, las bebidas alcohólicas, la moda masculina y los refrescos de soda), que Frank analiza la capacidad de adaptación de las empresas a ese nuevo cliente/consumidor al que hacíamos referencia. Para ello se realiza un completo análisis de los diferentes anuncios que las grandes marcas «contraculturales» idearon durante la década de los sesenta y cómo sus mensajes y logos publicitarios eran asumidos por la juventud más alternativa, siendo ésta la prueba definitiva del éxito del nuevo enfoque que las compañías querían dar a su ‘portfolio’.
¿Y qué vigencia puede tener un ensayo como éste, escrito hace cerca de quince años y que versa sobre lo ocurrido cinco décadas atrás? Me alegro que me haga esa pregunta, amigo lector. Pues este es el ‘quid’ de la cuestión. ¿Vigencia? ¿Aplicabilidad práctica? Al margen de que la lectura de La conquista de lo cool pueda hacer las delicias de los amantes de Mad Men (téngase en cuenta que el libro fue escrito antes de que se emitiese la éxitosa serie de Matthew Weiner, por lo que no se hace referencia alguna a Don Draper -por cierto, personaje moldeado sobre el perfil del publicista creativo Leo Burnett– y compañía), la realidad es que la época que contempla, el modelo sobre el que Thomas Frank basa sus conclusiones, es fácilmente equiparable a lo que está ocurriendo en nuestros días. En su capítulo final -titulado «El inconformismo, el estilo oficial del capitalismo»- Frank incluye las que a mi juicio son las reflexiones más memorables de este ensayo al valorar, desde la perspectiva histórica, el legado de la revolucion consumista de los sesenta, la cual cayó en desgracia con el cambio de década (el autor cita el Congreso Democrático de Chicago, Altamont, los Weatherman o Charles Manson, como los acontecimientos definitorios del fin de la revolución a principios de los 70). Hoy podemos percibir, con más claridad que nunca, que la revolución contracultural cayó en saco roto (no hay más que ver cómo estamos), pero como afirma Frank «[a]ctualmente hay pocas cosas más queridas por los medios de comunicación que la figura de rebelde cultural, el individualista insolente que se resiste a los mandatos de la civilización de las máquinas. (…) el rebelde se ha convertido en el cliché supremo de los entretenimientos más populares, el símbolo más importane del sistema que se supone que está subvirtiendo. En publicidad es el líder supremo».
Este es pues el gran legado de la revolución de los sesenta. El único que queda vigente hoy día. Hasta el punto de que «(…) los publicistas de los noventa continúan imaginándose el mercado como un lugar en perpetua revolución, siguen considerando el espíritu como la actitud ideal del consumidor, y al mismo consumismo como una máquina que avanza locamente hacia adelante gracias a un combustible tan abundante como es el disgusto popular hacia el propio consumismo.» Hoy día se estudia en las escuelas de negocios la teoría del ‘Long Tail’, que tal y como lo formuló Chris Anderson en 2004 en la revista Wired, supone una nueva aproximación al mercado, esta vez amparada en la especialización del consumidor, buscando vender menos cantidades de más productos. Es el sistema que pone en práctica Amazon o eBay. Es el sistema en el que nos movemos todos los consumidores hoy día. Es el equilibrio, en virtud del cual, seguimos creyendo que somos «únicos», que podemos comprar a nuestro antojo y ser diferentes. Esta nueva era de la publicidad no es analizada por Frank en su ensayo, por una mera cuestión temporal, pero mucho nos tememos que de realizar una comparativa de las técnicas de marketing aplicadas hoy día a los productos más en boga entre los consumidores alternativos, encontraríamos mucha similitudes con las conclusiones a las que llega Thomas Frank en este impagable, pletórico y desmitificador ensayo que todos deberían leer ahora que se acercan las fechas más salvajes del consumismo de masas.
Me quito la boina, Frankie. Chapó.