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Cómo redescubrir el Nuevo Mundo

ELENA MARQUÉS | Desde que existen los GPS nos extraviamos menos, pero hemos perdido el tacto sólido y afable de la Guía Repsol sobre nuestras rodillas. Y, para esa generación que se ha criado en aulas presididas por la pizarra emborronada de tiza y el recio perfil de la piel de toro, es como si nos arrancaran parte de nuestra infancia y nuestro aprendizaje del mundo. Mi cuñado, que es como todos los cuñados pero algo más nostálgico que la media, aún conserva en su despacho uno de esos mapas de España en los que no existían las comunidades autónomas y Cantabria se llamaba Santander. De hecho, para mi madre Cantabria sigue siendo Santander porque memorizar algunos de esos cambios le ha sido ya prácticamente imposible. No digamos los bailes de fronteras del continente vecino, en el que aún parece vivirse en una perpetua descolonización.

De lo dicho se deduce que la cartografía no es una ciencia exacta, o más bien que debe someter de vez en cuando a revisión el mundo descubierto, no solo porque los hombres nos encargamos de transformarlo a guerra limpia, sino porque también la naturaleza puede tener el antojo de hacer brotar una isla nueva, vía erupción volcánica, en medio del océano.

Por eso, que el subtítulo del Atlas de literatura latinoamericana, coordinado por Clara Obligado para Nørdicalibros, sea «(Arquitectura inestable)» no puede resultar paradójico. Sobre todo cuando se ha dado a sus autores absoluta libertad para que escojan, entre los escritores de aquellas tierras, los que consideran imprescindibles o dignos de ser (re)descubiertos. Sobre todo cuando una de las instrucciones, soterrada o no, para que eligieran sobre quién escribir es que huyan del canon (de ahí que a muchos de los que aparecen podamos tildarlos de periféricos) e indaguen en su memoria lectora para averiguar qué textos, qué voces, aunque suene cursi, les revolvieron la vida. O sea, que este atlas, como el mapa de España después del 78, también podría ser otro, es un plano en movimiento perpetuo. Un terreno por ensanchar y explorar.

Como proyecto me parece, aparte de ambicioso y complejo (no quiero imaginar los quebraderos de cabeza para elegir a los 47 artífices de las 50 referencias y el posible resquemor de algunos no llamados a la empresa), hermosísimo y necesario, e incluso ampliable a una segunda parte que nos abra más los ojos a la increíble riqueza que nuestra lengua ha dado para el futuro. De hecho, confieso que a muchos de los literatos reseñados en él yo los desconocía, o al menos no los había leído, que es como no haberlos conocido nunca porque a los creadores se les debe explicar por sus obras y punto pelota. Aun así, hay vidas que merecen ser contadas y que aclaran ciertas páginas posteriores. Nada más literario o novelable que la condición errabunda de Gabriela Mistral o la infortunada y vagarosa existencia, con acto suicida incluido, de José Asunción Silva.

A todo esto no he dicho que, para que no nos perdamos, el libro está estructurado por países y alfabéticamente, lo que no quita para que el lector se mueva por él como le plazca. Y, puesto que la obra se denomina «latinoamericana», asoma el anchuroso Brasil con los imprescindibles João Guimarães Rosa y Clarice Lispector, más algunos autores que, sin haber nacido allende los mares, desarrollaron su obra en alguno de los países que conforman la geografía del continente con mayor número de hablantes de la lengua de Cervantes.

Lo que sí me parece percibir en todas las elecciones porque son palabras que aparecen prolijamente a lo largo del libro es el interés en poner el acento en aquellos que se entregaron con ahínco a la libertad formal, a la ruptura, a lo revolucionario, a lo experimental, a la transgresión, a la hibridez genérica (me encantan el invento del «discurso de sobremesa» de Nicanor Parra y la conversión en ente literario de las entrevistas por parte de Monterroso, casi tanto como las mixturas de Lupe Rumazo, a quien debo leer antes de que acabe el día), a la transculturación, a la inmersión en la realidad pero siempre para explicarla desde otra óptica, generalmente poco realista. También la reivindicación de lo popular y de lo indígena, que merecería aún mayor atención, y de lo femenino (hay un artículo, de Ana Gallego Cuiñas, dedicado a las mujeres del boom, opacadas por quienes ya sabemos), cuya presencia, frente a los manuales tradicionales de literatura, queda aquí más o menos equilibrada (28 hombres y 22 mujeres). No cabría decir lo mismo, a lo mejor, de la representatividad de unos países frente a otros, pues, por ejemplo, ocho son los escritores argentinos relacionados, frente a un costarricense, un salvadoreño, un dominicano o un guatemalteco, lo que quizás se traduzca en que la zona de Centroamérica sea aún más desconocida o no tiene interpretación posible. Simplemente que el resultado ha sido ese pero, como he dicho, en esa arquitectura inestable que siempre representa la literatura, podría haber sido otro si los reseñistas elegidos, entre los que no solo se cuentan escritores, sino también profesores y algún editor, hubieran sido otros.

Aun así, creo que nunca habrían faltado los nombres de Roberto Bolaño, el Inca Garcilaso o José Hernández; de hecho, que no aparecieran podría calificarse de injusticia. Será porque quien traza estas líneas siente una irracional adoración por ellos.

Por supuesto, como todo atlas (si no, no lo sería), la parte gráfica ocupa un lugar de privilegio, y esta corre a cargo de Agustín Comotto, uno de los ilustradores «oficiales» de la editorial madrileña, que, como siempre, realiza un trabajo espectacular. Y no quiero dejar de mencionar el hermoso artículo de Armando Victorio Minguzzi dedicado al viaje, tema tan literario y tan revelador, especialmente en Latinoamérica, y, por qué no decirlo, tan necesario para que, a partir de él, puedan construirse mapas como este: Un atlas para que nos adentremos en territorios conocidos y descubramos los aún no hoyados por nuestros ojos. Un atlas para redescubrir el Nuevo Mundo.

Atlas de literatura latinoamericana (Arquitectura inestable) (Nordicalibros, 2022) | VV.AA. | 240 páginas | 29,95 euros | Edición de Clara Obligado

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