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Como aquel Jardín


Las frutas de la luna

Ángel Olgoso

Menoscuarto, 2013

ISBN: 978-84-96675-98-8

214 páginas

17,50 €




Luis Manuel Ruiz

A diferencia de otras literaturas, la de España no se escora con facilidad hacia el género fantástico. Así ha sido al menos hasta bien entrado el siglo que dejamos atrás, cuando, removidos por los vientos de cambio que llegaban de Sudamérica, algunos exploradores del estilo de José María Merino o Luis Mateo Díez decidieron asomarse a las zonas menos oreadas y peor surtidas de luz de esta convención manida que llamamos realidad. La motivación última de este desinterés por la fantasía parece tener raíces profundas y no es cosa de perderse ahora en estudios de genealogía: probablemente el componente geográfico, con un paisaje alisado en forma de meseta, así como el psicológico, encarnado en el sempiterno y célebre sentido común castellano (ande yo caliente y ríase la gente), cuenten con sus partes de culpa, pero no es algo que nos interese ahora. Lo importante es que de unos treinta o cuarenta años a esta parte, muchos escritores españoles han decidido renunciar a Sancho Panza para pasarse a Quijote; esto es: han dejado de observar las cosas al ras de la aldea, la bota de vino, la boina, el polvo y el molino, para optar por la megalópolis, el cáliz de oro, el yelmo, la jungla y los gigantes, muchos gigantes.
Lo de arriba, como todo, es una generalización. Honrosas excepciones ha habido a la norma que durante los agrios años de la dictadura y aun antes conservaron viva la llama votiva de lo fantástico en narraciones minoritarias y sin demasiado impacto en la cultura oficial, fuera esta de los pros o de los contras. Curiosamente, el fenómeno se dio en las periferias, fuera del ombligo de Madrid: Álvaro Cunqueiro, allá en sus selvas célticas, y, sobre todo, Joan Perucho, del lado de la Cataluña bizantina, dispensaron en ediciones que apenas llegaban a unos millares de lectores una exhuberante mercancía de magos, autómatas, prodigios, monstruosidades y escapadas traicioneras al envés de la realidad, que, sea lo que sea, se muestra delgada y tenue como papel de biblia. En estos antecedentes autóctonos, aliñados con otros que provienen de allende el mar y las montañas, hay que buscar los ancestros de Ángel Olgoso, quizá el representante más puro y nuclear de la tradición fantástica con que nuestra literatura cuenta hoy en día.


Las frutas de la luna, el último producto de Olgoso, es un paso más, un nuevo avance, en la dirección de ese concepto exigentísimo de género fantástico que el autor lleva explorando desde sus primeros libros y que ya encontró reflejo en títulos paradigmáticos como Astrolabio, Los demonios del lugar, o, más recientemente, La máquina de languidecer. Alejado de las facilidades de la ciencia ficción, el terror de supermercado o la espada y la brujería, mundos que de todos modos rozan de manera misteriosa y oblicua, los libros de Olgoso se reconocen por un denodado intento de explotar el idioma hasta sus últimas posibilidades, saqueando el diccionario y la gramática en busca de nuevos hallazgos cada vez más llamativos y extraños. Y ello, precisamente, en pos de algo aún más llamativo y extraño: una visión del universo opuesta radicalmente a lo acomodaticio, llena de aberturas y escondrijos, dispuesta a asustarnos, a sorprendernos, a dejarnos en suspenso con su sentido único de la maravilla. En manos del granadino, la anécdota más banal deviene con facilidad un cuento alegórico, una fábula de hadas, o, mejor, de príncipes metamorfoseados en monstruos: porque lo prodigioso, o lo siniestro (si se distinguen), anida en cualquier parte y es irremediable tropezar con ello con sólo calzarse las pantuflas. La segunda gran fuente de maravillas es, para Olgoso, después de la salita de estar o a la vez que ella, el gabinete de la biblioteca: no pocas de sus ficciones se encuentran inspiradas en lecturas previas y transcurren en los mundos apenas entrevistos de la tradición libresca. El resultado es un estilo que produce una sensación casi asfixiante de riqueza y de acumulación: el vecino de al lado, el esclavo de época romana, el astronauta y el ‘dandy’ victoriano conviven en medio de una floración de palabras únicas que acosan al lector desde todos los ángulos, como si estuviera desbrozando el Jardín primigenio, donde el verbo y la cosa eran matices indisociables de lo mismo y guardaban la debida simetría.  

En los veinte cuentos de Las frutas de la luna, Olgoso celebra sus temas predilectos: la locura, el vértigo, los monstruos, un mundo atávico y rural que evoca a la vez recelo y ternura, la identidad última de todos los seres, de todas las almas y de todos los miedos, un humor ácido que mueve a la sonrisa sólo a medias, los viajes, la noche, la vida y la muerte, la propia literatura y sus insomnios. Lo dicho: la variedad de los temas, su amplitud y su fuste, hacen que recorrer el libro se parezca a hojear displicentemente una enciclopedia, esas cosas en cuyo interior uno podía permanecer horas y horas antes de los ordenadores, pasmándose de la misteriosa vecindad de objetos que no tiene nada que ver entre sí. O que sólo parecen no tenerlo.

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