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Con perdón de los de siempre

ELENA MARQUÉS | Me he convencido de que, para viajar, la compañía del libro electrónico, como la de la tarjeta Mastercard, no tiene precio. Días antes de emprender el periplo, y más si se presagia largo, a los muchos ritos de los preparativos que todo traslado impone añado el de sentarme a decidir los textos que habré de llevarme encapsulados en esa maquinita extraplana en la que subrayas plantando un dedo al principio de la línea y entre cuyas páginas virtuales te pierdes como en un laberinto, pues nada tienen que ver los pálidos pantallazos que te impone el Kindle Paperwhite con el amable parloteo de la celulosa adobada en tinta.

Aun así, que en una tableta del tamaño de una fotografía y que pesa menos que una cartera con un billete de cinco euros puedas transportar miles de libros, que, además, cuestan menos que el mismo texto en formato tradicional, termina convenciendo a los lectores más voraces, que normalmente acaban siendo, también, los más cegatos, y que pueden adaptar tamaño de letra, interlineado, configuración y hasta la luz que refleje el recuadrito de marras a su sobrevenida minusvalía. En definitiva, y aunque eso prive del placer de visitar al librero del barrio, no puede dejar de reconocerse que el formato electrónico tiene más ventajas que inconvenientes. (Y no he hablado aquí del ahorro en estanterías Billy de Ikea). Sobre todo cuando se ha traspasado con mucho la edad romántica en que los volúmenes servían, aparte de para contener historias, para guardar flores de enamorados, anotaciones tontas y otras zarandajas trasnochadas, y solo valen ya para acumular toneladas de polvo.

Claro, que todas esas convicciones prácticas se vienen abajo cuando el libro en cuestión se convierte en bello objeto, se concibe como miniobra de arte. Cuando se viste de elegantes cubiertas enteladas, lo decoran las ilustraciones del tantas veces galardonado Emilio Urberuaga, padre putativo de Manolito Gafotas entre otras muchas criaturas gráficas, y ofrece una edición bilingüe con traducción de Amaya García Gallego y la no menos premiada María Teresa Gallego Urrutia. En ese caso no manosear el volumen en condiciones resulta casi un sacrilegio.

Es lo que ocurre con el homenaje que la editorial Nørdicalibros, siempre cuidadosa de este tipo de detalles (lo que se ha traducido en múltiples premios a su labor editorial: enhorabuena), dedicó el año pasado al cantautor francés Georges Brassens en su centenario, que solo puede gozarse en condiciones tomándolo al peso, escudriñando las minucias de cada dibujo, desde esa humeante pipa enterrada en las eternas vacaciones de la playa de Sète, pasando por la sombrilla florida de la canción Le parapluie, hasta el verde gato fumador de la portadilla que encabeza los poemas originales, que dan la posibilidad, a quienes balbucean esa hermosa lengua latina, de comprobar hasta qué punto las muchas versiones de las canciones del músico se alejan del original.

Porque todos tenemos en la memoria auditiva a Paco Ibáñez entonando «La mala reputación» (La mauvaise réputation) como parte de su disco de 1979 con canciones del galo; o a Javier Krahe esperando como un gilipo… a Marieta (Marinette en francés), y por eso quizás nos choca, por muy distinta, esta nueva traducción que se añade a las de García Calvo y otros tantos, pues el cantautor del Languedoc ostenta el récord de ser el más trasvasado del idioma de Flaubert a otras lenguas, incluido el esperanto. Posiblemente porque sus canciones no solo son símbolo de una época revolucionaria, especialmente la de los años sesenta y setenta, y de un espíritu popular y de libertad absoluta que inspirará como pocos (en nuestro caso, a muchos de los cantautores españoles, tanto en formas como en poses), sino porque la construcción de su propio personaje es más que sugerente, desde sus pequeños hurtos juveniles hasta su colaboración en la Resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial, a lo que se añade su reconocido anarquismo, su antimilitarismo y sus ideas anticlericales.

Pero vayamos al texto, a las canciones-poemas que rezuman ironía, humor crítico, desvergüenza, ligereza, provocación; que no solo se burlan de costumbres y tipos sociales, sino de la vida misma. Que muestran escenas ridículas en que un personajillo, que solo puede ser él, se sitúa al margen de las convenciones o se enfrenta a los eternos desaires del amor (Je suis un voyou). Muchos cuadros surrealistas (Le gorille, la resurrección de Marinette), otros meramente cotidianos, pero también reflexiones más serias sobre el paso del tiempo y lo vano de la existencia humana (L’arc-en-ciel d’un quart d’heur), y sobre banderas, ideologías y política (Mourir pour les idées). Versos autobiográficos donde glosa poemas ajenos (de Valéry, su coterráneo, con su mer, toujours recommencée) que no pasan desapercibidos en el tono general de naturalidad, de estribillos danzarines, de irreverente juventud, a veces, incluso, con términos que más de un mojigato considerará censurables. En definitiva, una obra que es todo un canto de amor a la vida, que abandonará à reculons¸ de la que se despedirá cuando ya no le quede otra.

He de reconocer el trabajo más que satisfactorio de las traductoras, madre e hija, María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego, que reproducen los esquemas rítmicos y métricos, lo que en ocasiones se decanta en un tonillo juguetón casi infantil; que respetan la rima y la voz original del autor; que encuentran siempre el mejor término grotesco y consiguen arrancarnos una sonrisa en cada composición; y que, venciendo el encorsetamiento que la arquitectura de la canción-poema les impone, contagian entusiasmo y libertad, dos características propias de Georges Brassens, el poeta francés más popular de todos los tiempos, con perdón de los de siempre.

Poemas y canciones (Nørdicalibros, 2021) | Georges Brassens | 208 páginas | 22,50 euros

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