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Con la cúpula del Paraíso reflejándose en las sombras

conversaciones-giverny-claude-monet_1_2084190Conversaciones en Giverny

Claude Monet

Confluencias, 2014

ISBN: 978-84-942012-5-7

132 páginas

12 €

Traducción de José Miguel Parra Ortiz y José Jesús Fornieles Alférez

 

 

 

Manolo Haro

Al lugar más recóndito del alma del hombre Goethe lo llamaba la “ciudadela”. Empeñarse en llegar a ese sitio ajeno y desconocido es trabajo en vano, pero a veces, cuando nos cruzamos con alguien que nos interpela con su arte, que nos dice algo más que el resto de los mortales, entonces pasamos páginas o recordamos en la noche, por ejemplo, unas palabras que nos hacen vivir la falaz ilusión de que hemos, si no llegado a conquistar esa “ciudadela”, al menos a sitiarla. Los cuadros de un pintor son la transfiguración más directa que existe de la percepción del mundo hecha por un ser humano. Los colores, el brío de la pincelada, la perspectiva, un detalle encapsulado en el tiempo, todo ello constituye un pasaje al corazón del artista y a su sentir. Pero la vida que no cuentan los cuadros ha de narrarla alguien. Biógrafos y estudiosos de los impresionistas –como la británica Sue Roe, que nos regaló su Vida privada de los impresionistas (Turner, 2006) hace unos años– han dado carne a uno de los períodos inaugurales del arte moderno. Aún así, sigue sin oírse el rumor de la hojarasca pisada por los zapatos polvorientos o embarrados de jóvenes y no tan jóvenes husmeadores de paisajes. He aquí donde seguimos buscando.

Este (por muchas razones) delicioso libro de conversaciones con el pintor Claude Monet trae al presente una larga vida de búsqueda incansable por reflejar el mundo con una clara y contumaz voluntad de hombre que mira y captura la vida para despojarla del maldito río del tiempo, haciéndola imperecedera por obra y gracia de su pincel. Antes de abrir el volumen, merece la pena que el lector interrogue al protagonista de sus páginas desde la foto que sirve de portada: un Monet con una barba a lo Whitman de donde surge un cigarro, coronado por un sombrero de invierno, otea el horizonte con los ojos del que ha observado tanto como para reconocer que lo que queda del día será un paso más hacia el fin. Emociona leer estos cuatro documentos de una época en la que el progresivamente el pintor ya ha aprendido el manejo del pincel y ha cumplido con lo que se espera de él con esa perseverancia en captar la esencia última de la Naturaleza.

Este retrato dialogado comienza con el trabajo de François Thibault-Sisson “Los años de prueba” (1900). El pintor tiene 60 años. Constatamos aquí cómo el talento de Monet es un capricho del destino y sus circunstancias vitales: el colegio le aburre tanto que combate el ‘spleen’ infantil llenando de caricaturas de sus profesores los márgenes de cuadernos; se escapa y brinca por los acantilados de Le Havre, lugar de residencia de la familia, que ha dejado atrás París para afincarse en la costa. La fama de buen caricaturista lo lleva a ser conocido en la ciudad y sus alrededores, situación que le permite reunir una pequeña fortuna con solo 15 años. Lo que tiene de insolente la adolescencia retrasa su toma de contacto con un pintor local de paisajes, Eugène Boudin, al que despreciaba por parecerle su obra demasiado fiel a la realidad. Un verano, tras numerosas invitaciones de éste para que fuera a trabajar con él en plena naturaleza, no tiene más remedio que aceptar. Y este hecho va a convertirse en un hito importantísimo en su vida, pues aprende a mirar la realidad con unos ojos nuevos por las indicaciones de Boudin. A ello hay que sumarle una estancia en Argelia haciendo el servicio militar; allí descubrirá la luz de verdad. De regreso a Francia, debido a una enfermedad (su padre lo “rescata”), deja clara su vocación de pintor. Como suele ser habitual en casi todos los impresionistas, asistimos a la reglada pantomima del no paterno y el posterior sí, con la única condición de que asista a una academia parisina de reputado nombre para asentar los estudios. Monet toma clases con un pintor que le insiste en que “lo importante es el estilo”, adagio que se opone a lo que el joven siente en ese momento: lo que realmente le emociona es la Naturaleza. En esa aventura conocerá a Sisley y Bazille, triunfa en el Salón de 1866 con su “Mujer con vestido verde” (para fastidio de Manet, a quien le resulta una broma de mal gusto que alguien triunfe usando “su nombre”) y frecuenta el Café Batignolles junto a los jóvenes pintores citados y Renoir. En ese ambiente conocerá a Fatin-Latour, Cézanne, Degas y Zola. Esta primera semblanza del autor, firmada por  François Thibault-Sisson, tal vez sea estilíticamente la más fresca por su inmediatez, con una prosa despojada de lirismo y más bien guardando paralelo con las rápidas pinceladas de su entrevistado.

A ello, le sigue el trabajo que ocupa la mayor parte del libro y que le da título al mismo: “Conversaciones en Giverny con Marc Elder” (1922). Monet tiene ahora 82 años. Elder lo entrevista en su casa y caminando por sus jardines de Giverny. Hace acopio de las anécdotas más vivas del artista. Muestra a un pintor lleno de voluntad (“yo cavé, planté, sembré”), acometiendo la obra de pequeña ingeniería que le permitirá tener un estanque y, por ende, los nenúfares que absorberán su atención al final de la vida, pintándolos de sol a sol, hasta que la caída de la tarde: “Me ha llevado tiempo llegar a comprender a mis nenúfares (…). Los planté por placer. Los cultivé sin soñar con pintarlos… Un paisaje no te conquista en un día… Y después, de golpe, tuve la revelación de las hadas de mi estanque. Cogí mi paleta… Desde ese momento, apenas he tenido otro modelo”.  Se suman a estas páginas pasajes de la vida del pintor que dan luz a muchos cuadros; como por ejemplo, el caso de “Los álamos” de Limetz, a los que mantuvo en pie durante el tiempo de la ejecución de la obra ayudando en la puja a un comerciante de maderas con la condición de que respetara unos meses los árboles. La impresión que causó en Monet el mar frente a Le Havre pienso que lo sensibilizó para la captación de los matices del agua, de los juegos de reflejos y de sus cambio de tonalidad. Algunos admiten que el impresionismo lo inventó el Sena, del que dice el propio artista haberlo pintado durante toda su vida, llegando incluso a la obsesión. Luego pasaría a su estanque, como un paso más en la búsqueda de un agua personal que lo llevaría en una progresión descendente del mar de Le Havre al Sena y, por último, al estanque de Giverny.

Manet, como piedra fundacional de la sensibilidad de muchos impresionistas, también tiene cabida en el recuerdo del anciano. Cuenta que el éxito de unas marinas suyas en el Salón de 1865 lo enfadaron sobremanera, pues ese baile de letras en el apellido le hizo mucho daño al creer la crítica que se trataba del autor de “Olimpia” y no de Monet. A pesar de que más tarde hubo un acercamiento y una admiración mutua, el pintor de nenúfares describe a su compañero como una persona de carácter, un dandy atildado y pulcro que no soportaba, por ejemplo, la bastedad de Cézanne. “No me mezclaré jamás con el señor Cézanne”, decía.

Algo encantador de estas líneas reside en que no se deja de lado tampoco aspectos domésticos como una conversación sobre cómo cocinar una auténtica manteca bretona o sobre la tremenda glotonería de Renoir, que admitía su debilidad ante un plato de comida con el consecuente abuso del que se lo ponía por delante, que tenía claro que el valor del condumio era un lienzo del comensal.

El orientalismo, al que ya se había subscrito la nación francesa desde el XVIII con su querencia a la cerámica y los biombos de motivos asiáticos, irrumpió con fuerza en las corrientes artísticas del XIX y tendrá su continuidad en el ámbito hispánico con el Modernismo. En Monet también entró con fuerza. De hecho, su casa recibía continuas visitas de japoneses que admiraban su pintura. El mismo artista cuenta que en 1856, cuando tenía 16 años y andaba pintando a sus vecinos, encontró unas estampas japonesas en una tienda de mercancías marinas donde se vendían monos, loros, armas y nueces de coco. 30 años después, en Amsterdam, mientras regateaba por el precio abusivo de una vaso de cerámica de Delft, consiguió que el vendedor sumara a éste unas láminas niponas. De las palabras que dice sobre el pintor Hokusai, se infiere la sensibilidad con la que Monet llegaba a entender el arte de su colega: “¡Qué fuerza tiene!… Mirad la mariposa que lucha contra el viento, las flores que se inclinan… Nada sobra… La sobriedad de la vida…”. A todo ello hay que añadir el recuerdo de su emocionada visita a El Prado al ver los tizianos, velázquez, tintorettos y rubens, su preocupación por algo tan práctico como la duración de la pintura desde el punto de vista químico y su total descreimiento de la enseñanza: “tenemos que aprender de la Naturaleza”.

Lo que queda del volumen son un artículo de un pintor norteamericano, Walter Pach, que se publicó en el Scribner´s Magazine  en junio de 1908 con el título de “Una visita a Claude Monet” y un texto inédito en español de la pintora bostoniana Lilla Cabot Perry, gran admiradora del artista y ella misma seguidora del impresionismo: “La filosofía de la pintura de Monet era pintar lo que ves realmente, y no lo que piensas que debes ver; no el objeto aislado, como en una probeta, sino el objeto rodeado de la luz del sol, en medio de una atmósfera, con la cúpula del Paraíso reflejándose en las sombras”.

Este maravilloso librito contiene además una galería de fotos del artista y su mundo, junto a una selección de obras de él mismo y de otros autores afines. No puedo más que felicitar a la editorial Confluencias por el precioso trabajo de selección y edición que ha llevado a cabo en este volumen.

El 8 de mayo de 1922, Monet decía lo siguiente: “Actualmente estoy casi ciego y debo renunciar a todo trabajo. Es duro, pero es así”. Una operación de cataratas lo rescató de la oscuridad de la ceguera. Emociona una de las fotos del álbum en la que vemos al pintor sentado en un sillón de enea de su jardín, con las piernas cruzadas, la mano derecha con el eterno cigarrillo apoyada sobre su rodilla y un sombrero de campo poco antes de morir. Puede que esté posando, pero la presencia de su personalidad se hace más que evidente. Ya ha pintado todo lo que tenía que pintar, ha legado al mundo su modo de plasmarlo, conoce el secreto de la Naturaleza a fuerza de escrutarla. Este libro contiene el latido de su corazón. Merece la pena oírlo.

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