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Cuánto de persona queda en una madre

No mamá noCAROLINA LEÓN |“Lo que más me impresionó cuando me dieron a mi segundo hijo y lo cogí en brazos fue la total ausencia de sentimientos. Ni amor. Ni cólera. Nada”. Guau, menudas frases para abrir una novela… A pesar de que creía haber leído suficientes relatos de maternidades, ese comienzo es una invitación a algo cuanto menos inquietante. ¿Ni cólera ni ternura, como en el conocido primer capítulo de Adrienne Rich en Nacida de mujer? ¿Es posible que la experiencia maternal conlleve la “nada”, en lugar de la completud, la buenaventura, el amor instantáneo? Buena parte de los últimos cinco años los he dedicado a coleccionar representaciones y relatos que amplíen, des-romanticen y desmitifiquen la noción de maternidad, de la buena madre o que, simplemente, incorporen ángulos distintos. No entraré en muchos detalles, salvo para apuntar que las voces de las “madres” han sido ampliamente obviadas, siempre escritas (descritas) por otros durante siglos, y asimiladas a la idea social de la madre como vaso comunicante de las vidas de otros, fortaleza de sacrificio y amor instintivo, sin identidad propia. Ese relato por fuerza tenía que resquebrajarse una vez que las mujeres fueron incorporando narraciones en primera persona. Lessing abandonó a su primer hijo y lo ha explicado con suficiente distancia en el primer volumen de su autobiografía. Los conflictos con los hijos recorren las narraciones de Grace Paley. La maternidad también puede ser una experiencia angustiosa, a veces contra toda la sociedad, como en las novelas de Margaret Drabble. Sylvia Plath, Elizabeth Smart… Todo el siglo XX es rico en ejemplos; otra cosa es qué lugar otorga el canon a la literatura de tema “madre”.
Pero No, mamá, no, novela de Verity Bargate editada en 1974 y repescada hace pocos meses por Alba Editorial, es un punto y aparte en esa apertura. Pocas escritoras se han asomado al tema para acometerlo con tal distancia y ausencia de juicio previo. Pocas han decidido mostrar el lado más tenebroso de la maternidad y asomarse al tabú de la falta de amor. Sin embargo, después de leer a toda velocidad este librito y de repasarlo para abordar la reseña, lo que creo el tema central de este relato de terror es la despersonalización y robo de identidad que se produce sobre la mujer que es madre.
“Aquí dentro hay oxígeno, madre”, le reprende una enfermera cuando ella intenta encenderse un cigarrillo después de tener a su segundo hijo (son los años setenta), a las pocas páginas de empezar. Casi dos años después de su primer hijo, ansiaba una hija y ha nacido varón; siente un inmediato rechazo hacia él. El marido también quería una hija, pero ni se plantea preguntarle a ella por el origen de su sentimiento. Nadie en la sala de médicos a donde va a expresar sus temores (“qué ocurriría si tiraba al crío por la ventana, porque no lo quería, no lo quería, no lo quería”) la toma en serio. Incomprensión, pérdida de autoridad, negación de las emociones expresadas. Cuántas no habremos sentido esa infantilización desde el minuto en que entramos a la sala de partos.
Pero nuestra protagonista, Jodie, insiste. Porque suya es la voz que va contando cómo el nacimiento de ese bebé la encierra en una cápsula mental, le hace ver que su matrimonio estaba deshecho desde hacía tiempo, la aleja de sus amistades (que ya casi no tenía), y la aboca a una serie de emociones poco confesables: “Era como si una niñita, por un grotesco accidente de la naturaleza, se hubiera encontrado convertida en la madre de dos niños pequeños”. Confesémoslo: al menos al ser madres la primera vez, cuántas veces no nos hemos sentido así de desarmadas, inconsecuentes e impotentes en los tiempos de la primera crianza.
Pero Jodie se reincorpora a su vida en el Soho, encerrada en las cuatro paredes de un piso viejo y destartalado, haciendo lo que se espera de ella (aunque combate el tedio leyendo mientras da de mamar, o se refugia en la maletita de recuerdos infantiles que ha atesorado para legar a una hija que ya no va a venir), mientras su marido tiene la genial idea de que acuda a un psiquiatra. Porque cualquier madre que no quiera a sus hijos está por supuesto loca.
Según avanzan las páginas, el cerco se estrecha sobre ella, pero su relato no hace sino ganar densidad. Una escena: ha de llenar la despensa para el fin de semana, para toda la familia, y no puede evitar ir con los críos al supermercado. El mayor caminando, agarrado al cochecito, el bebé en la silla. Toda la fragilidad se arrastra en ese conjunto de seres inconexos. Agarra al tuntún mercancías y productos, cuando está en la caja no le alcanza con el dinero que lleva. Monta una cola, todo el mundo se enfada. Tratando de salir dignamente, cuelga las bolsas de la compra en el carro. El carro se tumba, el bebé berrea. Alrededor compasión para la criatura y juicio para ella. Ella solo quiere escapar.
El relato en primera persona de Jodie es contenido, y al mismo tiempo es brutal. Mantiene un ritmo tenso y no es posible sustraerse a la doblez entre lo que ella está contando -cómo le es imposible querer a esos hijos, cómo los cuida sin embargo- y lo que “el entorno” le va endosando. El proceso de despersonalización (lo que una madre debe sentir no deja lugar a lo que ella realmente siente y necesita expresar) se va completando, pero a veces aparece algún rayo de luz: “Era un gran lujo poder estar sola de ese modo, en el limbo; sin ser la esposa ni la madre de nadie. Sólo Jodie”. El marido ya la ha sentenciado, con la ayuda de su psiquiatra amigo, y la trata con una condescendencia reservada a los desequilibrados. Pero Jodie sólo quería una hijita…
Entonces, muy hacia el último tercio de la novela, aparece la posibilidad de recuperar a una vieja amiga de los tiempos de estudiante; con ella, la de actuar una vida más parecida a la que habría soñado. Cuando el terror se ha ido sirviendo en muy pequeñas dosis, a medida que vemos ensancharse la distancia de la narradora con el mundo inmediato -a medida que se sabe que no va a renunciar a la última porción de su identidad- en esta última parte el relato se acelera y oscurece.
Y no diré más: aparte de todo lo anterior, No, mamá, no no pone en peligro alguno a criatura pequeña, aporta algunas horas de lectura salvajemente perturbadora, y supone un pedacito más a unir a un caleidoscopio necesario. No, la experiencia de la maternidad no es unívoca, ni esplendorosa, ni gratificante, al menos no lo es siempre; esta novela felizmente recuperada aporta otro pedazo a ese relato incompleto, el tabú abierto sobre lo que una mujer puede sentir o decir desde que se convierte en madre. Y algunos de sus fragmentos y escenas se me van a quedar un buen tiempo pegados.
No, mamá, no (Alba editorial, 2017), de Verity Bargate | 176 páginas | 16,90 euros | Traducción de Mireia Bofill

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