ILYA U. TOPPER | Cuando teníamos veinte años e ínfulas literarias, casi todos escribimos algún relato que recreaba un día en la vida de alguno de los grandes escritores o artistas que admirábamos: era hermoso intentar imaginar la escena real tras los espejos que el autor nos ponía delante en forma de obra. Casi todos, creo, tuvimos suficiente suerte o criterio para no publicarlo nunca.
Porque para darse cuenta de que aquella imaginación es una especie de onanismo literario (para no llamarlo necrofilia) basta un ejercicio muy sencillo: releer el texto imaginándonos que no sabemos nada de aquel Jorge Luis, aquel Mario, aquel Vincent. Es decir, no dándonos por enterados de ninguna alusión a lo que se supone que el lector ya sabe. ¿Se sostiene el cuento? Entonces es bueno (pero es innecesario que incorpore el nombre de un artista fallecido: cámbieselo). ¿Se convierte en un galimatías de escenas apagadas que solo cobran luz y color cuando uno se da cuenta de los guiños a la obra o la vida real? Entonces usted no ha compuesta una obra: ha hecho un arreglo sobre la de otro.
Confieso: en gran parte es mi propia ignorancia respecto a los clásicos que me ha hecho leer la novela de Ersi Sotiropoulos como si no tuviera la menor idea de quién es aquel Constandinos que se pasea con su hermano por París, escribiendo cartas a amigos con nombre griego en Alejandría, recordando algún momento de su infancia en Inglaterra o en Constantinópolis, mandándole saludos a contrapelo a su madre. Una madre que en el fondo detesta, pero de la que no podrá desprenderse. Como todos los gays, diría alguien educado en el cliché.
Porque que aquel Constandinos es gay, eso queda claro desde el principio. Unas escenas de autoerotismo algo pegajosas lo confirman muy pronto, pero lo que no queda claro es si debe ocultar esta condición a los más cercanos o es algo que se da por muy asumido en un moderno París fin de siècle. Un París donde el sueño húmedo de cualquier turista que se precie es ser llevado en calesa, bajo grandes medidas de secretismo, al Arca, aquel palacete en las afueras donde se llevan a cabo, eso afirman, las orgías más refinadas de la alta sociedad.
Ese Arca está ahí desde el principio como una promesa que pretende darle tesón a las jornadas de turismo parisino con el hermano, John, a rastras de aquel homúnculo que es el griego Mardaras, un cicerone, mejor dicho un caricaturesco virgilio en el primero y segundo de los siete círculos del infierno de París que se las da de paraíso. Bastante insoportable, pero sin un contrapunto que no fueran las propias tormentas de nuestro protagonista, la mayor parte del tiempo ahogado en dudas sobre la validez de la poesía que escribe y la aceptación que le brindará el mundo. En fin, a qué altura se halla en su particular escalada del Parnaso. Baudelaire, Rimbaud, Hugo, vuestra talla me aplasta, dice. Normal, dan ganas de responder: para que no te aplaste será preciso no querer escribir como Baudelaire, Rimbaud y Hugo.
De los pocos versos dispersados aquí y allá en la obra no puedo colegir si la intención de la autora es inducirnos a que le demos la razón al protagonista cuando duda de su valía, o que exclamemos: Pero chaval, ¡si escribes como los dioses! Claro, para juzgarlo no solo haría falta que la autora hubiera metido más lírica sino también que los traductores hubiesen tenido el valor – que igual sí – de romper con la casi inquebrantable tradición traductoril española de convertir un poema original en una transcripción de significados desrimada en lugar de crear un poema nuevo en la lengua de destino. No lo sabremos: no hay materia prima en esta novela.
Al final, al menos, lo del Arca se lleva a un clímax, sí, no es una promesa vacía, pero la sensación de tedio que experimenta el poeta-mirón se traslada de forma íntegra al lector. Es todo muy nocturno y hasta amenazante, pero no sé a dónde querremos llegar. Personalmente albergaba la esperanza de que el viaje de vuelta – es inminente en la novela, el tren está a punto de salir – nos llevara al menos hasta Alejandría y nos permitiera descubrir un mundo del que poco sabemos, aquella Grecia en la orilla sur del Mediterráneo. Pero no. Un par de flashes de recuerdos, en eso se queda todo.
Esto es, en esencia, un libro sobre París la nuit. Salpicado de sueños homoeróticos, tormentos familiares – la madre a la que llaman “la gorda”, el hermano – y una especie de sopor de vivre que, con suerte, podría ser el preludio de una revolución interna que diera a luz a un nuevo poeta. Pero el libro terminará antes de que ocurra. Y yo me quedo igual.
Claro, quizás sería todo distinto si yo hubiera leído al tal Constandinos. ¿Cómo le decían los camareros del hotel parisino? Ah sí, Monsieur Cavafis.
Qué queda de la noche (Sexto Piso, 2018) | Ersi Sotiropoulos | 236 páginas | 19,90 € | Traducción del griego: Vicente Fernández González, Antonio Vallejo Andújar