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Carta a la madre

Como una nieve que cubre los detalles de la ciudad, dirán que nosotros nunca fuimos, que nuestra supervivencia fue un mito. Pero se equivocan. Tú y yo éramos reales. Reíamos sabiendo que la alegría nos arrancaría las puntadas de los labios.

CAROLINA EXTREMERA | Creo que no he contado nada todavía por aquí sobre los libros The Best American Short Stories. Cada año desde 1915,  Houghton Mifflin Harcourt elige un editor invitado que selecciona las veinte mejores historias americanas de ese año. El proceso va así: Heidi Pitlor – desde 2007 –  selecciona los cien cuentos que considera más destacables que se hayan publicado en inglés en revistas literarias de Estados Unidos o Canadá, independientemente del origen del autor, y se los entrega al editor invitado, el cual selecciona veinte historias sin saber quién las escribe. Por citar algunos nombres, han editado The Best American Short Stories escritores como :Richard Ford,  Jennifer Egan, Lorrie Moore, Michael Chabon, Joyce Carol Oates, Stephen King o Salman Rushdie.

            Yo tengo en casa todos los volúmenes de esta serie desde 1997 en adelante y tengo que decir que al menos el 60% de los cuentos publicados en ella tienen que ser a la fuerza los mejores de ese año. No se asusten, no fui tan precoz de empezar con la colección en ese año, comencé en 2011, pero me enganché tanto que conseguí los anteriores de segunda mano.  Fui leyendo todos ellos y me di cuenta de que, en realidad, no hay tantos tipos distintos de cuentos americanos. A veces, por supuesto, surgen estrellas fugaces, pero en cada volumen hay al menos un cuento cuyo argumento se centra en blancos pobres que viven en Florida, profesores universitarios, negros pobres que viven en Louisiana, en judíos modernos o tradicionales, pijos que viajan por Europa o en el contraste entre los inmigrantes de la primera generación y sus hijos que ya son de la segunda.  Esta última historia se ha contado muchísimas veces. La cuenta E.L Doctorow con respecto a judíos rusos, la cuenta Jhumpa Lahiri con respecto a hindúes, Daniel Alarcón sobre peruanos y también Junot Díaz con respecto a dominicanos. Se cuenta una y otra vez. Sobre japoneses, sobre taiwaneses, sobre griegos. A veces vemos el punto de vista de los padres, a veces el de los hijos. No solo hay cuentos, también novelas largas, intensas. Cuando se habla de “la gran novela americana” y se mencionan obras como Libertad de Jonathan Franzen me doy cuenta que hay muchos que no han entendido nada. No hay más que ver cómo está compuesta la población para darse cuenta de que la gran historia americana siempre ha sido esta: la de la inmigración.

            Fue leyendo todos esos cuentos, año a año, uno detrás de otro, me di cuenta de algo: esa historia nunca se cuenta suficientes veces.

            Así que volvemos a leerla, otra vez, de mano de Ocean Vuong, nacido en 1988 y llegado a Estados Unidos en 1990, con su familia, después de haber pasado un año en un campo de refugiados en Filipinas. Es de su propia biografía de la que bebe En la Tierra somos fugazmente grandiosos, utilizando un álter ego, Little Dog, que escribe  una larga carta para su madre, la cual ni siquiera sabe leer. A través de su relación con su ella –  el hilo conductor de la novela –  se va construyendo la vida de un joven que crece en un país cuyo idioma ni siquiera habla al principio pero en el que va adquiriendo  tanta destreza que precisamente esa fluidez de la que su madre y su abuela carecen se convierte en la pantalla que lo va separando de ellas. Porque lo mejor que le puede pasar a una familia inmigrante que sobrevive en el extranjero con trabajos de mala muerte es que su hijo se despegue de esta tradición y, aún así, no es fácil.

            Little Dog escribe a su madre intentando llegar a ella, buscando vínculos entre ambos más allá del lenguaje, como el vínculo del trabajo y de la humillación que ambos sienten al estar en el lugar más bajo, ella en un salón de manicura y él muy joven en una plantación de tabaco. Porque soy tu hijo, lo que sé del trabajo lo sé igualmente de la pérdida. Y lo que sé de ambas cosas lo sé de tus manos. (…) Y del mismo modo al día siguiente empezamos la jornada no con un “Buenos días” sino con un “Lo siento”. Y la frase es como el sonido de una bota hundiéndose, y emergiendo acto seguido, del barro. Un barro resbaladizo que nos moja la lengua al volver a pedir disculpas a fin de salvaguardar nuestro sustento. La carta a veces trasluce ira, a veces admiración, miedo, rencor o agradecimiento, demostrando los sentimientos ambivalentes que Little Dog siente por su madre, a la que el trauma de sobrevivir a las guerras y el hambre ha convertido en una persona difícil que maltrata a su hijo. El padre, sin embargo, está completamente ausente por razones que se aclaran en la novela.

            Aparte de la cuestión racial y filial, hay otra parte del libro que brilla por sí sola: la relación homosexual de Little Dog con Trevor, un chico que conoce en su trabajo. Es tortuosa y complicada, pero las descripciones de sus sentimientos, del cuerpo de Trevor o del efecto que produce en sus sentidos merecen mucho la pena. Y sus brazos, calientes a todo lo largo de sus tensos músculos, me recordaron la casa del vecino en Franklin Avenue la mañana después de incendiarse. En medio de toda aquella ruina, yo había levantado un trozo del marco de una ventana, aún caliente, y mis dedos se hundían en la madera blanda, húmeda por el agua de la boca de riego, de la misma forma que hoy se hundían en los bíceps de Trevor. Me pareció oír que salía de él como un silbido de vapor, pero era solo octubre que azotaba fuera, el viento componiendo un lexicón de hojas.

            Para que se comprenda el uso del lenguaje del autor, aclararé que el joven Vuong es poeta y ganó en 2016 con su libro Cielo nocturno con heridas de fuego (Vaso Roto, 2019) el Premio T.S. Elliot. También en esta obra habla de su propia experiencia y su doble condición de outsider en cuanto a asiático y homosexual y ya en este libro de poemas encontramos una pieza que se titula igual que la novela – título que, por cierto, no me convence nada -. Así que el lenguaje que encontramos en ella es tremendamente lírico y la autobiografía que nos muestra no se guía tanto por lo cronológico como por escenas o hilos de forma que unos recuerdos llevan a otros.

            Ocean Vuong no ha escrito la gran novela americana, si es que existe semejante cosa, aunque haya utilizado el tema clave. En mi opinión, es mejor poeta que novelista y, aún así, hay algo en este libro que merece la pena asir. Quizá las metáforas, los símiles, quizá el homenaje a una madre tan difícil de querer, rara vez acometido por un hijo varón, que cuando mira hacia sus progenitores solo busca a la madre cuando ha sido perfecta y es siempre al padre al que perdona o condena. Tal vez la idea de que los recuerdos también se heredan.

En la Tierra somos fugazmente grandiosos (Anagrama, 2020) | Ocean Vuong| 232 páginas | Traducción de Jesús Zulaika Goicoechea  |19.9€

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