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Como la vida misma

La madeja y el do

Jean Christophe García-Baquero Lavezzi

Deculturas, 2009.

ISBN: 978-84-936405-3-8

224 págs.

14 euros

Rafael Roblas Caride

Hay libros que llegan a las manos casi por azar. Un día, la curiosidad abandona los anaqueles de últimas novedades, se pierde por la vorágine de tomos inclasificables de la librería y, entonces, la vista repara en un volumen –¡ése!- que, sin saber cómo, parece haber reservado una cita ineludible con el lector. Así llegó hace algún tiempo a mi mesa esta opera prima de Jean Christophe García-Baquero Lavezzi, a la sazón licenciado de derecho residente en Bruselas y finalista del Premio Ateneo Joven de Sevilla de 2007 con esta La madeja y el do, de criptográfico título. Podrían existir múltiples explicaciones, aunque en el caso que nos ocupa no creo que la atracción se produjera por el insulso diseño de la cubierta ni por la reseña de su portadilla, demasiado general y tópica. Dejémoslo, pues, en que la caprichosa rueda del destino así lo dispuso. Sin más. Queda mucho más romántico. Y misterioso.

Como misterioso es que el argumento de La madeja y el do se mantenga en pie apoyándose sobre los cimientos de la nada. Porque, digámoslo ya, la obra de García-Baquero es la novela del no-argumento, es el espejo situado en un camino que devuelve la imagen de una existencia anodina, interpretada por los habitantes de una ciudad monótona, que se identifica con la Sevilla de inicios del siglo XXI. Así, no es gratuita la cita inicial de Baudelaire que la precede: C’est l’Ennui! (“¡Es el tedio!”). Efectivamente, a pesar de la esbozada historia de amor imposible, a pesar de la trama protagonizada por su correspondiente antagonista esquizofrénico, a pesar de la crítica al mundillo universitario y a los estereotipos de una Sevilla anclada en el tiempo, La madeja y el do es, ante todo, un bucle argumental en el vacío que sumerge al lector en la incertidumbre de una historia que, finalmente, queda inconclusa y que resalta, por omisión, lugares y personajes.

Sin embargo, será preciso que tratemos de esbozar este coitus interruptus argumental, siquiera para azuzar el interés de potenciales lectores. Víctor Espejo, profesor asociado de derecho en la Hispalense, se encuentra sumido en un estado de depresión tras la ruptura de su relación con Reyes, su novia de toda la vida. Aletargado física y anímicamente por el caluroso verano sevillano, Víctor trata de recomponer su presente durante las vacaciones estivales, abandonándose para ello en la redacción de su tesis doctoral. En el relato, focalizado en una tercera persona omnisciente, confluyen otras historias secundarias, aparentemente inconexas, que al final de la narración conformarán un todo: una modelo –tan misteriosa como bella- con un confuso pasado, oscuro y casi irreal; un joven estudiante de primero de derecho, mortificado por sus obsesivos delirios esquizoides; un catedrático universitario parapléjico, cuya fuerte personalidad y carisma le permiten alcanzar todo aquello que se propone; un extrañísimo pintor, surgido de la nada cuando el azar comienza a encadenar sus hilos… y como telón de fondo –a modo de desconcertante déjà vu- la épica de Ramón Bonifaz, Almirante de la flota de Fernando III el Santo que, según la leyenda, rompió la gruesa cadena que unía las orillas del Guadalquivir, facilitando decisivamente la entrada de las tropas cristianas en aquella rendida Ishbiliya de un lejano 1248…

Pero no nos engañemos y volvamos a repetirlo: en este entramado insulso y monótono, en este intrincado catálogo de personajes estereotipados que luchan por erigirse en grises protagonistas y antagonistas, en realidad, el vencedor resulta ser el hastío de una ciudad –podía ser Sevilla o Cáceres, da igual- que devora a sus hijos con la neblina de lo intrascendente. Quizás es este el motivo por el que García-Baquero no completa el esbozo de lo apuntado con un crimen, con una muerte violenta, con un romance pleno, con un happy –o un unhappy- end,… con una explicación explícita, en fin, que advierta a modo de moraleja quién es el bueno y quién es el malo de la historia, qué es lo que debe o no debe hacerse para ser buenos chicos y que los mayores nos miren con buenos ojos. Quizás porque todos somos culpables -incluidos los lectores- cuando nos ataca el tedio.

Ante esta ausencia de desenlaces, el lector termina la novela desorientado, confundido por los firmes contornos de una primeriza novela experimental en donde se le aparece el espíritu de Joyce proyectado sobre las cales de una tapia del barrio de Santa Cruz. Y esto no es casual. También García-Baquero ha conseguido profundizar en una psicología tan impenetrable como la sevillana. Tan abundantes son las descripciones de localizaciones concretas reales de la ciudad -Molviedro, Prado de San Sebastián, Plaza del Pan- como las pinceladas narrativas que relatan sus fiestas primaverales, demostrando que el escritor posee un amplio dominio de las claves hispalenses. Un ejemplo es el pasaje en el que Víctor recuerda la estación penitencial de la Hermandad de los Estudiantes saliendo desde el Rectorado y la formación previa de sus nazarenos en los patios de la Universidad. Otro logro más, que se apunta en el haber de esta inicial aventura: incorporar la Sevilla más ortodoxa y tradicional a la novelística moderna, alejándola así de tópicos panderetiles al uso.

Pero va llegando el momento de concluir y de emitir ese veredicto que con tanta ansiedad espera el escritor novel. ¿Es o no es una lectura recomendable La madeja y el do? Tras este somero análisis, la respuesta no puede ser otra que afirmativa. Y es que, a pesar de algunos despistes estilísticos puntuales y de determinados altibajos narrativos, esta opera prima abre un camino entre la maleza que presagia un futuro más que interesante. Definitivamente La madeja y el do desconcierta. Sus lógicos balbuceos de autor primerizo y sus logros finalmente alcanzados dejan la balanza equilibrada y el ánimo del crítico en estado de impaciencia, esperando una nueva obra que confirme la vitola de prometedora promesa que se ha ganado a pulso García-Baquero con su debut en este género. Quizás esta confirmación libre a su autor de esa indolencia que, como un castigo, persigue al hombre desde el comienzo de los tiempos. Y es que también los escritores mueren de tedio.

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