ALEJANDRO LUQUE | Podría haber elegido cualquiera de ellas, pero me quedo con la primera portada, que es también la más simpática: esa imagen del Tío Creepy rodeado de criaturas monstruosas, leyéndoles historias escalofriantes. También podría haber elegido cualquiera de las que firmaba Richard Corben, tan grotesco como perturbador, siempre incluyendo en sus ilustraciones a aquellas señoras de senos opulentos antes de la llegada de Sabrina y de la silicona; o de Berni Wrightson, el número uno en expresividad y viscosidades.
Sí, era muy difícil para un niño de los 80 pasar ante un kiosco y no dejarse atrapar por las portadas de los cómics de Creepy. Aquella mezcla de fascinación y estupor era solo la antesala de un mundo maravilloso donde se daban cita los terrores clásicos (vampiros, hombres lobo, momias…), las atrocidades basadas en hechos reales (Jack el Destripador) y las nuevas creaciones, incluyendo algunas que no pintaban nada en una publicación de terror, pero que adorábamos, como el Torpedo 1936 de Sánchez Abuli y Bernet.
Era un tiempo, sí, de atracción por la muerte, por lo abyecto, por lo deforme y desgradable. Desde el Thriller de Michael Jackson a la mascota de Iron Maiden, pasando por todo el cine de fantasía y terror de la época, la cultura popular estaba atravesada de esa morbosidad regocijante. He dedicado mucho tiempo a meditar las razones por las cuales el mundo entero se volvió loco en los 70 y 80 hacia estos productos, hasta el punto de rendir un verdadero culto a la muerte y la monstruosidad, y sigo sin tenerlo claro. ¿Fue un resultado del trauma causado por la II Guerra Mundial y los conflictos posteriores, o precisamente una rara nostalgia de una muerte tan pródiga? ¿Se representaba a la muerte y la destrucción para mantenerlas a raya, o para invocarlas? ¿O era solo un modo de familiarizarnos con ella a través de la cultura y el ocio, sin necesidad de sufrirla en propia carne o en la de nuestros seres queridos?
Lo cierto es que Creepy fue para mí, además de una escuela de iniciación al cómic, la puerta de descubrimiento de autores como Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft o W. W. Jacobs, entre otros muchos. Cuando mucho tiempo después los leí en sus versiones originales, sin viñetas, me parecieron -que dios me perdone- un poco empobrecidos.
Han pasado muchos años de todo eso, déjenme calcular: ¿40? Ya no existe Creepy, aunque una gran editorial ha reeditado las integrales de la revista para disfrute de quienes entonces soñábamos con tenerlas todas y solo ahora podemos permitírnoslo. Ya ni siquiera existen los kioscos, o casi. Y me atrevería a decir que no existe tampoco el terror, o no al menos como lo vivimos entonces. Pasamos tanto tiempo leyendo aquellos tebeos, viendo aquellas pelis y clavando en nuestras habitaciones los posters de aquellos ídolos del rock, que ya no asustaban ni a nuestras abuelas. Las guerras, por suerte, suceden siempre lejos, incluso cuando estallan en Europa. El horror ha quedado relegado a las esquelas de las cajetillas de tabaco. La muerte es algo que ya no se muestra en los periódicos ni en los telediarios, y lo que no se muestra no existe.
No significa que no tengamos miedo, claro. Pero el terror se ha vuelto difuso, ahora cobra la forma insólita de un virus, de una carta del banco, de un termómetro a punto de alcanzar los 50 grados. Todos ellos motivos para echar de menos los tiempos en los que nos estremecían Drácula o Frankenstein, y cuando se encendían las luces de la sala, todo volvía a estar más o menos en su sitio. Sí, creo que estas vacaciones releeré mis viejos Creepys para ver si encuentro alguna respuesta a lo que sucede hoy a nuestro alrededor. Entre tanto, queridos estadistas, os deseo felices vacaciones, feliz verano.
Creepy (Toutain Editor) |