Poca gente lo sabe con certeza, aunque mucha lo sospeche, pero nuestro estadista Luis Manuel Ruiz no pertenece a este tiempo ni a este lugar. Siendo un ser inmortal, capaz de vivir de forma simultánea todas las épocas del hombre, ha tenido a bien rebuscar en sus cajones para rescatar esta reseña que escribió en 1955 sobre la reciente publicación de «El país de octubre» de Ray Bradbury que, cómo no, publicamos ahora en octubre.
LUIS MANUEL RUIZ | Bajo el patronazgo de August Derleth, discípulo que fue de H. P. Lovecraft, la editorial Arkham House se ha ocupado en los últimos años en dar a conocer a promesas recientes de la literatura de terror en lengua inglesa. Así, en menos de una década ha sacado a la luz al malhadado Robert E. Howard, cuyo suicidio no dejará de lamentar cualquiera que recorra sus Skull-face and others (1946) o al hábil Robert Bloch, que en The opener of the way (1945) o The scarf (1947), entre otros, ha explorado las fronteras del género fantástico allí donde linda con los territorios contiguos de lo atroz y de lo horrible. En la misma vena, en el año de 1947 Arkham editó un librito de un novel que, con el título de Dark Carnival, resumía y ampliaba las virtudes (y ¿por qué no?, también los defectos) de los autores previos y otros de la casa. Se trataba de Ray Bradbury, que ahora presenta una revisión de aquel primer libro engrosada y reforzada con cuatro nuevos relatos, como nuevo es el lema que encabeza la portada: El país de octubre.
Desde aquella fecha inaugural, 1947, Bradbury se ha convertido en asiduo de las revistas de literatura popular y ha dispensado con generosidad cohetes, pesadillas con tentáculos, quintas dimensiones o algunas otras elevadas a potencias superiores, y en general todo ese utillaje de cromo y plástico asociado con el género adolescente de la ‘science-fiction’. Por eso sorprende un poco encontrarle en estos ejercicios sobrenaturales, más íntimos, también vinculados a la literatura de alto consumo pero menos proclives al efectismo y la exageración tecnológica. El país de octubre queda bien resumido en su epígrafe inicial, que da razón del título: hay un país crepuscular donde el otoño siempre reina en los parques, donde la lluvia percute eternamente contra los helechos y gente hecha de niebla pasea por valles cubiertos de niebla. En diecisiete narraciones sucesivas, unas mejores que otras, Bradbury se dedica a explorar los diversos rincones de ese reino de pavor y melancolía. Tenemos a un enano que se mira en los espejos deformantes de una feria (“El enano”), a un hombre que se reencuentra con el fantasma perdido de su niñez (“El lago”), a un bebé que drena literalmente las fuerzas de sus progenitores hasta aniquilarlos (“El pequeño asesino”), a un perro que escarba entre los huesos del cementerio para distraer a un niño inválido (“El emisario”), a una pareja que visita otro cementerio, en este caso mejicano, para fotografiar momias (“El siguiente en la fila”). El conjunto resulta compacto y transmite una sensación unánime de desazón y casi nostalgia, como los terrores entrevistos en las madrugadas de la niñez.
Hemos mencionado la consanguinidad de Bradbury con otros escritores de Arkham House, pero ahora es justo reconocer algunas distancias. En primer lugar, el dominio del arte de la sugerencia: antes que incurrir en el exhibicionismo de vísceras, monstruos y entidades preternaturales que carecen de descripción precisa (según nos ha acostumbrado el señor Lovecraft), Bradbury se decanta por el ataque angular, siempre indirecto, que deja en el aire la verdadera y espantosa significación del relato. Es mediante esta técnica como diseña los más acertados ejemplares de su muestra: en “Esqueleto”, un individuo obsesionado por su osamenta recibe los cuidados de un médico siniestro, del que poco se conoce hasta la revelación final; en “La jarra”, una criatura gelatinosa flota en el bote de cristal exhibido en una feria, atrayendo la fascinación y la repugnancia de un corro de lugareños sin esperanza. Todos estos casos coinciden en que el horror comparece de un modo oblicuo y por ello más eficaz, como un armónico o nota subalterna que sabe excitar el sonido de las cuerdas principales; en este sentido, el autor parece dominar la vieja disciplina taoísta de acrecer las significaciones mediante la sustracción de elementos significantes.
En el monto de los defectos, quizá habría que imputarle ciertos excesos de estilo que poco aportan al buen funcionamiento de la narración. A menudo, el autor se abandona a comparaciones rimbombantes y metáforas que parecen resultar de una ingesta de esa droga nueva que produce colores, sonidos y formas extravagantes y que tanto deslumbra a los modernos beatniks. Pero peor aun es, quizá, el sentido del humor, o supuestamente tal, al que apuntan ciertos de los relatos. Aunque sabemos que Bradbury ha reincidido en esta tendencia en muchos de los textos que ha venido publicando luego, es de justicia advertir que la ironía y el sarcasmo no son lo suyo; que sus personajes pierden espesura y versatilidad en cuanto abandonan esa zona de sentimientos ambiguos que orillan entre el desasosiego, el miedo y la esperanza y se lanzan a ser, a creer que son, cínicos u ocurrentes. Así, supone todo un anticlímax toparse, en este excelente escaparate de incomodidades, con sainetes como “La desvalida ficha de póquer de H. Matisse”, o “Tocados por el fuego”, que restan más que añadir nada al resto de títulos de la recopilación.
Ignoramos si Bradbury abundará en el futuro en cuentos de este cariz o seguirá viajando con sus naves y encontrando monstruos por los desvanes: en cualquier caso, ocasional o deliberado, nos encontramos ante uno de los volúmenes de relatos de terror más redondos en lo que llevamos de siglo, un siglo, por cierto, no avaro en motivos de terror. Veremos qué aporta la otra mitad.