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Cabalista de palabras

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La tristeza de las fiestas

Mariano Peyrou

Pre-Textos, 2014

ISBN: 978-84-15894-44-5

126 páginas

17 €

 

 

 

Sara Mesa

Es algo que repito con frecuencia: el ingenio no es más que otra manifestación del virtuosismo -y al igual que detesto el virtuosismo formal, no me interesa tampoco demasiado el conceptual-. Por mucha capacidad que tenga el virtuoso de brillar -en especial en las distancias cortas- a menudo, detrás de ese chisporroteo, no hay nada. El chisporroteo, a veces, ni siquiera deslumbra -aunque sorprenda-. Cuanto más ingenioso se es, más rápido pueden llegar a producirse efectos no deseados, no sólo el del hartazgo, sino también el de la decepción. El ingenio, dice uno de los personajes de este libro de cuentos, es la cara frívola de la inteligencia. Me parece una excelente manera de expresarlo. Y aunque este comienzo parece que va a conducirnos a una crítica negativa, es justo lo contrario. Porque a veces, esas raras veces en que el ingenio se acompaña de sustancia, el resultado puede ser fascinante. En ese momento es cuando yo dejo de llamarlo «ingenio» -a secas- y lo llamo «talento» -sin más-. Y en este libro de cuentos, que supone un dignísimo debut en la narrativa del poeta y traductor Mariano Peyrou, he encontrado verdadero talento. Y mucho.

La tristeza de las fiestas es un original libro de cuentos unidos, en su mayoría, por el tema central del amor, o más bien del enamoramiento, la atracción erótica y los mecanismos de seducción, con su anverso y su reverso: deseo y temor, línea recta y curvas, muchas curvas. Salvo la última pieza -“Teatro”, escrita bajo forma de diálogo dramático- se trata de cuentos muy breves, de diferentes tonos, que se leen de una tirada y casi sin coger aliento -hay que expulsar bien el aire entre uno y otro, eso sí-. El catálogo de situaciones es igualmente variado -y casi siempre inquietante-: desde el triángulo amoroso en los maravillosos “Tres rosas” y “Lluvia y descartes” a la búsqueda infatigable del amor en “La tristeza de las fiestas”, desde el conflicto entre monogamia y promiscuidad en “Las ciencias exactas” a la irrealidad del proceso de construcción -pura fabulación- del ser al que amamos en “Homenaje”, pasando por los ritos sociales que rodean al sexo en “Teatro”. Peyrou disfruta escribiendo, experimentando -se le nota-, pero si sus relatos brillan es porque más allá del constante juego con el lenguaje hay, como decía al principio, un sustrato que desazona.“El amor es un juego para idiotas”, dice un personaje, al que contestará otro enseguida: “El amor es una búsqueda de distancia. Te vas acercando más y más mientras pisas un terreno común, pero en el fondo parece que buscas un motivo, que siempre aparece, para poder alejarte”. Además de esta visión típicamente proustiana -la del joven Marcel con su Gilberte o su Albertine-, lo que aquí se plantea es el desdoblamiento del enamorado y la imposibilidad de conciliar impulsos, cuya plasmación más clara es, quizá, la doblez misma del lenguaje.

Precisamente por eso, creo yo, Peyrou guarda tanto las formas. Cada palabra cuenta, porque, como afirma otro personaje, “hay palabras con las que hay que tener mucho cuidado: todas”, y no es lo mismo apellidarse “Poblador” que “Portador”, como vemos en “Homenaje”. Desde la disertación a la entrevista, el diálogo o la ensoñación, todas las formas que maneja Peyrou para narrar están tocadas por su innegable capacidad para explorar con las posibilidades del lenguaje, que no es más que explorar con todas las posibilidades del amor. Este presupuesto conduce incluso a subvertir la lógica gramatical: jamás leí una distorsión mayor del uso del “nosotros” que en el cuento “Política exterior”: “No necesitamos estar siempre de acuerdo. No solemos estarlo. De hecho, nosotros tenemos una secreta sensación de desconsuelo compatible con una pública aureola de satisfacción, mientras que nosotros nos sentimos más cómodos exhibiendo nuestras derrotas y ocultando humildemente nuestros vergonzosos triunfos”. Brillantes son también los juegos de palabras en el discurso entrecortado de “Efectos secundarios”, pero sobre todo en el muy quevediano “Roma” -ya sabemos, «amor» al contrario-, con una acumulación de palíndromos, retruécanos y aliteraciones que ponen de manifiesto “el descubrimiento bilateral de las palabras”, esa bifurcación del discurso que es también, en el relato, la bifurcación del amor, ese juego de ser un “cabalista que explora y diseña el doble fondo del sentido”. Desconozco las filiaciones narrativas de Peyrou, argentino de nacimiento, pero su estilo -en el que se dinamitan, de manera espontánea, todas las convenciones imperantes en la narrativa corta de taller- me ha recordado a veces al de dos grandes del cuento español actual: Eloy Tizón e Hipólito G. Navarro, y con decir esto creo que digo mucho. Al igual que ellos, existe en sus  cuentos una constante voluntad de retorcer el lenguaje, de exprimirlo, de sacarle gota a gota toda su savia, hasta que lo que queda es justo lo que ilumina o duele: las dos caras, al fin y al cabo, del enamoramiento.

Al final, lo que nos muestra este excelente volumen de cuentos es que el lenguaje es símbolo, y que su polisemia, sus matices, la superficie tersa de las palabras y las profundidades desordenadas de sus significados, representan la lógica -o ilógica- del ser humano, y cómo no, del amor. El lenguaje se difumina: el amor también. El lenguaje se dispersa, se condensa o se multiplica: el amor también. El lenguaje abre caminos insospechados: el amor también. Ambos van de la mano en su disgregación y en la tensión constante entre norma y libertad. El narrador de “Efectos secundarios” los entremezcla como nadie: “Comprender esta degradación del pensamiento y del lenguaje decididamente te amo, y pretendes con más ímpetu que dirección ensamblar los fragmentos que empiezan a amontonarse en torno a la guillo”. El coleccionista de “La Colección” también tiene claro que lo que hay que registrar no son las mujeres con las que ha estado, sino sus nombres. Y nosotros, cuando cerramos el libro, es cuando comprendemos mejor que nunca el significado de su título: La tristeza de las fiestas, porque sí, porque no lo neguemos, porque el amor es pura paradoja, fiesta, pero también tristeza.

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