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Capturando esa rara especie de indiferencia

Mi primo, mi gastroenterólogo
 
Mark Leyner
 
Pálido Fuego, 2013
 
ISBN: 978-84-940529-3-4

181 páginas
 
15,90 €
 
Traducción de José Luis Amores
 
 

Fran G. Matute

Cuando se publicó Nocilla Dream (2006) de Agustín Fernández Mallo se puso de moda, en la prensa especializada, el concepto “zapping literario”. La verdad es que yo no sabía qué era eso. No lo había escuchado nunca. Y, en su día, me pareció una etiqueta apropiada para definir la obra nocillera por antonomasia, con esa estructura tan fragmentaria, esas minihistorias que se acumulaban en su interior… Pero el caso es que, en aquel entonces, lo que estábamos asumiendo como “zapping” no era más que la acción de pulsar el botón del mando a distancia, el mero cambiar de canal sin ton ni son. Hoy ya sabemos que el “zapping” no es sólo eso. Hacer “zapping” implica un posicionamiento filosófico ante la vida (¡ahí queda eso!). Se trata de un vocablo que ejemplifica, mejor que nada, la necesidad imperiosa de saltar de un programa a otro pero no por una mera cuestión aleatoria sino como respuesta, única posible además, a la saturación y efimeridad de los contenidos que pueblan el mundo tan vertiginoso en el que vivimos. No se “zappea” por aburrimiento. Se “zappea” por una obligación natural que impele al ser humano a adaptarse, a sobrevivir, si no quiere quedarse desconectado del entorno. Pero no es hasta que hemos leído Mi primo, mi gastroenterólogo (1990) de Mark Leyner que hemos visualizado lo anterior.

Antes de intentar exponer los resortes que hacen que esta obra de Leyner sea un texto tan definitorio de su tiempo, considero necesario contextualizar el origen por el interés de la misma. Con independencia de que Mark Leyner ya fuera un escritor con cierto éxito reconocido en los Estados Unidos, mucho nos tememos que si David Foster Wallace (en adelante, DFW)no hubiera mencionado Mi primo, mi gastroenterólogo en su celebérrimo ensayo “E Unibus Pluram” (originalmente publicado en la Review of Contemporary Fiction en 1993 e incluido posteriormente en la coleccion Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer) no estaríamos aquí, ahora mismo, hablando de esto. Resulta pertinente, por tanto, poner en situación la relación de aparente amor-odio que se puso de manifiesto entre ambos autores.

En el citado ensayo de DFW se referenciaba la obra de Mark Leyner como ejemplo arquetípico del impacto que la cultura televisiva estaba ejerciendo en la ficción literaria facturada por los escritores norteamericanos de su generación. Pero la relación de DFW con la televisión es bien interesante. Por un lado, el autor de La broma infinita (1996) confesaba que ni siquiera tenía televisión propia “porque me sentaría delante de ella boquiabierto y consumiría cantidades enormes de lo que, en términos artísticos, es una porquería absoluta. Aunque se trate de una porquería bastante placentera” (páginas 104-105 de Conversaciones con David Foster Wallace). Y por otro, en la enjundiosísima entrevista que le realizó Larry McCaffery también para la Review of Contemporary Fiction, DFW afirmaba que la televisión era, en gran medida, culpable de la baja calidad que existía en el lector estadounidense. En concreto, sostenía que “[e]l problema no es que el lector de hoy sea tonto, no lo creo. Simplemente se trata de que la televisión y la cultura comercial le han enseñado a ser una especie de vago e infantil en lo que respecta a sus expectativas. Esto hace que intentar llamar la atención de los lectores de hoy implique una dificultad imaginativa e intelectual sin precedentes.” (página 48 de Conversaciones con David Foster Wallace).

Dos ideas troncales parecen surgir de lo anterior: 1) que DFW era más que consciente del influjo fascinante que la televisión tenía en su generación, lo que lo convertía inmediatamente en material de primera para que su cerebro lo rumiase y 2) que, indirectamente, asumía su incapacidad intelectual para realizar un análisis fidedigno de dicha cuestión pues le resultaba materialmente imposible involucrarse en ella con total libertad, pues la televisión era para él un nuevo foco de adicción. De alguna forma, DFW reconocía su fracaso para sumergirse en la materia. Así que no deja de resultar curioso que cuando DFW cita Mi primo, mi gastroenterólogo en su “E Unibus Pluram” lo hace con cierta indefinición crítica. Si bien de primeras parece admirar la capacidad de la prosa de Leyner para captar el correr de los tiempos, a continuación califica dicha obra de “asombrosa y olvidable, maravillosa y extrañamente banal”. En el excelente dossier de prensa que la editorial ha preparado para acompañar a esta edición (y al que desde aquí me remito), se da a entender que DFW se vio amenazado por la insultante clarividencia que rezumaba Mi primo, mi gastroenterólogo pues, en cierto modo, este era el texto que a él le hubiera gustado parir. Por lo que la pregunta del millón es: ¿qué encontró DFW en esta frenética colección de relatos prácticamente ininteligibles?

La realidad es que la lectura de la prosa de Leyner genera una extrañeza sin igual y, sin embargo, está conformada por el mismo material cotidiano que nos rodea cada día. Leyner te satura a eslóganes, te tortura con mensajes publicitarios, como lo hace la televisión o navegar por internet. Leyner te embota con su bombardeo de imágenes y sonidos. Y en conjunto, vistos estos ‘flashes’ de forma lineal, percibimos un ‘collage’ de conceptos absolutamente indigeribles. Nos podemos poner aquí a desgranar las cientos de situaciones inverosímiles que Leyner va ideando a medida que escribe y que, teóricamente, conforman la “trama” de los relatos que se incluyen en Mi primo, mi gastroenterólogo. Pero, a mi humilde entender, no es con eso con lo que hay que perder el tiempo. El verdadero disfrute de este libro recae en ir detectando las trufas lingüísticas que se encuentran enterradas entre tanta maraña de “chorradas” y, sobre todo, en una cuestión puramente extraliteraria, que se deriva de la sensación de estupefacción que transmite la lectura de estos relatos: ya les adelanto que no van a leer nunca mejor representación posible de cómo funcionan nuestros atrofiados cerebros de consumidores enfermizos.

Es indudable que se puede establecer una cierta conexión entre la prosa de Leyner y la de, por ejemplo, Hunter S. Thompson. De hecho, el comienzo de Mi primo, mi gastroenterólogo recuerda ligeramente al de Miedo y asco en Las Vegas (1971). Y es que ambas están redactadas, de alguna manera, por un adicto. Pero a medida que uno se sumerge en la efervescencia literaria de Leyner comprende rápidamente que la ácida y psicodélica escritura del bueno de Hunter se asemeja más a la de una abuelita que padece Parkinson, en comparación. Por ejemplo, en el relato “Oda al otoño”, uno de los textos más crípticos de la colección, una suerte de poema generacional que bien podría soportar ser el equivalente del “Aullido” (1956) de Allen Ginsberg en la era televisiva, por su soberbia capacidad de exponer el dolor y la angustia de nuestra actual existencia como ‘homo economicus’, leemos (sic): “quizás en ese momento, en un bar de ambiente en plymouth, massachussets, la mujer de 50 pies se te sienta en la cara y defeca 17.000 letras de scrabble, fertilizando los campos no explotados  de tu imaginación… y ha nacido un nuevo estilo americano” (página 89). Y se trata de una imagen válida para describir no solo la prosa de Leyner sino la línea de pensamiento crítico que transmite esta obra.

De todas formas, estarán conmigo que este tipo de abstracciones o imágenes absurdas pueden no ser del gusto de todo el mundo. Se exige al lector una cierta complicidad para admitir las reglas de un libro que, si bien no llega nunca a resultar pesado o pretencioso, no es fácil de leer o, mejor dicho, de asimilar. Mi primo, mi gastroenterólogo parece, en ocasiones, una cadena de montaje de chuminadas que se van ensamblando de forma aleatoria. Pero esa incómoda sensación desaparece súbitamente cuando se lee “Fugado de una centrifugadora” y vuelve a aparecer, acto seguido, con “Noche de colonoscopio”, que es como la versión insulsa del anterior. Creo, por tanto, que es fácil desdeñar una obra como Mi primo, mi gastroenterólogo. Y por eso me he tomado la molestia de intentar comprender su lógica interna, esa que indudablemente tiene. Y la respuesta al sentido último de esta colección de textos la he encontrado en el relato “En medio de una nube negra de porras de policía”, en el que aparece una escultura titulada “Padre espolvoreando antipiojos sobre el largo pelo grasiento de su hijo con la indiferencia de un Sinatra que espolvorea queso parmesano rallado sobre una pila de linguini”, con la cual el narrador “[i]ntentaba capturar esa rara especie de indiferencia, ya sabes.” (página 155). Se hace uso aquí de un verbo fundamental para entender a Leyner: “espolvorear”. Pues sus relatos no dejan de ser eso. Un continuo espolvoreo de ideas, la mayoría extraídas de la publicidad y de la televisión, con el objetivo de “capturar esa rara especie de indiferencia”, esa que el ser humano más hueco parece mostrar ante la avalancha de datos que tiene que tragar, digerir y defecar en estos días de saturación informativa. Así que si se les atraganta la lectura de Mi primo, mi gastroenterólogo es que todavía tienen opciones de sobrevivir a este mundo.

admin

4 comentarios

  1. Muy bien hecho, Fran, intentando comprender la lógica interna (sus reglas del juego) del texto antes que imponer tu gusto a mazazos sobre él. Voy a pasar de este libro, creo, pero me ha gustado mucho tu reseña.

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