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Como utilizar un McGuffin y no pillarse los dedos

Isabel Fonseca

Vínculo

Anagrama, 2009.

ISBN 978-84-339-7513-3

386 pág.

19,50 euros

Traducción: Eva Almazán


Ilya U. Topper

Un mujer ―periodista anglosajona de unos cuarenta años, madre, casada con un tipo interesante y residentes ambos en una isla tropical― descubre que su marido tiene una relación sexual, muy sexual, con una tipa aparentemente joven y fogosa que se desarrolla vía correo electrónico. Primer enredo: la protagonista, en lugar de darle al botón de print y enrollar los folios cual arma punzante, decide investigar y se hace pasar por su propio marido en una espiral erótica y virtual en la que ya no sabemos quién engaña a quién.
Eso promete. Sobre todo porque estamos aún en la página 40 y tenemos muchas expectativas para las demás 340.
Nada de eso. La joven fogosa desaparece de la escena tal y como irrumpió (si fuera un teatro sospecharía de una trampilla en el escenario) y en su lugar aparecen una madre algo maniática, una hija prácticamente sin descarriar (lo justo como para cogerle cariño), una mamografía, un ginecólogo, un jefe barrigudo, el guapo colega del marido, un padre enfermo, una hermana distanciada, un ex novio, un futuro yerno niñovicente y un cernícalo. En otras palabras, una fauna de lo más común, en urgente necesidad de un flautista de Hamelín. Si éste se llamara Miguel Albaladejo, a buen seguro todos acabarían bajo el árbol de navidad de una chabola en las afueras de Madrid. Pero Isabel Fonseca tampoco se los lleva todos juntos a su isla sino que los reparte por diversas partes del mundo (Londres, Nueva York), sin darles mucha oportunidad de intimar.
Al final nos queda únicamente el recorrido de la protagonista a través de las varias relaciones que la unen o desunen con la madre, el cernícalo, la hija, el ex, el gine, el marido etcétera. Y lo que empezó como una novela se va convirtiendo en una reflexión filosófica sobre la situación social / económica / emocional / sexual / psíquica (en orden ascendente) de una mujer anglosajona, casada, de unos cuarenta años. Estructurado ―y aquí reside el fallo literario― en capítulos aparte, como si de un ensayo se tratara.
Los agentes editoriales tienen un nombre para este tipo de libros: chick-lit, una abreviatura de chicken (pollo, chica) y lit(eratura). Describe este tipo de literatura que no quiere contar una historia sino sólo subrayar, a través de diversas anécdotas normalmente humorísticas, la situación soc / eco / emo / sex / psi de la chicas, normalmente jóvenes y obsesionadas con todo lo que las autoras creen que debe obsesionarles (el peinado, el peso, el tabaco, los jefes, los orgasmos). Por supuesto, ustedes están pensando ahora en Helen Fielding, Marian Keyes o Candace Bushnell, aunque la inventora del género no es otra que Carmen Rico Godoy: con su Cómo ser una mujer y no morir en el intento (1990) se adelantó en cinco años a la más precoz de las tres citadas que hoy figuran en todas las enciclopedias del género: ya se sabe que la autopista a la inmortalidad está asfaltada con las sílabas de un apellido anglosajón.
Vínculo no encaja del todo en este conjunto: le falta el humor ácido y la voluntad de crítica social que caracterizan las obras de Rico Godoy y sus imitadoras posadolescentes. Sus pasajes se tiñen a veces de lirismo. Pero eso no basta para compensar lo que, personalmente, he vivido como un repentino descalabro de los personajes sobre el escenario: un desenlace muy mal resuelto. Si una utiliza un McGuffin debe saber deshacerse de él con el mismo gesto elegante con el que lo sacó de la chistera.
Todo eso puede ser de menor importancia para quien lea la novela y se reconozca en ella. Porque el libro pretende eso: mostrarnos como somos a los cuarenta y cinco, tras veinte años de matrimonio. ¿Somos? Quiero pensar que Isabel Fonseca no es así (demasiado bien me cae). Aquí nos adentramos en un análisis de culturas, pero vistas desde un país donde los cuernos (los de él y los de ella) forman parte de la decoración de cualquier salón familiar que se precie, las comeduras de coco de Jean Hubbard se me antojan producto de una represión sexual victoriana que esperaba que en las últimas décadas se hubiera superado incluso allende el Canal de la Mancha (aunque no allende el Atlántico, a tenor de cierta teleserie neoyorquina). No creo que Carmen Rico Godoy hubiera puesto como guinda de un final feliz el que su hija de veinte años le anunciara el compromiso formal con su novio (¿tantos años de feminismo para eso?).
Como siempre que se maneje sólo una traducción es difícil saber hasta qué punto la novela original la puede salvar el lenguaje. Sospecho que ha perdido en el camino: no encuentro la sensibilidad ―casi sensualidad―, la ternura, el humor fresco, la sonrisa de pillina, la claridad de periodista que convierten en gozo la lectura de la primera obra de Isabel Fonseca, Enterradme de pie, toda una lección de cómo escribir un ensayo que se lee con más ganas que una novela. Sospecho de la traductora: en castellano, a diferencia del inglés, no se debe usar la cursiva para destacar en un diálogo la palabra sobre la que recae el peso de la frase. Mantenerla en una traducción en lugar de buscar otra solución para crear un diálogo real, cercano, no es buena señal. Aunque las cursivas no tienen culpa de la represión victoriana ni de los McGuffins díscolos.

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