RAFAEL ROBLES CARIDE | En 1934, un periodista cercano al grupo Mediodía llamado Antonio Núñez de Herrera publicó uno de los ensayos más lúcidos que, sobre la Semana Santa de Sevilla, nunca se han escrito. La valentía de expresar en voz alta lo que muchos pensaban pero nadie se había atrevido a decir públicamente hasta ese momento le costó no solo el silencio que acompañó a la botadura de esa primera edición, sino que también se extendió en forma de espeso olvido tras su prematura muerte acaecida apenas un año después. Los arenas movedizas sobre los que se levanta esta curiosa ciudad ya sabemos cómo actúan.
Así, hubo de transcurrir casi medio siglo hasta que, en plena Transición, otro heterodoxo, José Luis Ortiz de Lanzagorta, rescatara el clarividente texto dentro de esa joya bibliográfica que constituyen esos tomitos de la colección “Cosas de Sevilla” que hoy se dispersan por las librerías de lance de manera incontrolada. La sorpresa fue mayúscula, no solo porque muchos paisanos descubrieron entonces una desconocida Teoría y realidad de la Semana Santa de Sevilla, sino porque asombrosamente dicha obra no había envejecido en absoluto y mantenía vigentes –aún hoy las mantiene– muchas de las claves sustanciales que resultan imprescindibles para comprender tanto a la ciudad como a su gran fiesta religiosa.
Desde entonces, el libro de Núñez de Herrera ha conocido varias reediciones y es considerado todo un clásico como inaugurador de una nueva corriente que podemos catalogar con la pretenciosa etiqueta de “Heterodoxia cofrade”; esto es, el análisis de la Semana Santa sevillana bajo distintos prismas que van más allá de la interpretación exclusivamente religiosa de la celebración.
El que mejor supo explorar esta nueva veta temática fue Francisco Robles –léase Pacorrobles en Sevilla–, que en 1997 consiguió pegar un auténtico pelotazo editorial con un original volumen que, bajo el título Tontos de capirote, presentaba una somera taxonomía de tipos y subtipos pertenecientes a la fauna cofradiera local. Las claves del éxito, más allá de la magnífica prosa que siempre lo ha distinguido, hay que buscarlas en el humor y en la ácida ironía de un autor que se arriesgó a la hora de acercarse a los arcanos más intocables de la ciudad: de una ciudad que se distingue por su inmovilismo y –curiosamente, y pese al tópico– por su “falta de cintura humorística” para encajar las críticas. Robles se lanzó a la piscina y, contra todo pronóstico, el lector sevillano –y el “capillita”– acogió el libro con gran cariño.
Por aquellas páginas memorables, reflejados en el espejo convexo de la caricatura, desfilaron delirantes “tontos” que terminaban componiendo en su conjunto el universo cofradiero finisecular: “El Tonto de la torrija”, “El Tonto del Pregón”, “El Tonto de la bulla”, “El Tonto de la priostía”, “El Tonto de la chicotá”. Tontos de capirote cambió la vida de aquel joven filólogo y aquel fue el inicio de un gran salto que le llevó a sustituir las aulas por las páginas de opinión de los periódicos; la tiza por los estudios de radio y de televisión.
Hoy, tras una nueva elipsis de más de veinte años, El paseo editorial recupera aquella obra primigenia. Y, como inevitable secuela –los tiempos cambian y la Semana Santa ha experimentado una brutal evolución–, Paco Robles presenta también junto a ella una propina: la lógica continuación de aquellos “Tontos” que hoy han derivado en “Frikis”. Eso sí, en Frikis de capirote, siempre con el antifaz a mano en la portada, según mandan los cánones, porque hasta ahí puede llegar la guasa.
En esta reinterpretación de la Semana Santa 2.0, inserta hasta las trancas en estímulos multimedia, en desmadradas redes sociales que cualquier banalidad amplifican y en exageradas desmesuras estéticas, vuelve a destacar la mordaz pluma de un sevillano que, precisamente porque conoce y ama su ciudad natal, no escatima esfuerzos en realizar una crítica sin censuras al describir nuevos tipos contemporáneos. Así, “El Friki del selfie”, “El Friki de las redes sociales”, “El Friki de los tobillos fríos”, “El Friki de la silla de los chinos” o “El Friki petaíto” demuestran a propios y extraños –esto es, a foráneos y forasteros– que la Semana Santa es un ente vivo dentro de una ciudad viva, que cambia a través del tiempo por más que el espectador no avisado crea entender que los ritos y las reglas se perpetúan ad aeternum durante los siete días señalados… Y los que colean tras ellos.
Aparte del humor y la ironía, aparte de la exageración y la caricatura que, en ocasiones, deriva hacia el surrealismo –inconmensurables los episodios del costalero ensayando en Chipiona o de la improvisada procesión en la que se convierte una jornada de ensayo–, Frikis de capirote también se caracteriza por un cuidado estilo literario (no conviene olvidar que Robles se alzó recientemente con el Premio Ateneo de Novela gracias a la halconiana historia narrada en El último señorito), que sirve para regalarnos –entre guasa y guasa– brochazos líricos de auténtica antología, como ese friki de los selfies que se llama Narciso y “tiene el alma llena de espejos”, o esas noches en las que “hace un frío de escarcha presentida, una oscuridad que se pliega en el ruan del aire”. ¿Retórica expresiva o cachondeo marca de la casa?
Pero, por encima de esto, incidimos de nuevo en el gran acierto del escritor al dirigir su mirada hacia cuestiones principales de la actual Semana Santa que necesitan una urgente reflexión. Mas esta crítica siempre surge en Robles –ya ocurría así en Tontos de capirote– desde lo más profundo y lo más querido de sus adentros, resultando de este modo un texto que aúna el sarcasmo con la censura inteligente, la hipérbole con el juego de palabras, la acidez con una ternura que lima las aristas de la descripción hasta convertir a sus personajes en seres emotivos y entrañables. Así el Zelig omnipresente delante de cada paso de la Semana Santa, “tieso como la mojama en el sentido físico y metafísco”; el innominado friki de la croqueta que anota mentalmente todos los actos y forma parte de esa “especie de masonería estomacal donde la tiesura es el denominador común”; o aquel otro muchacho en particular que protagoniza una de las anécdotas más hilarantes del libro. He aquí su descripción previa a la trama:
Hay frikis del ofderreco que provocan una ternura especial. Como el chaval que sale en una banda de música tocando el bombo. Pom, pom, pom… y otra vez igual. Pom, pom, pom… Cuando le presentan a una chavalilla de su edad en una botellona, el friki del bombo se pone muy circunspecto y la mira fijamente a los ojos tras escuchar la consabida pregunta.
- ¿Y tú a qué te dedicas?
- Pues verás… Yo soy músico.
Pom, pom, pom. Y otra vez pom, pom, pom. Este friki es músico, o eso cree con una firmeza que ha llegado a deslumbrar a más de una moza que sueña con llevarle el bocadillo y acompañarlo en la ida o en la vuelta de una hermandad de barrio por una larga avenida de bloques de pisos y vendedores de globos. En realidad quien sueña con eso es el friki percusiónista, o músico, como él dice. […]
En suma, personajes amables para acompañar al lector en estas tediosas tardes de verano de calor pegajoso que arrancan inocentes sonrisas, cuando la nostalgia por esa primavera robada acreciente sus sombras por las paredes.
CODA: Y fue, precisamente, un día de esa primavera inédita el que también nos trajo la alarmante noticia de que Paco Robles había tenido que confinarse dentro de sí mismo a causa de un arrechucho de salud, vulgo en Sevilla jamacuco. Afortunadamente, parece que lo peor ya ha pasado. Dios quiera que su palabra no se mantenga cautiva y en silencio durante mucho tiempo, para que pronto podamos disfrutar de la tercera entrega de esta serie. Así que el lector me va a permitir que termine esta reseña, como un buen “Friki del martillo”, dedicándole esta chicotá y llamándolo al más puro estilo de los Ariza o los Villanueva: “¡Paco, miarma, ponte pronto al palo y vamos a echarle corazón,… que antes o después, quiero ver otro libro tuyo en la calle!”.
Frikis de capirote (El Paseo Editorial, 2020) | Francisco Robles | 152 páginas | 16,10 euros