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Consuelo y subversión

CubiertaBoecioVICTORIA LEÓN | Pocas cosas han podido deslumbrarme a lo largo de mi vida como el hallazgo, durante mi primer año de estudiante universitaria y mi primera incursión en la biblioteca de la facultad, de los dos volúmenes de la Literatura europea y Edad Media latina de E. R. Curtius. Allí me tropecé por primera vez con el nombre de Severino Boecio (Roma, c. 480 – Pavía, 524) y con el sugerente título de esta obra, De consolatione philosophiae, cuya lectura no me decepcionó. Muchos años después ha sido un placer releerla en esta magnífica traducción de Eduardo Gil Bera y apreciarla no solo por su brillantez formal o como entretenida curiosidad erudita. Acaso porque los años ayudan a entender el fondo de verdad psicológica universal de muchos de los planteamientos que se hacen en ella.

Considerado el filósofo más importante de su tiempo, Boecio se impregnó en Atenas de la tradición estoica y tradujo al latín a Platón y Aristóteles, cuyas doctrinas armonizó con el cristianismo; lo que hizo que se viera en él tanto al último heredero del pensamiento antiguo como al primer escolástico. Consejero y cónsul del reino ostrogodo, en el año 524, ni su enorme prestigio ni su autoridad intelectual le impidieron caer en desgracia y ser encarcelado y condenado a muerte por Teodorico el Grande, quien lo acusó de haber conspirado contra él. Y justo en ese momento de su biografía se piensa que escribió esta obra que durante siglos fue compendio de sabiduría clásica capaz de transmitir la herencia de la filosofía antigua a las distintas tradiciones vernáculas europeas e inspirar a algunos de los autores fundacionales de las literaturas modernas, como Dante o Chaucer.

“Prematuras nieves cubren mis cabellos y mi piel marchita se ha rendido. ¡Dichosos aquellos de quien la muerte se olvida en los años dulces, y en los sombríos aparece presta cuando la llaman!”. Comienza así el condenado su relato alegórico, desplegando un modelo retórico tan antiguo como imperecedero en el que resplandece el brillo de una inteligencia atemporal capaz de soportar para nosotros un puente que conecta diferentes mundos (el antiguo, el medieval e incluso el nuestro mismo).

La aparición de la filosofía bajo la forma de una misteriosa mujer de tez joven y aspecto venerable marca el inicio de un diálogo que empieza marcado por una reconvención, pues la filosofía sorprende, ay, al autor en compañía de las musas de la poesía. “¿Quién ha permitido que se acerquen a un enfermo estas cortesanas del teatro, cuyos dolores no solo no remedian, sino que agudizan con sus dulces venenos?”, espeta la encarnación de la razón a unas hijas de la locura que abandonan de inmediato el lugar “cabizbajas”, igual que el contrito filósofo que por un momento ha traicionado la libertad del conocimiento por el falso consuelo de su compañía.

La tiranía (comienza entonces a explicar la aparición) es la enemiga envidiosa y acérrima del conocimiento y la causa de los males del filósofo. Le ofrece como ejemplo el infortunio de quienes le precedieron en la muerte, la tortura o el exilio: de Anaxágoras a Séneca, pasando por Sócrates y Zenón.  Pues la filosofía, para el tirano, es la subversión y la amenaza supremas. Y por eso la única manera de enfrentarse a la adversidad consiste en hacerlo sin miedo ni esperanza. “Quien posee serenidad […] vence al destino soberbio y logra observar impasible tanto la buena como la mala fortuna […] No esperes ni temas nada y desarmarás la cólera. Pero si el miedo o el deseo te estremecen dejarás de ser dueño de ti; habrás perdido tu equilibrio y arrojado tu escudo; y al rendirte habrás atado a tu cuello la cadena de la que te arrastrarán”.

El consuelo de la filosofía es la serenidad y la templanza ante lo irremediable. Y Boecio nos transmite esa idea en un bellísimo lenguaje metafórico que trasciende la tópica tradicional. Pues el tono confesional del condenado, que repasa su proceder y trata de entender las causas de su caída al desdoblarse en el diálogo alegórico, por momentos nos resulta de una proximidad sorprendente.

“Cuando te acosa la desgracia lo más triste es haber sido feliz”. Recordaría Dante más tarde en un verso memorable ese mismo lamento de Boecio al que la filosofía responde, pese a todo, una y otra vez: “Nada es desventurado salvo que así lo pienses […] ¿Por qué buscáis los mortales en el mundo la felicidad que se encuentra en vuestro interior?”.

Conocerse a sí mismo, la vieja máxima socrática, conocer la insobornable condición humana, superior a todo poder (que nos hace esclavos de él mismo), a toda riqueza (que nunca es suficiente), a toda fama (¿qué hay peor que deberla a la opinión equivocada del vulgo?), a todo objeto de deseo: ese es el único camino de la libertad. Pues “nada puedes imponerle a un alma libre, ni puedes arrebatarle su íntima tranquilidad a una mente serena.” Como tampoco la amistad (aquella que nos ha otorgado la virtud y no la fortuna, por supuesto), que en el libro se ensalza como el bien más preciado. “Noble es el origen de todos los mortales”, afirma. El mal es una enfermedad del alma. Y en el infortunio, concluye Boecio el último de los cinco libros (dedicado al destino, la providencia divina y el libre albedrío), “si sois honestos con vosotros mismos, la verdad será vuestra ley”.

Sus adversarios políticos lo acusaron, entre otras cosas, de practicar la magia negra.

Consuelo de la filosofía (Acantilado, 2020) | Severino Boecio | 208 páginas | 14 €| Traducción de Eduardo Gil Bera

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