ILYA U. TOPPER | Los fariseos, cuenta la Biblia, eran una corriente del judaísmo que se sabía las sagradas Escrituras de memoria y orientaba su vida estrictamente por la letra de la ley, sin importarle el espíritu. Cualquier similitud con el movimiento ultrafundamentalista que en las últimas tres décadas ha usurpado el nombre del islam y se presenta desde mezquitas, instagrames de influencers hiyabistas y cátedras universitarias como el islam oficial, único e inmutable, es casualidad. Según se mire.
Contra ese movimiento fariseo, no el judío sino el islámico, se lanza Waleed Saleh, iraquí de origen y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, en su libro Feminismo e islam. Una ecuación imposible. Matizo: no directamente contra el movimiento islamista, porque sus ortodoxos y barbudos corifeos nunca han dicho que el feminismo y el islam sean compatibles: ellos defienden sin complejos el orden patriarcal, al igual que sus colegas de enfrente, obispos y rabinos. Pero curiosamente tienen en nómina a un nutrido grupo de turiferarias que no solo intentan promover el islamismo como solución para todos los males de la sociedad, sino que afirman encima, sin despeinarse el flequillo —lo tienen bien tapado bajo el velo— que ese islam fundamentalista y fiel a la letra sagrada, es ¡feminista! Curiosamente, sin poner nunca ese supuesto espíritu feminista por encima de la letra que el Corán considera ley: solo intentando torcerla, en la mejor tradición farisea.
Matizo de nuevo. La mayor luminaria de este movimiento, Shirin Adlbi Sibai, hija del actual jefe de la ultraortodoxa Comisión Islámica de España, ni siquiera afirma que el islam es feminista, todo lo contrario: afirma que el feminismo es una cárcel para la mujer, y afortunadamente el islam la liberará de ella. Sin embargo, son legión las pensadoras españolas del ámbito progresista, especialmente de la Universidad Autónoma de Madrid, que invitan a Adlbi Sibai a charlas y conferencias dedicadas al «feminismo islámico» y la citan como gran referencia para sostener que cumplir con los mandamientos patriarcales de una religión, siempre que sea la islámica, es de lo más feminista que hay. Aún más fariseas que ella reafirman esa letra de la ley torcida sin, por supuesto, cumplirla: para cumplirla ya están las mujeres que han tenido el desacierto de nacer musulmanas, no ellas.
Perdonen el prólogo; es necesario para ponerles a ustedes en escena. Sin ser consciente de este contexto, no nos explicaríamos por qué Waleed Saleh ha escrito un libro que en largos tramos parece más un florilegio de la misoginia universal que un ensayo con argumento. A ratos con el regusto de aquellos artículos que la prensa patria publica cada verano, contando que en Vermont, Estados Unidos, las mujeres deben tener un permiso firmado por el esposo para usar dentadura postiza, en Florida, las solteras no pueden saltar en paracaídas los domingos y en Tejas está prohibido disparar una pistola mientras se realice el coito a lomos de un caballo.
Exagero lo justo. Las fetuas de los telepredicadores islamistas que hoy día abundan por doquier y a los que Saleh dedica numerosas páginas no son desde luego menos absurdas, pero tampoco son mucho más llevadas a la práctica, porque una fetua no es una ley, ni para la ciudadanía, ni para los creyentes, sino una opinión. Para subrayar lo de absurdo, reproduciremos un famoso ejemplo: en Egipto, un jeque considera que es ilícito que hombres y mujeres trabajen juntos en la misma habitación, porque la cercanía podría inducirlos a pensamientos pecaminosos, y para evitarlo, la mujer debe meterle al hombre la teta en la boca, ya que al amamantarlo de forma simbólica lo adopta como hijo de leche, lo cual impedirá lógicamente todo pensamiento impuro a partir de ese momento. Como lo oyen.
Por supuesto, ninguna egipcia en su sano juicio ha hecho caso al jeque, convertido en hazmerreír de todo el mundo musulmán, incluso en los países donde estaban en vigor en ese momento (2007) leyes no menos absurdas, como Arabia Saudí, que prohibía a las mujeres conducir un coche, obligándolas a meterse en un vehículo siempre en compañía de un hombre (preferiblemente un apuesto mozo contratado como chófer). El problema de la obra de Saleh es que al enumerar cierta cantidad de fetuas de ese calibre, junto a normas que rezuman una similar misoginia, pero son efectivamente ley en algunos países —casi siempre solo dos: Arabia Saudí e Irán— y junto a otras igualmente patriarcales, aunque no distintas a las de la España franquista, que siguen en vigor en la mayoría de los países musulmanes, se va dibujando una imagen aterradora: así es el mundo musulmán, así es el islam.
El mundo musulmán no es así, y Waleed Saleh lo sabe perfectamente. Pero el libro no trata de cómo el mundo musulmán está intentando sacudirse poco a poco, y no siempre con éxito, el yugo del patriarcado religioso del que Europa se fue liberando en los dos siglos posteriores a la Revolución Francesa, sino del islam con mayúscula. De esa religión eterna e inmutable que según Adlbi Sibai y sus acólitas es tan divina para las mujeres. Es contra esa religión ideal e idealizada contra la que escribe Saleh, y por eso la primera mitad de su libro es un encadenamiento de versos coránicos y textos atribuidos a Mahoma (hadith) que reflejan claramente el machismo de las Escrituras, apoyada por las opiniones de numerosos doctos juristas islámicos.
Por supuesto se habría podido escribir exactamente lo mismo partiendo de la Biblia y la Filosofía cristiana y europea, desde San Agustín y Tomás de Aquino hasta Rousseau, Fénélon y Herder; probablemente ninguno de los árabes citados por Saleh alcance en misoginia a Schopenhauer. Pero de eso tampoco se trataba. Saleh nos supone suficiente inteligencia lectora como para no deducir de sus ejemplos que el islam sea peor que el cristianismo o el judaísmo. Lo que sucede es que la izquierda universitaria y política europea no está invocando el catolicismo como guía para la liberación de la mujer, no invita a charlas a Polonia Castellanos y no presenta a monjas como candidatas a las elecciones. Un libro que nos recuerde que el cristianismo es machista y patriarcal se habría escrito, con mucho motivo, en el siglo XIX. La gran pregunta que nos deberíamos hacer como sociedad, y a ello puede invitar la lectura de Feminismo e islam. Una ecuación imposible, es por qué demonios este libro es hoy necesario. Porque es necesario. Vide supra.
Aún así, la lectura me deja un ambiguo sabor de boca. Quizás más astringente porque conozco personalmente a Waleed Saleh, conozco su verbo claro y afilado en defensa de la laicidad y del feminismo en las sociedades mal llamadas islámicas, conozco su incansable trabajo para dar a conocer también la historia de los movimientos feministas entre Iraq y Marruecos —en el libro que nos ocupa hay tres o cuatro páginas al respecto— y sobre todo conozco su capacidad pedagógica de exponer la misión islamista patriarcal que en las últimas décadas ha dado al traste con la evolución de la sociedad en los países al sur del Mediterráneo y está cegando el juicio de los de la orilla norte. Pero echo de menos esa claridad en la obra que nos ocupa, donde la veo reemplazada por una amalgama de diatribas teológicas históricas, fetuas de mentes perversas, leyes de dos o tres teocracias que son el espanto de sus vecinos y ese poso del patriarcado común mediterráneo que ha impregnado las sociedades a ambos lados del mar por igual, si bien en el norte se está recientemente superando. Y todo esto sirve de imagen y reflejo del «verdadero islam».
No cabe duda de que este es el verdadero islam que invocan los predicadores del Daesh. Y que también invocan, por mucho que le den vueltas semánticas torticeras, las fariseas conversas y no conversas que elevan el hiyab a categoría de identidad y a Adlbi Sibai, Amina Wadud y Asma Lamrabet a la de «feminista». Pero no me parece bien que un profesor laico repita la leyenda —áurea o negra, como quieran— de Mahoma, como si se creyera realmente que en el siglo VII, un arcángel le hubiera dictado a un asceta del desierto árabe un compendio de normas inmutables. En lugar de recordarnos que, como todas las religiones, el islam es producto de procesos históricos, legitimado por una figura profética compuesta de mil mitos, al igual que Jesucristo.
Las últimas 40 páginas del libro deberían ser, de entrada, lo que más nos interesa: una detallada refutación, con herramientas académicas, de las obras de Adlbi Sibai, Wadud y Lamrabet. Si esta parte no es brillante, no es culpa de Waleed Saleh: analizar la maraña verbal academizante de Adlbi, digna alumna de Judith Butler en lo que se refiere a la capacidad de escribir para no poder ser entendida, recuerda necesariamente al intento de convencer a un cerdo de las bondades de la higiene sintáctica revolcándose con él en el fango de la terminología. ¿Cómo se discute con alguien que afirma que el islam no es una religión ni Alá es dios, y que pide un «diálogo humano-ecológico, espiritual, epistemológico-existencial», «no epistemicida ni genocida»?
Es el mérito de Saleh mostrarnos a las claras el embaucamiento de buena parte de la academia española ante una misión patriarcal fundamentalista disfrazada de feminismo. Ya saben: la próxima vez que oigan a alguien citar como referencia del feminismo «decolonial» a alguien que ni siquiera ha tenido las agallas de descolonizar su propia cabeza de esa marca de propiedad patriarcal que es el velo, abaníquele el cerebro con el libro de Waleed Saleh. A ver si con el aire fresco van a tomar viento las fariseas.
Feminismo e islam. Una ecuación imposible (El Paseo Editorial, 2022) | Waleed Saleh | 168 págs. | 17,95 €