Juan José Tejero
Point de lunettes, 2009
ISBN. 978-84-96508-35-4
50 páginas
10 euros
Ilustraciones de Nani González
Jesús Cotta
Los helenómanos como yo, que vibramos con el mar de olivos que hay en Delfos o con las alturas místicas de los monasterios de Meteora, nos sentimos, con libros como éste, más europeos y mediterráneos que antes.
Este viaje comienza con viento favorable: el bello prólogo de José María Conget. Y luego nos lleva el autor en la barca del azar a las islas, donde el autor es para los lugareños José, el español.
Este es un libro que habla de la Grecia de hoy, que es la de siempre, pues la lengua, el paisaje y un sentimiento común trazan una línea continua entre Homero y Cavafis, entre Platón y Kazantzakis, entre la columna dórica y la cúpula bizantina.
No sé por qué, pero entre España y Grecia hay un puente de mutua simpatía. En Grecia hay interés por lo español, aunque nuestras relaciones históricas han sido más bien escasas. Y son cada vez más los españoles interesados en la cultura griega. Hay incluso asociaciones culturales dedicadas a aprender y enseñar danzas griegas, como la de Crótalos en Sevilla.
Juan José Tejero, a quien ya conocemos por su magnífica traducción del Epitafio de Ritsos, luego romanceada por Manuel García, nos entrega ahora un libro de un magnífico título. Si casi todos llevamos un cuaderno de bitácoras para no perder el rumbo, para no arrojarnos en busca de sirenas, para volver siempre a Ítaca, Juan José Tejero lo tiene para extraviarse en Grecia, para entrar en las tabernas donde un buzuki llena el espacio y un hombre en trance baila con los brazos abiertos.
“y se tambalea al son de la música como un pájaro herido. Ahora la taberna es un barco y él un capitán que apenas se sostiene en mitad de la tormenta”.
El baile viril de los griegos, espontáneo y popular, que surge cuando hace una visita lo que aquí llamamos duende, es algo que en España no existe, pero necesitamos con urgencia y por eso nos produce tanto asombro.
En la pluma del autor los buzukis, el brandy Metaxá, la retsina, los puertos y los pinos no son una estampa pintoresca, sino una realidad viva y hermosa. Nada de lo que nos cuenta el por fortuna extraviado escritor es folclórico y postizo. No nos muestra la Grecia que el turista o el mitómano de la Antigüedad espera, sino una isla llena de marineros viejos, con el kombolói en la mano, sentados en la taberna mirando al horizonte mientras beben ouzo, una Grecia de mercados y de popes casados y con hijos corriendo de un lado para otro, una Grecia más bizantina y marinera que clásica o turca, que son los dos tópicos que sobre ella pesan en estos lares.
Pero lo mejor del libro es su prosa, delicada, precisa, lírica sin alarde, que nos mete de lleno en el paisaje isleño y los hombres que la pueblan.
Hay estampas especialmente deliciosas, como la que nos emociona ante una hidria del Museo Arqueológico Nacional o ante las tumbas sencillas de los héroes griegos, bajo los pinares.
Quien desee sentarse a tomar un frapé helado con mucha espuma frente al mar, volver al ombligo del mundo, volver a los olivos primeros, a la cratera, al sabor acre de la retsina refrescante, aquí tiene a un Ulises náufrago que no sabe si regresar.
Doy, pues, la bienvenida a un libro lírico, claro y transparente como una fuente que bajara de las nieves del Helicón, en el estilo de Juan Ramón o José Antonio Muñoz Rojas, un libro que no es ni diario ni bitácora ni artículo ni libro de viajes, sino un cuaderno de extravíos.