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Cuando detrás de un hueco no hay nada

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La infancia de Jesús

J. M. Coetzee

Mondadori, 2013

ISBN: 978-84-3972-727-9

272 páginas

17,90 €

Traducción de Miguel Temprano

 

 

Sara Mesa

Hay libros que nunca desearíamos que nos defraudaran. Aunque se leen con una expectación rayana en lo incondicional, la suma de las pequeñas decepciones con las que topamos a medida que se avanza en la lectura -y que al principio intentan justificarse por pura devoción- resulta al final tan abrumadora que ya no se puede mirar hacia otro lado. Hay que admitirlo -y me cuesta-: La infancia de Jesús es uno de estos libros, un título fallido dentro de la estimulante y excepcional obra de J. M. Coetzee.

La historia, sin embargo, sí atrapa en las primeras páginas. Encontramos al Coetzee más alegórico, el de Esperando a los bárbaros, Foe o Vida y época de Michael K, así que comenzamos la lectura con interés creciente -aunque cuanto más arriba se llega, ya se sabe, más grande será luego la caída-. Tenemos a Simón, un hombre ya maduro, y a un niño, David, que llegan a una nueva ciudad para iniciar una nueva vida. En este nuevo mundo ha sido borrada la memoria del anterior; todo es aséptico y está fuera de la historia. David no es el hijo de Simón, tampoco es su nieto. Durante el viaje hasta la ciudad, el niño perdió la dirección que lo anclaba a sus orígenes, así que ahora buscan a su madre, que David tampoco es capaz de recordar. Simón encontrará trabajo como estibador en un puerto, pero su trabajo es puramente físico y casi pre-industrial. Cuando pregunta a sus compañeros por qué no utilizan maquinaria para cargar los sacos de grano ninguno de ellos es capaz de entender dónde radica el avance de la mecanización. “Ninguno de nosotros tiene pasado. Partimos de cero aquí. Empezamos con una pizarra en un estado virgen”, dirá el protagonista.

En este nuevo mundo, donde curiosamente se impone el español como lengua, la beneficencia y cierto concepto tibio de amistad han sustituido al amor, la pasión y los deseos humanos, que son mirados con desconfianza. La comida y el sexo se dan con cuentagotas, sólo en las dosis imprescindibles y con fines meramente utilitarios. Simón, que aún mantiene sus pulsiones (o, como se denominan en el libro, “las urgencias del corazón”), no es capaz de adaptarse a la asepsia reinante. Establece una relación desapegada con una vecina, Elena, y continúa buscando a la madre de David hasta que da con Inés, una extraña y posesiva mujer que se queda con el pequeño. El lector pronto irá descubriendo las contradicciones que anidan dentro de ese nuevo mundo. La solidaridad grupal que liga a sus habitantes es pura cáscara y no tiene consecuencias en el bienestar individual: en el centro de acogida al que llegan hay una habitación, pero no llave; hay comida, pero no alimento; hay trabajo, pero no dignidad. Todo es neutro y limpio, pero en los almacenes viven miles de ratas (“donde hay granos hay roedores; así funciona el mundo”). Además de estas «disfunciones» sociales, inquieta el asunto de la memoria borrada, que no se limita a una mera desaparición, sino a una transformación del pasado. Así, el niño no comprende por qué han de usar una lengua ajena para comunicarse, aunque en realidad ya ha olvidado la propia (en determinado momento canta en alemán pensando que es inglés), o Simón le da a leer El Quijote indicándole que su autor es Cide Hamete Benengeli.

Al principio, La infancia de Jesús parece la típica historia de una distopía con elementos ya clásicos como la presencia de un adulto (Simón) que guía a un niño (David), con conversaciones reveladoras entre ambos, al modo de La carretera de Cormac McCarthy o, en terreno patrio, de Intemperie de Jesús Carrasco. Más adelante la novela va cambiando de rumbo y la trama evoluciona hacia un planteamiento más filosófico. Aparecen curiosas similitudes con la vida de Jesucristo en la historia del niño (una madre sin concepción, un padre putativo o una personalidad que empieza a revelar elementos mágicos), pero David no siempre es tierno y amable: con frecuencia se comporta de manera arbitraria y egocéntrica, cuando no, directamente, cruel.

Otros elementos importantes dentro de la simbología cristiana son la presencia del agua (los personajes vienen de cruzar el mar), la aparición de una paloma, la escritura en la arena en un lenguaje indescifrable, el vino, etc. Y aún encontramos más símbolos, como el de la grieta, la ruptura de la lógica que se manifiesta entre las series numéricas o incluso dentro del lenguaje (“el agujero está en la página”, dice el niño). El problema de toda esta amalgama es que no se sabe bien dónde quiere llevarnos el autor. Ojo, que ya sé que quizá no quiere llevarnos a ningún lado y que su pretensión es, posiblemente, suscitar más preguntas que respuestas. Hasta ahí se comprende, dado que el universo Coetzee -del que soy fiel seguidora- lleva esa marca desde el inicio. Pero una cosa es abrir huecos y otra escribir erráticamente una historia que hace aguas -nunca mejor dicho- por todos lados.

Para mí no hay ninguna duda en afirmar que La infancia de Jesús es un libro no ya menor, sino casi impropio de su autor: las conversaciones se alargan innecesariamente, los personajes resultan contradictorios, desaparecen sin que se sepa más de ellos (como Elena), no evolucionan con lógica (Inés) o prometen mucho más de lo que dan (los temibles hermanos de Inés), y la búsqueda del giro sorpresivo o del símbolo inquietante tiene un tufillo incluso pretencioso. Al cerrar el libro prevalece la sensación de estar frente a un gran hueco, pero esto, en la obra de Coetzee, no es una novedad. La novedad radica en que esta vez, por mucho que se busque detrás, no encontramos nada.

admin

Un comentario

  1. Honesta y valiente reseña que se atreve a decir, con todas sus letras, lo que los suplementos culturales sólo apuntan entre líneas.

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