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Cuando los ciclos se cierran

REYES GARCÍA-DONCEL | Imagino que alguien que ha estado al borde de la muerte —técnicamente dos minutos muerto— puede mirarla de frente, incluso reírse de ella, y ya que estamos darle un repaso a todo lo que le importa en la vida: amor, amistad, paso del tiempo… En una entrevista le preguntaron a Ray Loriga si iba a escribir sobre la operación cerebral que había sufrido, y él contestó que sería de tontos no hacerlo, pero no quería tratar la muerte, o la posibilidad de esta, de forma traumática. Por boca del narrador de la novela nos enteramos que: «Yo mismo me había muerto, o casi, y había comprobado de primera mano la brutal intrascendencia de todo el trámite». Y también: «En resumen, que no tengo gran cosa de la que quejarme en lo que a salud respecta».

Este narrador de nombre Yorick —el del bufón cuyo cráneo sujeta el joven príncipe Hamlet, para irnos situando— dirige una editorial de clásicos atípicos ilustrados —que él resume como que se dedica a la necrofilia literaria, para seguir con la ironía—, es quién acarrea en la ficción con su enfermedad, que no se priva de explicarnos, junto a las secuelas, desde las primeras páginas. Pero es a través de Luiz, su amigo en la ficción y su alter ego en la muerte, como el autor analiza las razones por las que seguir viviendo, o no. Luiz pretende suicidarse de forma legal a través de una carísima organización que solo exige la voluntad expresa de morir: «Residencia Omega donde la voluntad se respeta», y proporciona los medios para la eutanasia en una cálida cabaña: «Que gente tan encantadora. Por un lado matan y por otro abrigan», con vistas al lago Constanza: «Unos se suicidan elegantemente a otros la muerte llega y les atropella».

Pero este verano Luiz está vivo y le pide pasarlo juntos. Mientras acompaña a su amigo, Yorick intenta comprender los motivos que le impulsan al suicidio y va recordando sus vidas, amores, juergas nocturnas, viajes, sus silencios… Los dos hablan y callan, leen y pasean, beben y aman «Nuestros días transcurrían como siempre, plácidos y huecos», mientras conocemos su historia de amistad que raya en el enamoramiento, sobre todo por Yorick quien entre sus muchas dudas se plantea si es correspondido de igual manera. Luiz es atractivo, por supuesto rico, no está enfermo, «naturalmente elegante, con clase, vista lo que vista está impecable», más que afortunado en el amor pues es uno de esos seres distraídamente encantadores de los que: «todo el mundo se enamora de Luiz y él los deja sin darse cuenta del daño que les hace», sin embargo, ahora que la juventud ha quedado atrás dice que «esto se me está haciendo largo», y se cuestiona por qué continuar un día más. En la historia hay un tercer miembro para un triángulo amoroso: Alma, la ilustradora de la editorial, aunque eso ya no importa porque «Luiz nos iba a dejar a todos por el camino no porque nos consideraba lastre que arrojar por la borda, sino porque el camino simplemente se termina».

Escrito en primera persona —a mi entender no podía ser otra para un relato de estas características—, Yorick es un testigo muy implicado en el viaje emocional que ha llevado a su amigo hasta esa decisión y, a través de él Ray Loriga, expresa opiniones, inestables certezas, rabia, elucubraciones…con un estilo rápido de párrafos breves, natural y desenfadado como el coloquio entre amigos que es —incluyendo al lector a quien a menudo se refiere—, un estilo en apariencia sencillo pero que sabemos ha tenido un largo proceso de trabajo detrás. Hubiera sido fácil caer en el drama, muy fácil hacerlo en la autocompasión, pero el autor observa desde una cierta distancia, lo que unido al humor: «los alegres muchachos de maxilofacial», le permite enfrentar la presencia constante de la muerte con naturalidad. Pasa revista a las razones para morir o vivir, son las mismas reflejadas en un espejo, y lanza preguntas: « ¿No somos así todos, mitad lo que somos y mitad lo que no queremos ver que somos?»; « ¿Es esto vivir? ¿No puede salir nada bien?» que no se molesta en contestar porque desde el principio nos ha aclarado que él no es nadie para hacerlo, bien porque esas preguntas no tienen respuesta o bien porque cada uno tiene que encontrar las propias para seguir viviendo o muriendo. Y aquí Yorick alza su voz: «Si algo me entusiasma de la muerte es que sea el final definitivo de todas estas patrañas».

Aunque algunas cosas sí parece tener claras el autor, como que el amor y la amistad son una construcción, un proceso de idealización, que no depende del objeto amado sino del que ama, y las vivencias se generan por la voluntad e imaginación que se pone en ellas: «El Luiz inventado, como toda ficción ideal que se precie, lo construí, poco a poco, a solas, en silencio y con cuidado, y de todo eso él no tiene culpa alguna», de ahí que tanto con Luiz como con la ilustradora Alma, como con otros personajes, Yorick tenga sentimientos encontrados de amor/odio, admiración/desprecio; y por eso su terror a que Luiz desaparezca porque: «No sería capaz de soportar la vida si la representación perfecta de Luiz, que con tanto esfuerzo he construido, sufriera no ya un derrumbe, sino la más mínima mácula».

Novela que en el tiempo te va llevando de atrás a delante, y en el espacio desde Suiza a Lisboa, pasando por Venecia y Madrid, aunque siempre vuelve al último verano en el Lago Constanza. Quizás porque las cosechas se recogen y los ciclos de la naturaleza se cierran, porque el verano siempre es un final.

Cualquier verano es un final (Alfaguara 2023) | Ray Loriga | 241 páginas | 18 euros

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