Los desorientados
Amin Maalouf
Alianza, 2012
ISBN: 978-84-206-0889-1
524 páginas
22 €
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
Ilya U. Topper
Lo confieso: cada vez que abro un nuevo libro de Amin Maalouf, lo hago con la secreta esperanza de encontrarme por fin una obra redonda, algo que me permita colocarle una vela en mi altar personal e ir diciendo por ahí: el gran escritor Amin Maalouf. Porque lo que es caer bien, no lo duden ustedes: me cae bien. Admiro su lucidez a la hora de posicionarse en este laberinto de ideologías que es el Mediterráneo, y su decidida voluntad a dejar las cosas claras, explicar qué está pasando.
Pero la lucidez no es suficiente para escribir una gran novela. Me quedó cierta decepción con León el Africano: tiene uno entre manos un personaje como aquel viajero renegado de todos los bandos, y lo que le sale a Maalouf no es mucho mejor que un kenfollett o un noahgordon cualquiera. Me volvió a pasar con El viaje de Baldassare, que al final tampoco va mucho más allá de una serie de historietas de piratas y detectives, con un ‘macguffin’ mágico mal, muy mal resuelto. Estoy siendo duro, no porque los libros sean malos, que no lo son, sino porque de Maalouf siempre espero algo bueno de verdad.
Vienen Los desorientados. Primer punto a favor: no es novela histórica sino presente, lo cual obliga a meterse de lleno en la vida real. Segundo punto a favor: va de Líbano. Es decir, de una tierra que Maalouf, libanés afincado en Francia, conoce de verdad. Una tierra que describirá con pasión, con ese amor incondicional al que nadie se puede sustraer cuando pisa Líbano (vean Beirut I love you y ese amor cambiado en amargura en El día que Nina Simone dejó de cantar). Precisamente porque de entre los países mediterráneos es el que encierra la esencia de todos ellos en un minúsculo espacio entre nieves y mar. De ahí que sea la tierra más conflictiva, una guerra mundial cada dos calles. Pero también la más libre, curiosamente, de todas las que bordean el lado oscuro del Mediterráneo, la de más vino, poesía, prensa y canciones.
Es esta tierra que Amin Maalouf nos presenta a través del recurso, ni original ni tampoco censurable, del profesor emigrado que acude, tras 25 años de exilio, para despedirse de un amigo moribundo y de paso recuperar lo que quedó de la alegre muchachada que la guerra dispersó a finales de los setenta.
Como ustedes se imaginarán, estos amigos irán pasando revista y cada uno reflejará una parte de lo que es Líbano, una opción religiosa o ideológica de las muchas que componen el país, cada uno un destino ejemplar, desde el judío exiliado al exitoso hombre de negocios, desde el que se metió a monje hasta el que se metió a islamista feroz. Y ahí es cuando empiezan a chirriar las juntas de la novela, porque parece que, precisamente, la trama no es mucho más que un poco de brea para mantener unidos los tablones tallados en forma de escultura.
¿Quieren que sea claro? No hay trama. Hay un desfile de personajes y de diálogos, muchos diálogos, en vivo y por correo electrónico. Y no todos son necesarios. Al autor le faltó tijera para saltarse los detalles insignificantes: transcribe los mails enteros. El arte consiste en prescindir de lo que no es esencial. Y Maalouf no prescinde: narra y narra.
¿Adónde lleva esa narración? A las confrontaciones de opiniones políticas, a veces amigables, a veces -como en el caso del islamista- convertidos en aguda esgrima verbal. Ahí es donde brilla el escritor: sabe entregar a ambos bandos armas afiladas, argumentos de peso, generosas partes de la razón. No se lo pone fácil a los buenos. Somete sus propias convicciones -porque las de su protagonista, el historiador Adam, libanés exiliado en Francia, son las suyas propias, no nos cabe duda- a la prueba de fuego. Pero saldrá airoso: pese a llamar el libro «Los desorientados», Maalouf y Adam tienen las ideas muy claras.
«El escritor arrima el hombro», tituló Alejandro Luque una reseña de El desajuste del mundo. En aquel libro de ensayos (2009), Maalouf intentó derribar el espejismo del tan manido y tan falso choque de civilizaciones, a través de un lenguaje didáctico. Aquí en el fondo vuelve a la carga, pero con la pluma del novelista que es capaz de envolvernos en susurros y apagar las velas mientras nos aclara las ideas.
Porque esto hay que reconocérsele: las escenas de sexo, casi digo amor, están logradas. No se confundan, no hay lo que se llama en la literatura o el cine «escena de sexo». La luz se apaga antes. Pero es profundamente sexual y es profundamente amoroso el encuentro de dos personas que resuelven compartir cama, piel y sabor durante unos días, y que dejarán de compartirlo después, sin ansiedad y sin heridas. Y sin hacer daño a los demás: hay que tener la profunda mediterraneidad de Amin Maalouf para crear este pequeño triángulo de complicidades que envuelve a un hombre, su amante-amiga y su amante-amor.
Sí: Maalouf es un maestro a la hora de dibujar un determinado tipo de personaje femenina: como la tabernera Bess en El viaje de Baldassare, la empresaria hostelera libanesa Semiramis es una mujer consciente y recelosa de su libertad, pero capaz de toda la ternura del mundo, de vuelta de todo menos del cariño, del vino y el sexo, por supuesto. Porque quizás sea esto el amor: compartir sin ataduras y sin exclusividades.
Ya ven ustedes: empezamos con política, islamistas y monjes y terminamos hablando de sexo y ternura. Eso también es muy de estas tierras, donde las guerras pueden ser cruentas, pero siempre tienen un punto de destino forzado: se combate porque a uno le ha tocado estar en tal o tal bando, no porque uno se lo crea de verdad. Cuesta imaginarlo a la vista de los disparos que tabletean todos los días de Libia a Bagdad , un inmenso país de la pólvora, pero si a ustedes realmente les cuesta imaginarlo es que deben leer más a Amin Maalouf.
Aunque el escritor no ha aprovechado para resolver con arrojo -habría sido una gran novela- el nudo gordiano que ató: el del amigo convertido en corrupto y cabrón por obra y gracia de la guerra. Podría ser una figura trágica a la altura de los mayores, si Maalouf no se hubiera ido por las ramas. No se atrevió, diría yo, como no se atrevió a redondear siquiera la pequeña historia del encuentro de la muchachada, y huyó hacia un final innecesario ¿por temor de no estar a la altura? Cosas de la vida: en Líbano tampoco nadie está a la altura. Y así sigue la guerra que nadie se cree. Pero también sigue Semiramis.
Un comentario