ILYA U. TOPPER | El primer cuento de Naguib Mahfuz que leí —yo tenía apenas 20 años— se llamaba Bajo la marquesina, y lo leí en su versión original, en árabe. Taht al mazal·la, recuerdo el título, me lo prestó Joaquín Bustamante, profesor de árabe de la Universidad de Cádiz. También recuerdo que no me gustó especialmente; no era entonces, ni menos soy hoy, fan de las películas de terror. Pero cuanto más lo pienso, más reconozco la maestría del autor de hacer derivar hacia el terror una situación inicialmente anodina: un grupo de gente refugiada bajo una marquesina de una calle anodina en un barrio cualquiera ante la repentina llegada de un chaparrón que se convierte en tormenta incesante. Desde la marquesina observan a personajes extraños, actitudes inexplicables, sexo y muerte, y concluyen que solo puede tratarse de una película que se está filmando ahí mismo. Hasta que resulta que ellos mismos…
No me sorprende que le dieran el premio Nobel.
Pero luego me pasó lo que me pasa con muchos de los grandes clásicos: en lugar de acudir a la librería y pedir la obra por la que el autor se hizo famoso hace cuarenta o sesenta o cien años, remoloneo hasta que me llega, enviada por la editorial, una edición reciente de alguna colección de cuentos escrita igualmente hace muchas décadas, pero por algún motivo no editada hasta ayer, y por lo tanto susceptible de ser promocionada como novedad y reseñada en Estado Crítico. Lo malo es que eso de «por algún motivo», se puede resumir demasiadas veces en un motivo de calidad. «Obra menor» es un adjetivo que va bien a algunos. Otras veces, uno recuerda el suspiro de un crítico alemán que reprochaba a las editoriales publicar «cualquier lista de la compra en la que Brecht hubiera garabateado unas palabras».
En el caso de Naguib Mahfuz, primero me tocó leer Sueños, un volumen de 380 páginas que contiene exactamente esto, los sueños que soñó el escritor y dejó apuntados y hasta publicados para la posteridad; probablemente él los tuviera en alta estima —cada uno cree fascinantes los sueños propios— y quizás le siga en esta apreciación algún admirador entregado. Luego me llegó Un señor muy respetable, obra pequeña y redonda, casi nouvelle, con costumbrismo y filosofía a partes iguales, pero obra menor al fin y al cabo. Y a la tercera —aunque no pienso darme por vencido— llega a mis manos Los susurros de las estrellas. Obra igualmente menor de extensión —140 páginas en formato bolsillo— y de pretensión. Costumbrismo igualmente, tanto que en estos 18 relatos, el protagonista, así lo indica con acierto el arabista británico Roger Allen en el prólogo, es el barrio entero. Los personajes que salen son poco más que el coro; aunque en cada relato hay uno destacado —el mendigo, el jugador, el loco, el niño raro, el anciano, el vidente—, tampoco parece ser otra cosa que parte de un decorado iluminado momentáneamente.
Las únicas dos figuras que aparecen en casi todos los relatos son el jefe del barrio y el imam, así, sin nombres: también ellos son meros portavoces de lo que el barrio dice, piensa, hace. Admitámoslo: dentro de lo necesariamente tradicional que son los parámetros del costumbrismo, elegir como principales voces al alcalde y al cura es de cajón. Es más, diría que es un poco pasarse de rancio y patriarcal. Porque no, no hay tampoco ninguna caricatura de sus cargos ni crítica. Son las fuerzas vivas del barrio y como tal lo representan ante el lector. Dado que estamos en Egipto, donde los yin se dan de forma silvestre, como las meigas en Galicia, son obligados también los ocasionales vientos de misterio, ecos de otro mundo o sucesos inexplicables, sin necesidad de buscarles explicación. Bien, lo sobrenatural no la tiene.
Más grave es que lo natural, los sucesos que forman la narración, tampoco tienen explicación ni coherencia. Exceptuando uno o dos ejemplos, ningún cuento lleva a ninguna parte; todos terminan en medio tras apenas dos o tres páginas, tan en medio que uno, al volver la hoja, se sorprende ver la siguiente en blanco. Más que relatos parecen, son, arranques de relato, esbozos de un planteamiento y, con suerte, medio nudo, al que el escritor, piensa uno, quiso añadir luego trama y desenlace. Y es posible que fueran exactamente eso. No lo sabemos.
El manuscrito de Susurros de las estrellas es póstumo: lo halló el periodista egipcio Mohamed Shoaib en un cajón del escritorio de Naguib Mahfuz casi doce años después de la muerte del autor, acaecida en 2006. Con una nota, así lo explica Allen, que rezaba: «A publicar en 1994». No sabemos cuándo Mahfuz escribió estos relatos; ni tampoco por qué se propuso publicarlos en 1994, ni menos sabemos por qué no lo hizo, pudiendo haberlo hecho (ya tenía el Nobel). Quizás porque, se ve uno impulsado a especular, la futura fecha de 1994 en el manuscrito fuera una promesa hecha, pero no cumplida, de terminar de escribir todos estos relatos para entonces.
Para los incondicionales de Naguib Mahfuz, encontrarse con una nueva obra de su autor favorito, así sea fragmentaria, siempre es una alegría, reforzada por el acierto de la editorial, esta vez sí, de encargar una traducción directamente desde el original árabe, por el experimentado arabista Ignacio Gutiérrez de Terán. A los demás, entre quienes me incluyo, hay que repetirles que a premio Nobel no se llega por publicar mucho sino por saber qué publicar y qué dejar en el cajón.
Los susurros de las estrellas (Alianza, 2021) | Naguib Mahfuz | 142 páginas | 16 euros | Traducción: Ignacio Gutiérrez de Terán