ILYA U. TOPPER | Año 2016 en esta colección. Al abrir el libro pasé un poco por alto lo de «en esta colección». Blai Bonet no me sonaba de nada. Uno de estos autores nuevos, me dije. Mallorca, vi en alguna parte.
Y por supuesto el tal Blai Bonet no podía elegir otro tema que la posguerra, allá por los años cincuenta. Como todos los jóvenes escritores hoy: diríase que la guerra o la posguerra sigue siendo una materia prima a precio de saldo (solo le hace dumping la propia infancia). A ver si al menos le echa arte. Y sí, hay que reconocerlo: cuando en las primeras páginas empieza a modelar el sanatorio para tuberculosos, las obsesiones de los chicos internados, la pobreza de sus familias, esos polvorientos pueblos mallorquines, consigue hechizar en pocas páginas. Quizás sean esos diálogos cortos, casi telegráficos, casi como una conversación en whatsapp, en la que uno le da al enter antes de terminar la frase. Quizás eso de siempre repetir nombre y apellido de las personas, que parece un truco sencillo, pero impacta con una fuerza oscura: como si así se perfilasen más. Un niño que se llama Pau Inglada tiene unos rasgos más marcados que si se llamara simplemente Pau. No sé, pero funciona.
La atmósfera opresiva y amenazante está muy conseguida en la escena de la guerra, ese flashback a la niñez, aunque quizás demasiado: no sabemos ni quiénes son de qué bando, si los de los buques de guerra que pasan de largo son republicanos o alzados, ni quiénes -uno de los dos bandos, fijo, pero ¿cuál?- le han pegado tres tiros al padre de Pau Inglada. ¿Y son los mismos que luego hacen los fusilamientos nocturnos en la tapa del cementerio? No importa, claro que no, aquí estamos hablando de unos niños. Y lo que importa aquí es la primera muerte. Brutal.
Muerte, Dios, confesiones, las sábanas blancas, el quirófano, el lavabo, vómitos de sangre -en algunas escenas hay que tener una copa a mano si uno no aguanta ver la sangre, porque la sangre, se lo aseguro, se ve, se ve perfectamente, como si estuviera allí mismo, manchando la página, el suelo, la pared: Blai Bonet no la describe, la pinta- y un trasiego de personajes que van desfilando por el pasillo del sanatorio. Algunos tienen derecho a voz propia: Sor Francisca Luna, el cura Gabriel Caldentey. Pero apenas hacen cameos. La mayor parte del tiempo hablan Andreu Ramallo y Manuel Tur, dos chicos tísicos. Amigos.
Lo de voz propia es un decir. En realidad nadie tiene voz propia. Tardé un rato en darme cuenta de que cuando un capítulo se titula «Andreu Ramallo» y luego otro «Manuel Tur» cambia el narrador. Porque la voz no cambia. Nada en el tono narrativo los distingue. Piensan diferente, sí, pero piensan con las mismas palabras. Eso es un grave error de construcción narrativa incluso para un novelista joven: si se quieren crear personajes han de dotarse de distintas formas de expresarse.
Pero los personajes son lo de menos, uno se da cuenta al avanzar la novela. Son apenas marionetas para unas reflexiones, y voy a repetirlo, unas obsesiones. El miedo a pecar. Visiones. Cristo en persona. Manuel Tur es amigo de Andreu Ramallo y peca porque él se lo dice. Y lo odia. Y luego está Carmen Onaindía. El surco entre los pechos de Carmen Onaindía.
Y toda esta atmósfera mística, opresiva, de pueblo polvoriento, de adolescentes -aunque tengan veinte años son adolescentes- balas perdidas, desemboca en un asesinato, en dos, en los que quieras: todos, parece decir el autor, todos podemos ser asesino. Incluso cuando no tenemos motivos. O precisamente. Para matar no hace falta tener un motivo. Solo el deseo. Y un cojín a mano.
Lo llamativo de esta narrativa que no da motivos es que, no obstante, funcione. Eso quiere decir que el tal Blai Bonet es, pese a todo, un gran escritor. Escribir algo que no tiene pie ni cabeza y que funcione es de grandes.
Eso sí, también mete la pata. Dos veces dice Manuel Tur, en su estado de exaltación mística: «Como si hubiera fumado marihuana». ¿Se fumaba marihuana en los pueblos de Mallorca de los años cincuenta? ¿En familias tan pobres que hasta recogerían las sobras de pan del sanatorio? Aquí Blai Bonet ha metido un tremendo anacronismo, pienso. Y entonces vuelvo a la solapa y me encuentro con que no, que Blai Bonet no ha metido ningún anacronismo, porque este libro se publicó en 1958. Blai Bonet (1926-1997) tenía 32 años entonces, había sido tísico, había sido seminarista, era católico. Habla de algo que ha vivido.
Me leo el excelente posfacio de Eduardo Jordá, que también firma la traducción del catalán, y descubro, estupefacto, a un gran escritor catalán del que nunca había oído hablar. No soy el único, por supuesto. Y me voy dando cuenta de que lo que me parecían fallos narrativos forman parte de su personalidad, su estilo, su esencia. Ahora me pregunto cómo en 1958 le dejaron publicar todo aquello, fusilamientos en el cementerio, corrupción en el sanatorio, visiones de Cristo, pecado y sexo incluidos. Me quedo con la conclusión de Jordá: debió de creer «el censor que aquel escritor era un buen hombre que simplemente no estaba bien de la cabeza. Y quizá, en el fondo, aquel censor estaba en lo cierto».
Lo que me sigo preguntando ahora es por qué Blai Bonet le puso de título El mar a una novela en la que el mar no sale en ninguna parte. Por no salir, ni sale en la escena de los barcos aquellos ante la costa. Y, sobre todo, de dónde sacaba Blai Bonet la marihuana, cuando estaba en el seminario. Porque, eso se lo aseguro, cuando uno es escritor y lee El mar, lo que dan ganas es pedirle al autor el contacto de su dealer.
El mar (Club Editor, 2016), de Blai Bonet | 254 páginas | 18 euros | Traducción de Eduardo Jordà