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Cantes de ida y vuelta, que diría Quiñones

Durante este mes de julio publicamos reseñas especiales. Les hemos pedido a nuestros estadistas que escriban sobre el libro más destrozado que tienen en sus respectivas bibliotecas. Y éste es el resultado.

Poeta en Nueva YorkEDUARDO CRUZ ACILLONA | “Volando voy, volando vengo. Por el camino, yo me entretengo…” Hay libros que vuelan, que van y que vuelven. Como aquellos palos flamencos que el bendito y admirado Fernando Quiñones dio en bautizar “Cantes de ida y vuelta”. Son libros que sobreviven a jet lags y a maletas perdidas, que demoran su existencia agarrándose a esa leyenda del tiempo en la que se han instalado sus autores. Y que, como si de un romancero gitano se tratara, ahondan en la amistad que les une a su poseedor y a ese territorio mágico que es una biblioteca…

Durante el verano de 1967, nada podía hacerle sospechar al periodista William J. Egge, natural de Washington DC, que aquel libro que estaba comprando en una librería de Barcelona como recuerdo de sus vacaciones en Europa acabaría, veinticinco años después, en mis manos…

En el año 1992, yo trabajaba en Madrid y, entre otras cosas, preparaba el guion de una obra multidisciplinar que íbamos a estrenar la temporada siguiente en el Círculo de Bellas Artes. Contaba con dos artistas plásticos, una pianista, dos bailarines, un barítono y una actriz que recitaría los textos que yo me encargaba de escribir. La obra se titulaba “No duerme nadie por el cielo”, primer verso del poema “Ciudad sin sueño” incluido en el libro Poeta en Nueva York.

En las labores de producción contaba con la ayuda de una becaria norteamericana que respondía al nombre de Cristina Egge y que era, efectivamente, hija de aquel periodista de Washington. Tras sus vacaciones, regresó a Madrid a terminar su periodo de formación con nosotros y en su maleta portaba, de vuelta, el libro que su padre había comprado veinticinco años antes. Fue su regalo de despedida unos meses después. En la dedicatoria (“A Eduardo, mi amigo poeta” —qué inocencia—), me agradecía todo lo aprendido y me animaba a visitarla en su ciudad y escribir allí mi particular Poeta en Washington (insisto, bendita inocencia)

El ejemplar que habita en mi biblioteca acumula el cansancio del tiempo y de las distancias recorridas. Las cicatrices de su lomo semejan arrugas de experiencia. Las manchas, secuelas de aduanas, sellos de fronteras. Mientras, las páginas del interior, en ese papel marrón Torras, parecido a la estraza, crujen con timidez cuando las hojeas, como si de achaques de la vejez se tratara. A veces, cuando lo abro, me asalta el temor de que el paisaje de Manhattan se desparrame de manera irreparable por el suelo del salón de mi casa. Tengo entonces, como medida preventiva, la tentación de memorizar todos los poemas y salvarlos de la dispersión y casi segura pérdida. Devuelvo el libro a su hueco en la estantería y me alegro, una vez más, de tenerlo conmigo.

Yo aún no había nacido cuando la editorial Lumen decidió cumplir el deseo de Federico García Lorca de publicar su Poeta en Nueva York ilustrado con fotografías. De ellas se encargaron, cuarenta años después de su asesinato, Oriol Maspons y Julio Ubiña siguiendo el listado de indicaciones que en su día, al parecer, dejó escritas el poeta. Por su parte, la responsabilidad del diseño del libro (y de la colección completa, que se llamaría “Palabra e Imagen”) recayó en el arquitecto Óscar Tusquets.

Como curiosidad y cierre de este serendípico círculo, añadiré que, buscando en internet información sobre los datos de registro del libro para completar la información de esta reseña, he descubierto que un ejemplar del mismo puede contemplarse estos días, y hasta el próximo 23 de septiembre, en la Biblioteca Nacional, en Madrid, como parte de la exposición “La cámara de hacer poemas”, cuyos comisarios son el escritor Juan Bonilla y el crítico Horacio Fernández. Una excusa como otra cualquiera para regresar a Madrid y comprobar si todavía no duerme nadie por el cielo, Cristina mediante.

Poeta en Nueva York (Lumen), de Federico García Lorca | Sin paginación

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