ALEJANDRO LUQUE: | Querido Theo:
Me gustan los libros perfectamente estructurados, que saben bien hacia dónde quieren conducir al lector. Y me gustan también aquellos que, como el tuyo, divagan como en una larga conversación, sin orden ni objetivo aparente. Los primeros me atrapan por su inteligente planificación, los segundos por su apariencia de espontaneidad, su aire natural, aunque detrás haya el mismo trabajo. Eso es lo primero que me ha cautivado de tu Otra vida por vivir, cuyas pruebas de imprenta para su edición española me envías y me pides que revise, lo que me honra en grado sumo.
Poco puedo aportar, la verdad, al trabajo realizado. Galaxia es una buena editorial, que ha tenido una apuesta muy decidida en los últimos años, y qué decir de la traducción de Selma Ancira: no podías haber caído en mejores manos. El libro funciona, ya te digo, con un sentido de la oralidad confidente y encantador, y con ese ameno saltar entre anécdotas y reflexiones que, espero, conectará bien con el gusto del lector español. Al fin y al cabo, en su día se nos metió con vosotros, los griegos, en ese saco infamante de los PIGS, pero ya estábamos hermanados desde mucho tiempo atrás por nuestra historia común, nuestra mediterraneidad insoslayable. Aunque no con tanta crueldad como allí, también nosotros hemos sufrido el azote de la crisis, y somos muchos los que sentimos el castigo a Grecia como una agresión contra algo nuestro.
El personaje que encarnas es sólido y llamativo: ese griego que habla en primera persona, felizmente afincado en Suecia desde hace décadas, tantas que ha hecho del sueco su idioma y ha echado raíces en el frío norte, pero que a la vejez siente la llamada de su madre patria, zarandeada y humillada por eso que llamamos en abstracto los mercados, pero que oculta a señores y señoras con nombre, apellidos y firmas con terribles poderes de decisión. Y, con la oportuna excusa del bloqueo creativo, regresa a Grecia en busca de no sabe muy bien qué: tal vez de sí mismo. Para recuperarse a través del lenguaje, y con ello recuperar a su tierra del naufragio. Como tú dices, tras medio siglo viviendo en el extranjero, la crisis te volvió griego de nuevo.
“La vida continuaba estimulándome, pero no eróticamente como antes. Antaño veía el mar y quería hacer el amor con él. Ahora ya no lo veía. Sobre todo lo recordaba”. Me gustan esos pensamientos a vuelapluma, esa voz de la experiencia. Alguna vez te habré dicho eso de que yo pondría a todos los viejos a escribir, a dejar testimonio de lo vivido y lo aprendido, aunque no todos lo hicieran tan bien como tú, aunque no todos pudieran compartir sus momentos con Bergman, o con Ritsos. Cada uno tendría, seguro, mucho que contar. Y nunca les faltarían oídos para atenderlos, como no te faltarán a ti lectores por estos pagos.
Debo decirte, sin embargo, que hay un momento hacia la mitad del libro que me produjo, no sé si llamarlo cierto disgusto, o cierta decepción. Es ese pasaje en el que hablas de la intolerancia hacia las religiones, y que tú interpretas como un abuso de la libertad. Me temo que con este tema podríamos vaciar tú y yo muchas botellas de retsina o de ese ouzo que tanto nos gustaba, pero trataré de ser conciso al respecto. Supongo que al escribir esas palabras pensabas en tu abuela, y en la posibilidad de que alguien insultara a sus iconos, como yo podría pensar en la mía y en una eventual ofensa a su Santa Gema Calgani, que siempre la acompañaba en la mesita de noche, aunque fuera ella poco o nada de misa dominical.
Pero creo que es un camino errado para conducir el debate. Porque empiezas hablando del atentado contra el semanario Charlie Hebdo –pero no olvidemos que un semanario, como los mercados, no es nada: fue contra las personas que lo hacían, doce de las cuales murieron por disparos, y once fueron heridas– y me horroriza un poco la frialdad con que pasas a hablar del excesivamente sacrosanto derecho a opinar. Si no te conociera, querido Theo, creería que piensas que ellos se lo buscaron.
Pensar que los dibujantes y guionistas de Charlie Hebdo tenían como objetivo la sensibilidad de los creyentes, así sin más, es un desenfoque tremendo. Si arremetían contra los símbolos sagrados, si se reían e invitaban a reírse de sus dogmas, era porque sabían perfectamente, como sabes tú, qué clase de gente, y de intereses, suele ocultarse tras ellos. Y de qué modo se aprovechan de los miedos, de la ignorancia y de la falta de identidad para vender sus paraísos al tiempo que manipulan a sus fieles, dirigen sus vidas, les dicen qué, cuándo y cómo tienen que comer, beber y follar, recaudan dinero para no sabemos bien qué causas y segregan a las sociedades asegurando, hipócritamente, que todas trabajan por la paz y la convivencia.
De modo que Cabu, Charb, Tignous, Wolinski, Honoré y los demás no pretendían molestar a nuestras pobres abuelas, que por otro lado nunca los leyeron, sino a usar el humor para hacer un mundo sencillamente más libre. Para ayudar a liberarse, sí, a quienes viven bajo ese yugo político-moral, asentado sobre la base de que hay cosas que son intocables. Dices que un cristiano no dejará de serlo por enseñarle un Cristo gay, ni un musulmán por dibujarle un Mahoma enloquecido. Pero es que no se trataba en absoluto de eso: Charlie Hebdo no era una oficina de conversión al ateísmo, sino un agente oxigenante para la sociedad, un vigía para impedir que los enemigos de la libertad, que suelen ser bastante insaciables, impongan sus métodos censores y represores.
Una sociedad capaz de reírse de todo, sin cortapisas, es una sociedad en la que el individuo se siente menos forzado a actuar según qué pautas, y sobre todo se siente menos legitimado a dictar cómo tienen que actuar los demás. Cabu, Charb, Tignous y compañía querían tanto la igualdad entre los pueblos que no deseaban para nadie unas libertades distintas a las que ellos disfrutaban. Respetaban tanto a musulmanes, judíos y cristianos, que dieron su vida para defender el derecho a no vivir aplastados bajo la idea de lo sagrado.
Me temo que, desde aquellos asesinatos, y aunque el semanario continúa su andadura, Francia ha retrocedido en esa materia, y con ella Europa entera. Es una pena que no hayas reparado en ese detalle para explicarte cómo, junto a la decadencia económica, también se van marchitando algunos valores esenciales de nuestro fatigado continente. Que tú y yo discutamos estos asuntos como si no cayeran por su propio peso es, lo siento así, una pequeña derrota en sí misma.
Lo lamento, pero seguí leyendo tu libro con una sensación amarga, como si reanudáramos la charla después de haber discutido airadamente, y para colmo sin retsina ni ouzo. Me seguía interesando lo que contabas, por supuesto, pero me sentía un poco defraudado. Creo que, si estás a tiempo para tocar las galeradas, deberías revisar esas dos o tres páginas, y replantear tu posición. Es una pena estropear un relato hermoso con lo que yo llamaría –permítemelo– un innecesario alarde de miopía.
Del resto, poco que añadir. Transmites muy bien la tristeza de la Grecia actual, su degradación feroz, y al mismo tiempo la pervivencia de esa dignidad que tantas veces han querido pisotear. Me gusta con qué serenidad explicas la fase terminal de la vida de un hombre. Y la mirada del inmigrante veterano que observa cómo viven hoy en su país otros inmigrantes. Y me sonreí con alguna licencia de coquetería, como cuando especificas que calzas unas zapatillas Nike Air…
Poco más que añadir, querido Theo. Solo me resta darte las gracias por la confianza que depositas en mí, y desear que Otra vida por vivir tenga una feliz andadura en el mercado español, que no siempre es fácil, pero que suele estar abierto a las palabras de un hermano del otro lado del Marenostrum. Salúdame a Gunilla, cuídate mucho. Y ya sabes, dale una vuelta, si puedes, a eso de Charlie Hebdo, que está ligeramente por debajo de lo que esperamos de ti.
Te quiere, tu viejo φίλος
Alexandros
-Publicado anteriormente en M’Sur-
Otra vida por vivir (Galaxia Gutenberg, 2019) | Theodor Kallifatides | 160 páginas | 14,50 euros | Traducción de Selma Ancira