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Carta a la señora Lydia Davis

EC TAPA LYDIA DAVIS FINAL 7-11

 

Ni puedo ni quiero

Lydia Davis

Eterna Cadencia, 2014

ISBN: 978-987-712-057-8

316 páginas

20 €

Traducción de Inés Garland

 

 

Sara Mesa

Estimada señora Davis,

Acabo de terminar de leer su último libro de cuentos hasta la fecha, Ni puedo ni quiero, y tengo que decirle que me ha gustado mucho, en algunos casos -algunos cuentos- incluso diría que muchísimo, aunque en términos generales me ha deslumbrado menos que sus primeros libros, y pienso por ejemplo en Desglose o en Sin apenas memoria. Es posible que deba matizar esta afirmación tras haberla enunciado, pues no deseo precipitarme en mis juicios. A decir verdad, yo a usted no la había leído hasta hacía poco -y eso que había oído maravillas, justificadas, de su obra- y cuando comencé a hacerlo -y ya no pude parar- fue con ese magnífico volumen recopilatorio que sacó Seix Barral hace cuatro años, donde están no solo los libros que he nombrado antes, sino alguno más, y evidentemente, la fascinación y el enamoramiento fueron súbitos. Quiero decir que quizá no he sido del todo justa al asegurar que estos últimos cuentos me han gustado menos que los primeros, porque lo cierto es que -repito- sí me han gustado mucho -y algunos, en efecto, hasta muchísimo-, y puede que lo único que haya pasado es que ese asombro inicial se haya desvanecido un poco y yo ya me haya acostumbrado a su respiración, tan absorbente y poderosa que ahora mismo, me temo, estoy respirando un poco como usted.

Qué es lo que me fascina de sus cuentos es algo tan difícil de explicar que creo que la mejor manera de expresarlo sería copiar aquí palabra por palabra uno de ellos. Es posible que tenga algo que ver con la elección de las palabras justas, o con la originalidad de ciertas estructuras, o con la capacidad de encerrar un universo en tan solo una página, en fin, todas esas cosas que suelen decirse de los cuentos y de los cuentistas, como si el escritor fuese una especie de relojero que trabaja con desusada precisión, un artesano que fabrica artefactos bellos, de exposición. Y sí, sin duda todo eso está ahí, señora Davis, nadie podría discutirlo, pero a mí lo que realmente me sorprende de usted es su mirada y cómo todo lo que cuenta lo hace siempre desde su mirada -tan inusual, tan poética, tan intensa, extraña y jugosa-, siempre fiel a sí misma a través de los años y los cuentos. Trataré de explicarlo mejor con un ejemplo de este último libro que me ocupa ahora, un cuento que es, a su vez, un conjunto de pequeñas visiones, o reflexiones, de alguien que observa a tres vacas en el campo. Menuda simpleza, sintetizado así, y sin embargo “Las vacas” es uno de los textos más originales y hermosos que he tenido ocasión de leer en los últimos tiempos. Además, no debo de ser la única en pensarlo, porque sé, señora Davis, que este texto fue publicado de manera independiente y acompañado con fotografías de Theo Cote, de Stephen Davis y de usted misma. Verdaderamente, no creo que pueda resistirme a reproducir el comienzo:

Cada nuevo día, cuando salen del extremo más alejado del establo, es como el próximo acto, o el principio, de una obra totalmente nueva.

Se pasean y aparecen desde el extremo más alejado del establo con su andar rítmico, grácil, y es un acontecimiento, como el inicio de un desfile.

A veces la segunda y la tercera salen en majestuosa procesión después de que la primera se detuvo y se quedó quieta mirando.

Vienen de atrás del establo como si estuviera por pasar algo, y después no pasa nada.

O abrimos la cortina temprano y ya están ahí, bajo el sol de la mañana.

Son de un negro tinta, oscuro. Es un negro que se traga la luz…” etc.

Y así, poco a poco, se va pautando el tiempo, el paso de las estaciones, la relación entre el observador y el observado, la pintura completa. ¿Una tontería? Habrá muchos que lo vean así, pero no les haga caso, sé de buena tinta que somos otros tantos los seducidos por esa mirada falsamente naif. Déjeme que le confiese que no soy demasiado amiga de los microrrelatos. No es que el género no me interese, sino que no es tan fácil encontrar microrrelatos que me atraigan, salvo honrosas excepciones por supuesto, como la suya y como la de un autor uruguayo con la que la he emparentado desde que la conozco -pues no puedo evitar leer tendiendo puentes-, y es que sus vacas me recordaron bastante a los conejos de la Caza de conejos de Mario Levrero, y también a esa parte de La novela luminosa que a muchos exaspera pero a mí me encanta, me refiero a esas páginas y páginas en las que Levrero nos detalla su minuciosa observación de las palomas, y no pasa nada, y a la vez pasa todo. Pero volviendo a su libro, señora Davis, le diré que también encontré un vínculo levreriano, si se me permite el término, en esa serie de pequeños cuentos bajo los que usted anota al final la palabra “sueño” y que, según explica en el epílogo, son realmente sueños que tuvo o que le contaron, y aunque esta serie de cuentos me gustó algo menos que el resto, no hay duda de que son de una gran originalidad, como lo son también las recreaciones que hace de las cartas que Flaubert escribía a Louise Colet, fragmentos que selecciona, desarrolla, encoge o da la vuelta. Estoy convencida de que al gran Gustave (al que usted ha traducido, como a otros tantos franceses, con esmerada dedicación) se sentiría muy honrado con esas deliciosas vueltas de tuerca.

Por lo demás, señora Davis, me gusta que en esta última entrega de cuentos mantenga el tono discursivo tan cerebral que la caracteriza, eso de ir abriendo líneas de pensamiento que se contradicen, o se matizan, o se dispersan y después se reúnen -esa muestra tan innegable de lo caótico que puede llegar a ser en realidad el pensamiento irracional-. Es una manera de escribir tan contagiosa, la suya, que hasta se me está contagiando en esta carta, porque también las cartas tienen una importancia innegable en su libro, ya que muchos de los cuentos son cartas, cartas escritas a quien sea, por ejemplo a un director de márketing, o al fabricante de los caramelos de menta Old Fashioned Chewy Peps, o al gerente de un hotel, o al presidente del Instituto Biográfico de los EEUU -y sí, se parece usted al Herzog de Saul Bellow con tanta carta-. El caso es que, tras leer su libro, yo misma he sentido el deseo irrefrenable de escribirle esta carta porque, aunque las posibilidades de que llegue a leerla son remotas, quiero que sepa que, aquí en España, somos ya unos cuantos los que queremos ¡ya! más cuentos suyos, algunos incluso pensamos que -junto con los de George Saunders– son de lo mejor que se está produciendo ahora en el género por allí por su tierra -por supuesto, seamos humildes, de lo que conocemos-. Lo cierto es que somos incondicionales e insaciables, y aunque este libro nos guste un poco menos que el resto, no nos importa en absoluto, porque hay quien piensa que su obra ha de verse en conjunto, que no basta con leer uno de sus cuentos (brillante) ni dos de sus cuentos (brillante + brillante), ni n cuentos suyos (n brillantes), sino todos sus cuentos, el conjunto de ellos, para poder alcanzar el sentido de una obra que es mucho más compleja de lo que parece. En suma, querida Lydia -permítame ahora la confianza-, es usted muy, muy grande.

Sin más, suya afectísima,

S.M.

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