JOSE TORRES | Hay una ciudad que usted no ve cuando se acuesta como buen trabajador e hijo de vecino. Hay una ciudad de la que usted, cuando camina como ciudadano modélico hacia el trabajo, no se percata. Hay unos tipos, llamarlos ciudadanos sería ofenderles, que usted, cuando hace lo que todo el mundo hace, no ve, ni reconocería aunque se lo pusieran delante de los ojos. Esa ciudad y esos tipos, esperpénticos, heterodoxos, bizarros. Esa caterva de perdedores, y esas calles de luces de neón a punto de fundirse, con no una carrera en la media, sino con una autopista, es el territorio de Esther García Llovet. Ya lo hizo en Cómo dejar de escribir, y en Sánchez, quizá esta última la que más le pisa los talones a este Gordo de feria que nos ocupa. Si en Sánchez los protagonistas eran dos pobres tipos, que deambulaban por un Madrid de pesadilla de Sálvame Deluxe, de gasolineras a las cuatro de la mañana, y bingos y bocadillos de calamares, buscando a un pobre galgo, para dar un timo irrisorio, en Gordo de feria, el protagonista, con ese mismo Madrid alucinado como telón de fondo, es Castor, un humorista gordo, (la gordura, lejos de la corrección política imperante, es importante en la novela) que está harto de todo y busca a un doble para que lo sustituya en todo lo que no le gusta, que una vez más es todo. Lo encuentra en Julio, un camarero flacucho, apocado, un loser de barrio, insignificante y pusilánime, que Castor trata de modelar a su imagen y semejanza (gordura incluida). Pero este Gordo de feria, y su relación con su sosias, este monologuista insatisfecho consigo mismo y con lo que ha conseguido, es el mcguffin con el que la escritora madrileña nos conduce a su terreno. La ciudad y sus límites, la ciudad como escenario y protagonista, su fauna urbana invisible, la geografía asfixiante de los perdedores, ese es el terreno de García Llovet, y funciona. Más que leer vemos. García Llovet tiene también formación en el mundo del cine, y su talento cinematográfico se filtra en la narración con unos diálogos secos, concisos, que a veces te arrancan la carcajada y otra la sonrisa de ese humor negrísimo que nos invade cuando la realidad hay que sortearla así, con la sonrisa congelada del joker. Pero García Llovet, también atiza. “Madrid es el anuncio pero nunca el producto, la oferta pero no la demanda. En Madrid parece que hay de todo, que te regala mil y una cosas, pero la verdad es que Madrid no te da nada de nada, no da ni las gracias por venir, de eso te das cuenta demasiado tarde, cuando quien lo ha dado todo eres tú”.
Habita también la novela, una trama tarantinesca, encarnada por un personaje de la mafia china, y un personaje cercano a la estanquera de Vallecas, que persigue a nuestro personaje, de forma, digamos, estrambótica. Llovet abandona la negrura y desliza poco a poco la novela hacia el esperpento, un esperpento castizo, que en opinión de este humilde reseñista, hace derrapar la novela hacia un terreno impostado. Ese bisturí social, que García Llovet llevaba hasta sus últimas consecuencias en Sánchez, no existe en este Gordo de Feria. No se tome este pequeño reproche como una crítica, ni como un desmerecimiento hacia la capacidad novelística de García Llovet. Simplemente nos quedamos con ganas de que el cuchillo entre más en la carne, que despiece más ese Madrid, y esos personajes resignados a su fracaso y aburridos de sí mismos. Nos quedamos con ganas de sangre y vísceras, pero con la sonrisa en la boca.
Gordo de Feria (Anagrama, 2020) | Esther García Llovet |160 páginas | 16.90 euros