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De estoica escuela

9788416537136ALEJANDRO LUQUE | Hace unos años, durante una entrevista con Marcello Fois, le pregunté si la literatura sarda, desde Salvatore Satta a él mismo, pasando por Michela Murgia o Giorgio Todde, no sentía una inclinación especial por la muerte. Su respuesta fue la siguiente: “Yo diría que no es una característica sarda como tal. Si pienso en los personajes de García Lorca, no me viene a la cabeza una sola muerte tranquila. Y ahí está la tragedia griega, Esquilo, Eurípides, la Ilíada, la Odisea… La muerte normal no tiene nada especial. No hay nada que contar en ella, como en el amor normal. La literatura es un accidente, no es la normalidad. Si dos se aman y se casan, ahí no hay literatura. Pero si dos se aman, se quieren casar, y un tercero lo impide, ahí hay algo que contar. Si uno muere con 80 años, sonreímos. Pero si muere en mitad de una plaza, asesinado, ahí hay una historia. La muerte violenta siempre atrae”.

En la primera entrega de su trilogía sobre los Chironi, Estirpe, muere –como suele decirse– hasta el apuntador. Cosa hasta cierto punto lógica, porque el destino de unos personajes de finales del XIX y principios del XX es, de cara a los lectores del siglo XXI, morir irremediablemente. Lo que quiero decir es que lo que más hacen en esta novela es morirse. Hay muertes de todo tipo, especialmente violentas: las que, según el autor nuorense, son las más atractivas. En su elenco, no son muchos los que aspiran a acabar sus días a los 80 años, y pocos lo hacen serenamente, en la cama.

Sin embargo, esta sucesión de tragedias contrasta con el fundamento de la historia: se trata de contar, sencillamente –si permiten la ironía–, cómo se funda una familia. De escarbar en la raíz del árbol genealógico, sin necesidad de remontarse a Adán y Eva: no hace falta tanto. Basta con escoger a dos personas sin pasado, como Michele Angelo y Mercede, y reunirlas en el tálamo conyugal. O mejor aún, en una fragua, que es el velazqueño espacio simbólico elegido para forjar el proyecto del clan Chironi.

A partir de ahí, la vida será alumbrar hijos –Pietro, Paolo, Giovanni Maria, Franceschina, Luigi Ippolito, Gavino, Marianna– y tratar de prosperar. Pero a los Chironi, como suele decirse, parece haberlos mirado un tuerto, y la fatalidad se abate una y otra vez sobre ellos. Tanto, que es posible que el lector llegue a sospechar de tanta desgracia junta. Sin embargo, Marcello Fois acierta al recordarnos que la lucha por la subsistencia nunca fue fácil, y el siglo XX no fue una excepción: el subdesarrollo, las enfermedades, la violencia –con su expresión máxima, las dos guerras mundiales– no ayudaron nunca a llegar a viejo.

La novela se estructura en tres cantos que remedan la Divina comedia de Dante, aunque con el orden alterado: el primero es el «Paraíso», que abarca de 1889-1900; el segundo, el «Infierno», va de 1901 a 1942; y el «Purgatorio», por último, se centra en 1943. Se relata de este modo el paso de una Cerdeña –y de gran parte de Europa– sumida en el atraso a la llegada de la modernidad, con todas sus ventajas y sus sacrificios. No obstante, la economía de Fois a la hora de explicar estas transformaciones es extrema: no tiene la menor intención de describir enseres de uso doméstico, ninguna vocación arqueológica. Narra como si lo estuviera haciendo en tiempo real, es decir, en ese estado en que los objetos cotidianos resultan invisibles. Fois asume que esto pueda comportar una pérdida de «sabor» de época, pero al mismo tiempo ahorra distracciones. Una película tal vez no podría permitírselo, pero una novela sí.

Confieso, no obstante, que conforme avanzaba en la novela, sentía una especie de incomodidad, la sensación de que algo no me cuadraba. ¿Eran los tiempos? No, aunque el ritmo sea irregular, con numerosas idas y venidas, Fois los maneja con el virtuosismo de un saxofonista de jazz. ¿Qué era, qué faltaba, o sobraba?, me pregunté, hasta que lo entendí: era el dolor. Los personajes de Estirpe, esos padres que no se cansan de enterrar a su descendencia, no expresan el dolor. No como cabría esperar en una historia italiana, meridional, mediterránea: ¿dónde están el estremecimiento, los gritos, las imprecaciones? La respuesta es rotunda: no existen. Estamos ante una cultura que asume la pérdida y, si sufre lamentaciones, se las guarda muy adentro de la piel.

Tal vez lo hemos olvidado, pero desde antiguo la pérdida de un hijo no era lo más grave. Lo peor era la pérdida del padre: si éste faltaba, todos iban a la ruina. Por eso el primer plato de comida no era para el pequeño, como manda hoy la buena conciencia, sino para el mayor, el que aseguraba todos los demás platos. Si fallecía un hijo, siempre se podían encargar más. ¿Qué familia no tenía algún infante difunto en sus memorias?

Por otro lado, estaba el socorrido consuelo de la voluntad de Dios. Sin embargo, la filosofía de la resignación que mueve a los Chironi no parece tener tanto que ver con la sumisión a la divinidad, como con una escuela, la estoica, en la que los dioses tenían poco o nada que decir. “Si deseas que tus hijos, tu mujer y tus amigos sigan vivos”, asevera Epicteto, “eres un necio, pues pretendes que aquello que no depende de ti dependa de ti, y que lo ajeno te sea propio”. Y es esa confrontación entre la voluntad y la Naturaleza la que, posteriormente, fue resuelta bajo la figura de un dios omnipotente, severo, vengativo.

En este universo nos sumerge Marcello Fois en una historia enriquecida con muchos detalles, claves y silencios, rematada con uno de esos giros sorprendentes que son ya marca de la casa, y espléndidamente vertida al castellano por Francisco Álvarez. El autor de Siempre caro y Memoria del vacío se ha embarcado en su proyecto más ambicioso, una saga que llega hasta nuestros días y que se completa con dos entregas más, que al parecer ya están en manos del traductor. Dicho lo cual, solo queda proclamar, sin asomo de guasa: ¡Larga vida a los Chironi!

Estirpe (Hoja de Lata, 2016) de Marcello Fois | 300 páginas | 21,90 € | Traducción de Francisco Álvarez

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