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Conchas en la orilla del tiempo

ILYA U. TOPPER | Era en 1995, y por los bares de Cádiz se divertía declamando poemas a altas horas del amanecer un trío de tipos que se empeñaban en ser jóvenes poetas: Alejandro Luque, Mané García Gil y un servidor. Me refiero a mí mismo, no al barman. Sin perjuicio de Luque, que consiguió ambas cosas, el tiempo se ha ocupado en poner a cada uno en su lugar: las enciclopedias aseguran hoy que en aquel momento, Mané ya no era tan joven —los treinta, a nuestros 22 años, nos parecía una provecta edad de maestros, y Mané no era maestro (no fuera de su colegio) sino compañero— y en mi biografía, salvo una incursión excusable, no hay obras de poesía.

No escribir buena poesía es asumible; lo peor es descubrir que uno tampoco sabe leerla. El día que me invitaron a recitar en el Café de Levante versos de un poeta famoso —aún no nos permitían clasificar como tales a Mercedes Escolano ni a Juanjo Téllez, y la Generación 27 estaba vetada por recurrente— me costó elegir nombre después de que mi antecesor en la tribuna me choriceara a Jaime Gil de Biedma. En José Hierro encontré solo con dificultad algún poema al que echarle toda la pasión necesaria al declamar (pasión que, por cierto, debido a la reiteración de la palabra muertos, enfadó considerablemente a la troupe de gitanos de la zambomba que esperaban su turno para subirse al escenario).

Por eso me quedé gratamente sorprendido el día que Mané presentó en aquel mismo café su primer libro, Verdades a medias (1997) y resulta que me gustó. Bastante más de lo que esperaba, vistos mis antecedentes. Quedó colocado justo al lado de Malos Tiempos, Daiquirí y Tóxico, mi trilogía predilecta de entonces y, me temo, aún hoy.

Sí, ya se dan ustedes cuenta: poesía de la experiencia la llamaban en los suplementos de literatura. Para mí, eso es un rasgo fundamental a buscar en todo poema: unos hechos concretos, tangibles, del aquí y ahora, que trasminen los versos, algo dibujable en la pantalla de la mente, pero dicho de una forma nunca antes dicha. Algo en ese fino hilo entre la realidad y el ilusionismo, capaz de conjurar un espectro con forma precisa, pero arbitraria. Por eso tuve un arrebato de placer al leer los diez primeros versos de las obras completas de José Lezama Lima que alguien colocó una noche en la mesilla de mi ático, por eso llegué al frenesí en los siguientes diez, y por eso quedé traumatizado antes de pasar el folio: continuar así otras quinientas páginas sin flaquear, con el idioma hecho plastilina, era una estafa.

Cuento el trauma porque me lo ha recordado lejanamente el más reciente libro de Manuel García Gil (Cádiz, 1965): La vida que hubo en Marte. Aquí hay puñados de esas imágenes que para mí son, sin más, la poesía, versos que voy coleccionando como quien va por una playa sembrada de conchas, frases que dibujan exactamente una escena: ¿quién necesita decir “En la puerta de una discoteca” cuando puede decir: con nada mas que un vaso desechable / en una mano y un sello en el dorso de la otra.? ¿Quién necesita decir “adolescencia” cuando puede escribir: cuando teníamos calle y tiempo / para robarle a la vida.? En mi álbum de cromos los voy pegando: los desconchados años de mi infancia. Se hunde en las arenas de un tiempo movedizo. Di con mis sueños en la lona.

Si recuerdo a Lezama Lima es porque unas cuantas veces, demasiadas para mi gusto, hay poemas en los que este tipo de versos geniales se van encadenando hasta el final del folio, hasta el siguiente, cuando yo ya tengo la boca llena del sabor. Una acuarela, hay que recordarlo a veces, consiste en no llenar todo el folio con pintura.

Marte no aparece en ningún verso, ni hay astronautas ni arenas rojas, pero eso no importa: entendemos que el planeta es la medida de la distancia que nos separa de la calle humedecida de mi pasado, de la plaza desdibujada al fondo de mi infancia. Sí, lo adivinan ustedes: es un poemario veteado por recuerdos de la juventud, de otros tiempos, buscando la distancia con el hoy, cuando uno se ve rodeado de amigos aciagamente calvos, / mediocres y mortales, en estado / de descomposicion a causa / de divorcios, hipotecas, adeudos. Gildebiedmano es el último verso: al espejo empiezo a no caerle simpático. Todo ello en contraste con un tiempo resumido en objetos que dan la medida exacta de la década, con la precisión de un reloj de diamantes: Tengo poemas / donde aparecen pesetas, / el vuelo de un Concorde, / cabinas de teléfono, diez cartas / manuscritas de un amor primerizo / con rumbo a los buzones de correo. (…) un carrete de agfacolor / con treinta y seis posibilidades / únicas e irrepetibles.

Esta trayectoria de poeta le permite a García Gil el juego, para algunos mortales algo críptico, de emparejar a Susan Lenox con Eduardo Cirlot, a Octavio Paz con Bona Tibertelli, a Borges con Grisélidis Réal (sí, yo también tuve que acudir a las enciclopedias). Pero también lo hace vulnerable a la tentación —cae de pleno en ella— de cuestionar cada vez más el propio oficio, el manejo del verso. Por supuesto con trazo soberano: Me cuesta bajar el poema al piso / allí donde se ensucia / con el barro de las palabras. O bien: se clavan en mis dientes las preposiciones. Pero la duda está, la mirada empieza a temblar sobre una mano aún firme: ¿vale seguir escribiendo?

En esta confrontación con el folio tipografiado, La vida que hubo en Marte se parece mucho, quizás no tan sorprendentemente, a la última entrega de Mercedes Escolano, Placeres y mentiras, un similar ejercicio de asomarse a los cajones literarios del propio pasado. Una especie de hacer uno las cuentas consigo mismo, pedir la factura que nunca pensó pagar. Yo soy más seguidor de los que insisten en morir con las botas puestas, empeñando hasta el más allá, pero es solo otra manera de dejar irresuelta la ecuación del tiempo. Por lo visto es prácticamente imposible seguir siendo durante muchas décadas a la vez poeta y joven.

La vida que hubo en Marte (Renacimiento, 2022) | José Manuel García Gil  | 140  páginas | 16,90 €

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