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Cuidados intensivos

9788416685165ANTONIO RIVERO TARAVILLOLa traducción de poesía es, para los poetas, un afluente de su propia obra. Por medio de aquella, si la orografía lingüística lo permite, nutren sus caudales, y confunden con las aguas de su fuente primera las de otras procedencias a lo largo de su curso, algunas venidas de tiempos y lugares remotos. En el caso de Esteban Torre (Sevilla, 1934), han llegado a ser importantes corrientes, que me atrevería a decir que han anegado su río y, calamidad gozosa, lo han desbordado, arrastrando el raudal copiosos tesoros. Porque no nos engañemos: lo mejor que tiene Luces y reflejos. Poemas originales y traducidos es el buen número de composiciones y fragmentos de otros, vertidos magistralmente por el poeta, y sobre todo exquisito traductor de poesía, que es Torre. No caeré en la malevolencia de afirmar que aquí las «luces» son los poemas de Janus Vitalis, Dante Gabriel Rossetti o Blanco White (entre muchos otros), y los «reflejos» los poemas escritos por el sevillano, pero algo hay de eso.

El primer libro de Torre es ¿Por qué? (1954), muy en la línea de la poesía que se hacía por la época, y más en Andalucía (hay toros y caballistas, junto a nanas y profusión de flores, más un catolicismo sobreabundante). Acreditaba ya sus cualidades de versificador, de dominador de metros y acentos, condición sine qua non para su gran labor traductora posterior. Entre los temas, destaca el religioso, que será una constante de su obra y que se alía, andando el tiempo, con la traducción cuando ponga en espléndida lengua española el bíblico Libro de Job (la paciencia proverbial de este es, por otra parte, condición necesaria del traductor, sobre todo del de poesía, y es probada virtud del autor de Luces y reflejos). Casi tres décadas trascurrieron hasta la aparición de su siguiente libro, Y guardaré silencio (1982). A pesar del lapso entre ambos títulos, no se advierte apenas evolución. Brilla el poeta tanto en las páginas más graves como en las de leves coplillas, pero no hay una voz verdaderamente original, característicamente única, cuya fuerza se imponga sobre los ejercicios de los que sale airoso con probada solvencia, como en los octosílabos de “Los versos que me pedías / no te los podía dar. / Poder y pedir son verbos / distintos de conjugar.” Poemas confesionales como los sonetos “El Verbo era Dios” o “Ven, Señor Jesús”, a pesar de lo eterno de su objeto (para el creyente) envejecen mal, y serán pocos los lectores que hallen interés hoy en ellos. “Siendo andaluz”, el poema que clausura esta segunda entrega, es, pese a su carácter final, toda una declaración de principios: “Me moriré siendo español, hablando / de todo un poco, hablando, haciendo versos / de tarde en tarde y de tristeza en ansia. / Lo que pueda decir es lo de menos.” 

Quizá, como resultado de ese anunciado silencio o de la confección de poemas no necesarios o fatales, Torre dejó a un lado la escritura de nuevos poemas propios y se pasó con armas y bagajes (y su impedimenta, hay que reconocerlo, es envidiable) a la traducción. De 1988 son los 35 sonetos ingleses de Fernando Pessoa, que suenan estupendísimamente aunque a veces se aparten, por mantener la rima, de los que escribió el portugués (quien como se sabe recibió educación inglesa en Sudáfrica y escribió un puñado de composiciones en la lengua de Shakespeare, que dominó a la perfección). El problema es precisamente ese, que, sin sonar a ripio, son más bien recreaciones y realambican al ya de por sí alambicado Pessoa. Además, la estructura de dos serventesios (como en los primeros ocho versos del soneto isabelino inglés, empleado por Pessoa) luego pasa sorprendentemente a la de dos tercetos (como es común en el soneto español, en vez de un tercer serventesio y un pareado final, fórmula por la que se rigen los originales). 

Sigue 33 poemas simbolistas (1995), donde los traducidos son el póquer casi imbatible de Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Mallarmé: una colección de, en general, alejandrinos cuidadísimos. En “Arte poética”, de Verlaine, se leen versos que oblicuamente dialogan con el esforzado trabajo de Torre en no pocos poemas, amonestándolo acerca de sus riesgos: “Coge la retórica y amordázala. / Sujeta la rima, y dale sentido / a esa carambola de vano sonido, / que, si la dejamos, ¿hasta dónde irá? // Ah, la sinrazón de la pobre rima! / ¿Qué párvulo sordo, qué negro mochales, / nos forjó esa joya de cuatro reales / que suena a oropel hueco con lima?” Muchos otros poetas han vertido estos poemas; Torre supera a la mayoría de ellos.

En la misma década y solo tres años después, publicó La poesía de  Grecia y Roma, donde se incluyen partes de la Ilíada y de la Odisea, más un florilegio de textos de Hesíodo, Safo, Píndaro, Sófocles, Teócrito, el pseudo-Anacreonte, Catulo, Virgilio, Horacio, Tibulo, Propercio, Ovidio, y el pseudo-Ausonio. Destacable en este tramo del camino es el uso de un equivalente del hexámetro de tantos de los originales, aunque no basado en el sistema de pies dáctilos (que Darío utilizara en “ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda”), sino en la combinación de endecasílabos y heptasílabos. Se recogen aquí algunos de los lemas o temas que más éxito han tenido en la tradición literaria occidental: el ‘carpe diem’ (“goza el ahora”), el ‘beatus ille’ (“dichoso aquél”), ambos de Horacio; el ‘collige, virgo, rosas’ (“muchacha, coge rosas”) del pseudo-Ausonio.

Sobre el Libro de Job y otros poemas (2001) es especialmente interesante porque aquí Torre puede canalizar su preocupación religiosa en el molde de un texto ajeno, vertido con hermosura. Ráfagas (2013), sin embargo, reúne poemas de su propia autoría, sin mayor interés fuera de su lucida ejecución. Dos secciones de inéditos completan este libro de libros: Nuevos poemas originales y Nuevos poemas traducidos. En la primera hay preponderancia de sonetos; uno, un berrinche desafortunado en que acusa a los poetas de la hora de indolencia y fatuidad; sus dos serventesios no están entre lo mejor de Torre, ni siquiera (por usar término pessoano) el Torre ortónimo: “Mi verso es incoloro, sin matices: riela / sobre su piel un toque de atardecer difuso. / Pero, al menos, no sigue la nauseabunda estela / de esos ñoños cantores modernillos al uso. // Siento dolor y grima ante tanto vacío, / ante tanta impostura y tan insulsas voces. / Son idénticos todos. Me producen hastío. / Si conoces a uno, a todos los conoces.”

Difícilmente se habrían reeditado los dignos libros de poesía de Esteban Torre si no fuera, como aquí sucede, componiendo un todo con sus traducciones. Cirujano y catedrático de métrica, aúna pulso y técnica en el quirófano lírico en el que reanima a esos semicadáveres: los textos extendidos sobre la camilla, inertes si no conocemos su secreto, su idioma, y a los que trasfunde sangre, injerta tendón, trasplanta nervio. Con nueva piel, que trasparenta la original, se preservan órganos, funciones e incluso el alma (aunque no se crea en la inmortal y solo en la que pervive veinte o veintiocho siglos, lo cual ya es de por sí prodigioso).

Luces y reflejos. Poemas originales y traducidos (Renacimiento, 2016) de Esteban Torre | 260 páginas | 20 € | Prólogo de Luis Alberto de Cuenca | Nota bibliográfica de María Victoria Utrera Torremocha

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