ELENA MARQUÉS | Ignoro el funcionamiento del mundo editorial en otros países. Tampoco entiendo cómo trabajan las cabezas más allá de la mía propia, y ni siquiera de eso puedo estar segura. De hecho, iba a empezar esta reseña criticando el entusiasmo exagerado, incluso fanático; la repentina idolatría que experimentamos por determinados seres tocados por la gracia. Me refiero especialmente, en uno de los mundos en los que me muevo como pato mareado, a la veneración súbita, y en general efímera (siempre son sustituidos por un fetiche similar), que experimentamos hacia los galardonados con un premio literario importante. El ansia que nos mueve a conocerlos y ahogarnos en su obra aunque antes no hubiéramos leído ni una sola palabra de ellos. Y, en el caso de las editoriales, a recuperar y a publicarles cualquier texto que emitan.
Todo este rodeo es para decir que el último libro de la nobel Annie Ernaux, en la línea de la escritura autobiográfica, de lo individual y de lo íntimo a la que nos tiene acostumbrados, no deja de ser un pequeño fotograma que puede desilusionar a quienes se acerquen a ella por primera vez y que no creo merezca demasiado la atención, ni de los lectores ni de la crítica. O sea (y no sé si me lloverán ladrillos por decirlo), que podía haber perfectamente permanecido en el cajón de los recuerdos dulces.
El punto de partida de la autora-narradora es prometedor. Su enamoramiento en plena madurez de un joven treinta años menor. El abandono a los instintos básicos. Uno piensa que va a enfrentarse a El graduado a la francesa. O sea, con más encanto y más turbiedad. Pero hay poco escándalo en la mirada, aún convencional para esos temas, de la sociedad, y ni siquiera escándalo de la sangre, pues la forma de contar resulta fría, distante, desapasionada.
Tampoco se nos regalan demasiadas reflexiones interesantes (el reducido espacio, apenas 64 páginas, no lo permite), salvo las que atañen al tiempo del recuerdo; ese enemigo que la obliga a vivir las cosas por segunda vez («Él era el portador de la memoria de mi primer mundo»; «Con él recorría todas las edades de la vida, de mi vida»; «mi vida, que había transformado él en un extraño y continuo palimpsesto»). O las palabras que abren la obra sobre la finalidad de la literatura («Si no las escribo, las cosas no han llegado a su término, solo se han vivido»). O aquellas otras que atienden a las distancias generacionales, entre las que me llaman la atención y me hieren, por acertadas antropológica y sociológicamente, las que hacen referencia a la falta de compromiso y el descreimiento de quienes han de construir el futuro («No había votado jamás, no estaba inscrito en el censo electoral. No confiaba en que la sociedad se pudiera cambiar, le bastaba con infiltrarse en sus engranajes y esquivar el trabajo sacando provecho de los derechos que estaban a su alcance»). Un retrato desalentador que posiblemente acentúe otras cualidades más concretas del sujeto que da título al opúsculo.
Y poco más. Creo que con las citas reproducidas aquí he desarrollado lo más atractivo del libro. Libro, por cierto, de difícil clasificación (aunque eso no es una crítica, solo una tonta observación de filóloga), que no puede responder al nombre de novela no tanto por cuanto no existen principio, nudo y desenlace, ni apenas trama ni protagonistas redondos (del hombre joven poco llegamos a conocer, ni siquiera cómo se llama), ni un parco diálogo que echarnos a la boca, como porque en la narración apenas se nos embelesa con el artificio de la ficción; más bien devanea con el diario, con el fragmento, con el paseo del flanêur que se deja llevar por los rutinarios bulevares de la noche sin fondear en ningún caladero de aguas profundas.
A eso se añade un estilo demasiado llano, poco iluminado por las imágenes y la retórica, nada sorprendente, siguiendo la aventura del nouveau roman y su plausible deseo de objetividad.
Quizás ese móvil de llegar al hueso de las cosas sin enjuiciarlas requiera esa écriture plate, como ella misma la define, y que su vida sea muchas vidas y su trascendencia, universal; pero me he llegado a preguntar si no serán más sustanciosas las conversaciones que mantengo por whatsapp con mi madre, capaz de escribir verdaderos tratados sobre las dolencias y el aburrimiento vital.
Por eso estoy pensando en pedirlo por escrito. Que a mi muerte ese intercambio de mensajes se convierta en literatura para que también, en mi caso, las cosas lleguen a su término.
El hombre joven (Cabaret Voltaire, 2023) | Annie Ernaux | 64 páginas | 13,95 euros |